lunes, 19 de noviembre de 2012

Éxodo al descender de las montañas.


-¿De donde vienes?-
-De allá donde la vida aún es frágil y la ignorancia eterna-
-¿Por que te alejas de tu pueblo de origen, abandonando todo aquello que dotaba de sentido a tu ser, a sabiendas de que tu ostracismo te impedirá regresar a tu hogar algún día?
-La respuesta a tu primera pregunta, aúna la contestación a ambas...-
-Espera, no te vuelvas aún... ¿Has olvidado darme tu nombre!-
-Allá a donde me dirijo no lo necesitaré, ¿por que entonces el deber presentarme ante ti con uno de los muchos y a la vez ninguno, de los nombres a los que he sobrevivido?-
-Para dejar aquí al menos constancia de tu paso.-
-En ese caso, escribe en tu ridícula tablilla que por aquí pasó el único hombre sin nombre. Puesto que todos los demás os mostráis orgullosos de vanagloriaros de tener uno propio; empresa fácil sera identificar al único que carece de él.-

Y marchóse por una vereda renqueante y acentuando su cojera, debido a que era el único defecto del que se sabía culpable. Ningún otro podría echarle en cara tara alguna mas que aquella, tan podridos y subyugados les halló en espíritu a todos... Y con este hecho enjuto tuvo que satisfacer su compadecerse del prójimo.

Oroimenak

Roman se había hecho cargo del texto "Sobre la Inducción" del afamado y reconocido en múltiples lides Bertrand Russell.
-Quédatelo hasta que llegue Marion, él te lo reclamará sin duda alguna. No creo que tarde, a pesar de que sus estancias en la taberna acostumbran a ser mas largas de lo que un pensador puede permitirse... Acabará siendo un simple y mediocre poeta del tres al cuarto o un novelista con problemas de alcoholismo terminado en -"owsky". Quince minutos, no esperes más- finiquitó chasqueando asquerosamente los dedos emulando a alguno de sus ídolos norteamericanos de novela vaqueriza.
Las palabras seleccionadas con premeditación por Joel, acabaron por convencer al cándido Roman. Tristemente para mí, Roman no representaba nada más allá de la imagen de un aficionado a la lógica nominalista, al que le apasionaba pasar tardes y tardes sumergido en la búsqueda de nobeles y vírgenes tautologias rebuscadas donde las hubiera. No lo culpaba por ello, pero sí por pretender grajearse la amistad de sus compañeros de aula haciendo de chico de los recados en numerosas ocasiones. A nadie le gusta sentirse solo en una gran pecera pensé, mientras me compadecía de su alma de perro faldero.
Marion no tardó en llegar más de 35 minutos, entrando cual tromba tempestuosa por los pasillos del claustro.
Al verlo acercarse a paso ligero, Roman hizo uso de su refinado humor búlgaro y exclamó agitando el texto de Russell:
-Extra, extra...!-
Marion se sentó a mi vera intentando escuadriñar en que lectura me hallaba supuestamente absorto.
-¿Qué lees, si puede saberse?- me interrogó.
-Sí, puede saberse. Se trata del "Protágoras". ¿Acaso has tenido el gusto de pararte a examinarlo alguna vez?' le contesté desafiante pero cortés al tiempo.
-Sí... Por supuesto... Todos odiamos a los sofistas, convendremos...- dijo escapando a marchas forzadas por la tangente.

Los hechos que acontinuación acontecerian, no merecen mención apenas aqui. La enfervorizada y falaz discusión en la que Marion y Roman optaron por entablar se mostraba repleta de tópicos de corte materialista. Sus posturas eran marcadamente socialistas, anticonservadoras y concisamente políticas. Por lo general, yo gustaba y disfrutaba de escuchar discutir a terceros, más aún de los tópicos, pues estos mantienen siempre una clara línea a seguir con sorprendentes añadidos dependiendo del orador. Pero aquella tarde, todo lo que osaba por entrar por mis oídos no eran más clases magistrales de demagogia y sofística. Los predicadores que me rodeaban hacían uso de un discurso enaltecido y populista, para desencadenar en hipótesis completamente contradictorias y cuanto menos materialistas o de espíritu capitalista. Un refrán me sobrevino: a Dios rogando y con el mazo "aleccionando". Una puesta en escena de hipocresía gratuita.
Hice mutis por el foro.
En la calle seguía lloviendo.
Me deleité volviendo a casa con el sublime golpear de Poseidón contra el puerto. Aquello si que no tenia precio.

domingo, 11 de noviembre de 2012

En torno a ello.

Bajé de un avión de pasajeros antes de la media noche y un tren de línea estrecha que castañeteaba sin remilgos, me llevó hasta el centro de la ciudad. Tan solo tenía 20 monedas en mis bolsillos, y las mismas ansias de dejar de existir que al comienzo del viaje. El nórdico frío que allí pululaba con total libertad me mantenía más despierto de lo habitual. En mi hostal las horas se sucedían con decadencia, se agotaba mi reserva, se inmovilizaba mi cuerpo; y los fingidos gemidos de las putas hacia sus clientes en las habitaciones contiguas me empujaban a vagar por las calles de noche. El mar, el mar y sus encantos forjados por la muerte. ¿Donde habían quedado? Tan lejos como imaginase. Gasté la mitad de las monedas en una taberna silenciosa y encontré consejo proferido en una lengua que por fin entendía. A la mañana siguiente dí con la oficina de desempleados. Me fue inaccesible sentirme importante allí. Me dieron un número interminable y me hicieron un ademán universal que descifré. Debía de esperar, y la espera fue tan prolongada que caí rendido hasta en tres ocasiones. No pude con ello. Ello. Tan solo pensaba en escapar, en los impuestos del estado, los tejados llenos de escarcha, el humo saliendo lentamente de entre sus labios, en la pobredumbre del alma y mi entrepierna. Me respiraba aquella humedad, sin poder evitarlo supuse; tan antigua y necesaria como el propio dolor. El olor a estiércol que viajaba en el viento denunciaba con sorna aquella manera con la que se las ingeniaban para mantenerlo todo bien abonado, encarrilado y podrido por completo los dueños en la sombra de nuestras vidas. Esto último y un lisiado que se movía en una silla de ruedas mientras observaba con pasajera nostalgia el rugiente fluir de los automóviles sobre la autopista, me invitaron a buscar la inspiración en mi interior y no al revés. Hegel hubiera escupido encima de mi elaboración, sobre mi perseguida equivocación; pero ya no era mi culpa: indefectiblemente, eran demasiadas malas intenciones conjuradas bajo la endeble luz ámbar. Por preguntar quien. Y responder: Yo. El que es nada, el que es nadie. Acaso un reflejo distorsionado, el eufemismo abigarrado de un espejismo imposible; creado por la sed, por el hambre, creado por una necesidad predicha como innecesaria. Cada día muero un poco antes. Con mi culpa, con el recuerdo imborrable de la misma.

domingo, 4 de noviembre de 2012

"Bolis" de tinta negra y roja. Correciones ortográficas.

Estoy loco. El médico me lo dijo. Las enfermeras lo repitieron con insistencia cuatro veces por los pasillos. Una mujer gorda se asustó en el ascensor al oírlo y también un niño al mirar después con pavor dentro de mis ojos. Ya no hay vida en ellos, me dice Pandora en su diario. Es secreto, pero lo leo a escondidas. Ella lo sabe y yo lo se. Mantenemos el estúpido misterio que tal vez exista. Así, ella me dice todo lo que quiere que yo adivine y nos sentimos bien al destripar nuestras intenciones. Algo parecido pasa en el teatro de Chatelet, me dice, donde ella actuó. Solo en el teatro todas las cosas van acordes con su tempo, y  hay imprevistos y sorpresas desagradables tan solo para el espectador. No como con todas las pastillas que me hacen tomar, que son cartón con sabores indescifrables y no me hacen nada feliz. Son cromos erradicados de baseball en píldoras y píldoras. Me convierten en cartón, pastoso, frágil, sin gracia ni atractivo. Yo quiero ser un lobo de carne y hueso, que mira desde la altura de las montañas los reflejos de la hierba; se deleita con ellos y se convierte en reflejo. Su mirada nace desde dentro, muy adentro donde no puedo llegar sin hacerme daño. Atraviesa los valles y desea para obtener; hace material su pasión con solo querer. No como en las calles, donde las miradas son mutilaciones, o torturas también; tienen siempre miedo de gritar o de callar. A esas las doy la espalda, me cubro la cara con las manos al olerlas escapar desde las alcantarillas como una colmena de abejas insolentes. Desaparecen y me siento tranquilo al poder continuar paseando sin rumbo. Sin embargo aquí, en el Refugio de la Calma, las luces siempre se apagan a cierta hora, pero nunca consigo saber cuando. Eso me asusta y descoloca, rompe mis esquemas de normalidad en las carreras de bólidos (llevamos muchos días sin accidentes, una empresa de seguros con sede en Ohio nos dará un premio seguramente). Eso pienso cuando no duermo. Y no duermo mucho desde que no soy ya ese "yo". No tan yo como recuerdo en las fotos. No tan yo como cuando me hablan de los viajes que vagamente se me hacen familiares. Pienso que son sueños, y que esos sitios de los que me hablan nunca estuvieron bajo mis pies. El apagón me coge desprevenido siempre. Como cuando en un día soleado, la playa no silba incómoda y parece sonreirte muy tranquila. Algunos de esos días las nubes terminan por ocupar los cielos, acaban por desvestirlo con una tormenta, usan una violencia que huele a muerte por un tiempo y empiezas a sentir de nuevo un frío que solo habitaba en tu alma. Entonces el cucurucho con helado deja de saber tan dulce. Y es inevitable entristecerse. Cuesta mucho volver a sentirte bien después sin llorar. Yo me siento mal; no se como alegrarme hasta que las luces se apagan y me retorna el hambre. Tengo la culpa de las nubes, pero no de estar loco. El doctor me lo dijo. Las enfermeras lo repitieron cuatro veces por los pasillos y todo el mundo lo oyó para mi vergüenza. Ellas son siempre un 99% de mujeres y yo soy cada día menos hombre, menos yo. No quiero traerte más negras nubes. Ni que digan que estoy loco. No quiero estar triste. Quiero volver a ser un lobo.

lunes, 29 de octubre de 2012

Puede que aplauda. Creo que no. Ya no.

Me senté en una sombra, cerca del teléfono de la cocina. Sabía que nadie llamaría, pero me sentía medianamente cómodo en aquella parte de la casa. A través de las ventanas podía ver las calles, las casas contiguas a las mía; podía ver los coches y el propio final de Agosto. Un universo débil y maleable, lleno de millones de cosas que yo desconocía a pesar de su odiosa cercanía. Poco me importaba ya. Degusté un dulce con más canela que azúcar, y estuve bebiendo agua mientras permanecía sumido en mis pobres pensamientos. Ya nada era como antaño, lo podía respirar en el aire. Alguien había cavado nuestras tumbas y esperaba al momento preciso para llenarlas con nuestros cuerpos inertes de una maldita vez. Incomprensiblemente, tampoco nada me angustiaba ya. Pálido hasta rabiar y consumido por la enfermedad, mi ánimo se desataba de forma cometida, siempre controlada,  al recibir alguna que otra postal del extranjero. Tan solo alguna misiva de otro lugar, que nunca podría llegar a visitar. Incluso en ello reside la paradoja. Vivía entonces en una ciudad donde la lluvia no cesaba de caer y nadie parecía disgustarse por ello. Era una ciudad extraña y siniestra para el forastero hasta que este, según me dijeron, cede a ser al fin oriundo. Aquella idea me turbaba en exceso e intentaba casi siempre alejarme de cualquier sentimiento cercano al apego por ella,  por lo que no tardé mucho tiempo en sentenciarla. Era una ciudad donde ser cojo estaba bien visto, nadie se atrevía a despreciar a los tuertos y todo el mundo portaba en el interior consigo, una refinada amargura poética. Una aciaga, pero calurosa tarde me demoré en mi retorno a casa al sentirme pleno de capacidades y bajo el engaño del licor; así la noche me descubrió a la fuga de su propia oscuridad. El calor matutino invita a pasear, disfrutar del la tibia atmósfera de la calle, pero resulta nocivo para las entendederas e incluso puede resentir a la larga transmutándose en imperecedera cefalea.  Escasas manzanas antes de arribar al bloque de mi apartamento, tropecé con una botella vacía que desfiló sin parar tintineando hasta terminar por romperse. Yo mismo caí asombrado por lo lúgubre de la noche y el estrépito espontáneo que me acababa de asaltar casi por azar. Me detuve por un instante a tomar aliento con intención de reponerme del sobresalto cuando entre las sombras detecté un un sonido apocado y tosco que se entrecortaba de seguido irregularmente. Recogí mi bastón del suelo y me dirigí hacia el origen de aquel liviano ruido misterioso. Alguien o algo relativamente pequeño residía a oscuras arrodillado de cuclillas en el suelo dando a luz a aquel sonido fluctuante, y parecía estar completamente absorbido por su tarea pues no se había alarmado en absoluto por mi presencia. Presa de la curiosidad y temeroso de que un amistoso saludo carente de rostro acaba por ahuyentarlo, eché mano de mi encendedor antes de emitir palabra alguna. El sonido empezó a cobrar tintes viscosos cuando la lumbre surgió y alumbró la silueta de un pequeño niño de unos siete años cuya mirada felina se agudizó por la entrada de luz y terminó por clavarse en la mía. Lamía sus manos empapadas que vacilaban cerca del suelo y vestía con ropa purulenta, excesivamente desgastada y sucia. Al verme acercarse hasta su posición, saltó con la agilidad de un gato y desapareció entre dos barriles oscuros y mal forjados con frenético pavor para dar después a una calleja trasera en la que todo se fundía de nuevo en un perfecto, eterno negro denso y espeso. Descolocado por aquel suceso, continúe abalanzándome sobre la presa que aquel rapaz había abandonado al verse amenazado por mi presencia entre los dos barriles huecos. No encontré nada más llamativo allí que un fétido y constante vomito que seguramente había sido producto del mareante paseo de algún que otro borracho. Quedé paralizado al intentar insertar sentido a todos y cada uno de los componentes. Mis sospechas en torno a la neurosis de la ciudad no parecían del todo infundadas. Los recuerdos volaron lejos al sonar la hora esperada en el reloj de la cocina. Cerré para siempre la puerta a mis espaldas y descendí las escaleras con lentitud. El autobús no tardó en llegar a la parada, lo hizo antes de acabar derretida por el incesante sol. Siempre viajaba transporte público, ya que conducir ebrio solo podía llevarme a tres lugares: a la cárcel, a la tumba o a la codiciada pero indecorosa legión de los temerarios. Yo, por desgracia, ya había militado en las tres. Sería un viaje lento e interminable, por lo que me posicioné cerca del chófer en busca de algo de conversación trivial, entretenida o insustancial. El conductor no parecía dispuesto a entablar discurso conmigo, embutido en una camisa azul cielo excesivamente chaparra cuyos botones luchaban, sin duda, por escapar de tal aprehensión. Tan solo me dijo su nombre y que este no era su trabajo por norma general, tan solo ejercía una sustitución para favorecer la baja laboral de un buen amigo. Sus manos eran tan grandes y recias como forjadas durante jornadas infaustas bajo el sudor de una plomiza fundición, que los cigarrillos desparecían entre sus dedos al fumar. Ese debía de ser su truco favorito de prestidigitación barata para las noches de cazalla. Fue difícil olvidarme de él y su mórbida corpulencia, pero pronto la imagen de Eva volvió a mi mente junto con el entremezclado paisaje y no pude obviar la última vez que habíamos estado juntos. Había estado realmente sulfurada conmigo, y no sin toda la razón; a punto de estallar y contaminar con su nocivo veneno aquella sala de espera al Infierno. De nada hubiese servido que pidiera una canción de los Jam dedicada por la radio. Hay cosas que no tienen remedio, y es mejor no emprender el intento por subsanarlas. Me despisté y al despertar ya estaba de nuevo en mi agujero natal, el conductor había desaparecido y sentí como el frío húmedo golpeaba mi cara y descascarillaba por completo mis constreñidos huesos. La lluvia que me había acompañado durante lustros, o al menos así me lo parecía, había quedado atrás. Pero nada más había cambiado a mi regreso en aquella cueva donde crecí, excepto el número circunstancial de seropositivos apilados sin cuidado en las esquinas y los parados que recorrían las calles en busca de amo desde el amanecer hasta ponerse el sol. Vagaban acompañados de una carpetilla de plástico tan verde como barato, en la que portaban un escuálido e irrisorio currículo. Nadie quería sobrevivir tan poco como yo, y seguramente este desafío personal lanzado al destino era lo que me mantenía vivo. De nada servía no ser un completo ignorante, salvo para caer en la desesperación de la verdad que nos circundaba a todos nosotros; entes, peste de las pestes. Demonios, vagos, alcohólicos y perdedores. Bellas almas venidas a menos debido a los improperios y la fealdad de un entorno caníbal, excesivamente competitivo y fútil. Para cuando todas estas ideas me refrenaron las ganas de ascender a los cielos, de ser eterno sin descansar en la memoria; ya me encontraba completamente drogado. La maleta había sido desecha. Deseé que alguien me echará una mano altruista al cuello intentando asfixiarme, o que prendiera fuego a toda mi ropa. A mi no parecían quedarme fuerzas. En la calle, me sentí apenas deconstruido a la francesa. Salivaba con exceso y eso no es agradable para nadie. Más que un caminante desinteresado, me sentí como un puzzle desordenado de la catedral de San Basilio en Moscú a 1000 piezas. Aquello no podía durar eternamente. Intenté convencerme de ello. Pero de pronto volvió Eva y mi mente era incapaz de dilucidar destellos veraniegos junto con su recuerdo. Una vez le pedí que me llevara consigo. Allí a cualquier taberna caduca y silenciosa de la costa. Yo vestiría un jersey marinero, me sentiría como un estúpido y mediocre Hemingway al pasarme toda la noche observando su mirada mientras nos emborrachábamos sin miedo al mañana. Devorando la apatía.Intentando crear poesía de la nada. Por aquel entonces ella pertenecía a otro hombre. Aunque lo negase, siempre sería así. Igual. Inmutable. Incluso cuando me destruía lentamente. Mientras ella dedicaba el tiempo a peinarse, maquillarse y acicalarse, yo fijaba la mirada abstraído y perpétuamente aburrido en la arena del gato. O balanceando con desidia un caballito de juguete que tenía como objeto decorativo que era aborrecible. O muriéndome muy despacio en la espera, con total amargura. ¿De que me había servido? Me golpeé la cabeza y allí estaba de nuevo mi cara, impresa en el espejo de algún club destartalado y santificada por el consumo de éxtasis. Dí una vuelta por allí esquivando mi propia suerte y evitándome en todo momento. Antes de retornar a la cuneta de la barra, me confesé al camarero: era la primera persona que conocía con una boca que al abrirse emulaba a un cartón de una docena de huevos. Inaudito. Pareció reírse. La música estaba altísima y la gente bailaba sin freno dislocando los cuellos al ritmo del delirio y sus propias e individualizadas mandíbulas mandaban. Me repugnaba. Solo después tuve que hacerme el oportuno una vez más y gritarle al oído a una desconocida jovencita de pantalones bajos para que mi voz sobresaliese por encima de toda aquella mierda allí reinante:

-Cuanto tiempo! Hacía tiempo que te vi por última vez! Qué tal con tu novio?- sus ojos permanecían cerrados.
-Muy bien! Nos casamos el próximo Febrero!-

La felicité, le dí disimuladamente un trago limpio y muy corto a mi vaso de ginebra para darle mayor importancia a la pausa. Puede ser que me arrancara con una coreografía ridícula de los 50 para reforzar lo que iba a decir a continuación.

-Creo que no vas a encontrar la armonía hasta que por fin te salgas con la tuya, me comas polla y te tragues con ansiedad mi infecto semen de una puta vez. Llevas demasiado tiempo deseándolo.-

He de decir que fue la mejor mamada que nadie me hizo nunca un Martes noche en el baño más sucio y hediondo de todo el Averno. Mentiría si dijera que no me corrí como una quinceañera y que no hice fundir su nariz con mi pubis empleando energúmena y violenta fuerza. Ella no pareció sufrir arcada ninguna, nadie que persigue y da caza al fin a sus cuentas pendientes personales lo hace. Nos despedimos con una buena raya y el último adiós lascivo, demasiado prolongado, de nuestras lenguas. Mi polla debía de tener un sabor aborrecible, pero sus papilas habían sido cauterizadas a base de benceno hirviendo con total seguridad. Llevábamos demasiado tiempo en aquello como para querer mirar más allá o imprimirle un sentido acorde, fiel, a nuestros impulsos. Nunca lo olvidaré. Nada tenía sentido ya, y a ninguno nos importaba una mierda.

jueves, 11 de octubre de 2012

Al igual que tú, requiero de un revólver.

Aunque suene redundante y oportunista: "Que me descienda por las muñecas, denso y fortuito. Que se acreciente en mi mala suerte, vomitivo y sulfurante. Que se esconda tras la noche, resguardado en mi vientre y no me engañe: por nunca, por muerte, por desgracia. Tinta sobre tinta, línea tras línea; escriba quien ose, lo engulla solo el que verdaderamente viva. ¿Pretendes escapar a su embrujo, despedazar su influencia? Dime: Sí. Necio eres. Necio. Pues con consumada tragedia te arrojaron a este valle, y esposado al peso de tu SINO acabarás por ahogarte. Haz al menos que la espera a tan penumbroso instante sea digna de ser recordada. Muévete. De tu cama, desperézate. En tu ociosidad nihilista te autoreferencias, en sí caerá tu olvido. Sublímate y ... Desengáñate, de nada vales. Es una lucha constante con el vacío. Es una guerra necesaria, abrasadora y alarmante. Es inanición, lujuria y absoluto. Es enfermedad y tú eres enfermedad. Es insignificancia. Y siempre fue mejor así."

martes, 2 de octubre de 2012

Abstracciones. Persuasiones. Cubismo. Lo que subyace es el Lenguaje.

Athan contuvo durante algunos segundos la respiración antes de accionar el pomo de la puerta. Una luz tenue y tímida se incomodaba por escapar entre las rendijas de la misma, por lo que dedujo que estaría a solas en el interior de la habitación una vez dentro. Sus piernas no parecían decididas a parar de temblar cebadas por la incertidumbre de lo que allá, a expensas de su más inmediato destino, acontecería. Lo estaban esperando. Y dicha sensación parecía dominar de tal manera todo su ser, que incluso el mero pero constante hecho de permanecer sujeto al pensamiento se tornaba sesgado, dinamitado y alimentado a la vez, por un insobornable pavor que lo paralizaba por momentos. Como inducido por cierto acto reflejo, al fin pareció ceder ante su sino y amedrentado a la par que con excesiva timidez, empujó aquella puerta que parecía crecer progresivamente en tamaño frente a sí. Las bisagras chirriaron expresando así una tétrica bienvenida, y la luz que habitaba presa en el interior de habitáculo, escapó de su aprehensión cual cuadriga de briosos corceles enrabietados. Sus pupilas tardaron en adaptarse al cambio de iluminación, empequeñeciéndose humildemente teniéndose  al instante por ajenas, a la sobriedad de la escena. No efectuó Athan paso alguno hacia el interior hasta azuzar de su psique con un empuje de valor, las tenebrosas palabras del Artesano:

-"Nadie osa dar un paso hacia el abismo sin la determinación previa de acabar caminando dos"- 

Desechando sus consejos, se internó en aquel abismo y cerró tras de sí con pausa la puerta añadiendo a aquella misma estancia otro y nuevo objeto más: la física extensión de su propio cuerpo. El ambiente de interior persistía sumamente cargado. Una mezcla de espesa humedad mohína se entrelazaba con la falta de aire fresco. Al parecer, aquella puerta había permanecido sellada durante largo tiempo, permitiendo nada más que el paso de la luz y el deterioro de los años. Un hombre enjuto, no muy alejado de estar desnutrido, se hallaba sentado cabizbajo en una silla posicionado frente a la puerta. Su cuerpo evidenciaba marcas de demencia y maltrato. La tez cetrina y enhollinada que revestía su famélico cuerpo, era pasto de abominables cicatrices viejas, mal sanadas, casi producto de barbarie. Desaliñado por la desidia, su cuerpo tan solo escapaba a la falta de pudor gracias a un sucio y marchito harapo que cubría de forma ineficiente su cintura. Sus pies antaño debían de haber estado en carne viva, y sus uñas no eran sino garras deformadas por las torturas. La piel de sus tobillos no alejó las sospechas de Athan en torno al indecoroso pasado de aquel hombre, pues debía de haberse fundido con el oxido de los grilletes en diversas ocasiones. Un fuego de leña bien amancebado, persistía avivado incomprensiblemente a su vera iluminando con mediocridad la escena que allí acontecía. Con los brazos colgando y aún ligados a sus curtidos hombros, nada parecía presagiar que aquel ente albergara algún ínfimo atisbo de vida. El ruido generado por la puerta no aparentaba haber generado estímulo ninguno en su percepción, pues permanecía impasible absorbido por la más súbita inmovilidad. Su pelo estaba perversamente enredado y era tan grasiento como largo, el cual cedía al influjo de la gravedad ocultando las facciones de su rostro mal alumbrado. A pesar de las desafortunadas expectativas de su situación, Athan avanzó con extrema cautela sobre el suelo astillado y áspero de la habitación hasta posicionarse a escasos pasos de aquel mártir. Meditó si debía o no de hablarle a un sórdido cadáver en busca de las respuestas que perseguía, o por el contrario tendría suficiente con compadecerse con tamaña analogía de la prepotencia de ciertos salvajes a los que no conocía ni deseaba conocer. Agudizó sus sentidos hasta percibir que aquel hombre aún respiraba con malograda dificultad. Tan solo después de tragar saliva, decidió pronunciar sus primeras palabras en firme voz:

-¿Está impreso en mi deber dar algún paso más, o por el contrario mi cuerpo no ha de perseguir la misma incertidumbre que inquieta mi alma?-

Aquel fiambre desaliñado pareció responder a sus preguntas incitado por una reacción cercana al horror. Su cara desfigurada apareció de entre las sombras y sus ojos claros, descoloridos por el vagar del tiempo, se engarzaron en el cuerpo de Athan. Sus ajados y resecos labios comenzaron a tiritar como ahuyentados por las palabras que acababan de extenderse entre el gastado vapor de la habitación. Las palabras aún seguían retumbando a la deriva cuando el mártir encalló sus manos sobre las rodillas, asiéndolas con firmeza e intentando incrustar sus inexistentes uñas en ellas ; exhibiendo así una ansiedad inusitada al borde de explotar. Athan no cedió ante este gesto nada halagüeño desde el principio; mantuvo su posición taciturno a la espera de capturar un nuevo ademán de humanidad por parte de su interlocutor. La leña se mostraba nerviosa en el interior del fuego. Parecía estar observando con interés aquel encuentro mientras escupía con tenacidad de vez en vez, virutas de madera que aún estaban húmedas. El solitario reo alzó uno de sus deshidratados brazos y extendiendo el dedo índice señaló a Athan con aparente menosprecio. Un azogado escalofrío recorrió con celeridad su espalda extendiéndose hasta la base de la nuca. Casi pudo masticar y saborear la amarga violencia muda de tal gesto que lo incriminaba inquisitivamente de una u otra manera. Solo entonces aquel fantasma desgarrado y débil pronunció sus primeras palabras:

-Tú. ¿Cual es tu nombre si acaso lo recuerdas o alguna vez tuviste uno?-

Athan quedó paralizado por el contenido y tono abigarrado, apenas moribundo, de aquella pregunta. Vaciló después contados segundos antes de meditar su respuesta. 

-Me llamo Athan. Pero no confío en que ni esto responda a tus preguntas-

El hombre sentado frente a él tardó en interpretar un tiempo su respuesta y formar una idea cohesionada de su significado, relajó su gesto amenazante  y sonrió torcidamente ejerciendo una mueca cómplice; casi imperceptible.

-Dicess con con humildad sabias palabras. Valiéndote tan solo de ellas nunca conseguirás escapar de tu encierro. Porque... Al igual que yo... Estás encerrado aquí. ¿Verdad?-

Athan asintió con mutismo e indecisión. Se produjo un corto silencio reflexivo que solo fue interrumpido por la voz del mártir.

-Hablas un idioma que creía haber olvidado. Un idioma culto y rico del que creía haberme desembarazado para siempre hacía tiempo. Un idioma que al no ser hablado en dicho tiempo se debería haber emparejado en mí, con la nada.-

Athan desgranó una sensación de cercanía en sus palabras y comenzó a sentirse cercano a la comodidad por primera vez en mucho tiempo.

-Es Griego, la lengua en la que me eduqué y en la que dí nombre a todas las cosas conocidas-

Los ojos del sosías empezaron a reflejar la luz del fuego como por arte de una fuerza mística y tan antigua como la propia palabra.

-Griego, sí. Casi lo había olvidado.-dijo a modo de aprobación-Pero dime Athan... ¿Acaso puede tu idioma también dar nombre a las cosas que nos son desconocidas?-

Athan caviló embriagado por el misterio de aquella pregunta.

-Supongo que sí. Pero una vez nombradas, pasarían de inmediato a ser conocidas indefectiblemente-

El pobre cadáver repitió su gesto primero aderezado con con un ápice de entusiasmo nuevo.

-No esperaba otra respuesta de parte de un griego. Y tratándose de ti, entiendo que nuestro encuentro no es fortuito. El aquí y el ahora, no adquieren relevancia, pues nuestro encuentro no es si no un encuentro conmigo mismo. Y por ello te doy gracias.-

Athan cayó de pronto sumido en el asombro.

-Insinúas que ambos somos, hemos sido o seremos la misma persona?-

La sonrisa del viejo se tornó en crápula y decadente carcajada.

-Nunca pensé que tu razón fuese capaz de fundamentar tal grado de abstracción. Pero no ahs de enojarte por esto. La respuesta es en parte, no. A pesar de que un hombre y todos pueden llegar a ser el mismo, simplemente pretendía insinuar que el motivo de mi interminable encierro entre los lúgubres muros de este laberinto no adquiere significado sin tu respuesta previa. Se que feneceré aquí, preso, pero tu presencia ha iluminado el porqué de mi encierro físico, liberándome del mío propio, del ejercido durante años por mi mente.-

Athan no conseguía librarse de su asombro. Se sintió dominado por las misteriosas y enigmáticas palabras de aquel destronado hombre.

-Presiento que en nada puedes ayudarme ya,-dijo Athan- pues yo bien conozco las razones que me arrojaron a esta prisión. Pero se me torna de vital importancia para mi búsqueda propia, el que me describas los pormenores que hicieron encerrarte aquí.-

El viejo suspiró desdichado tras las palabras de Athan, tal vez intentando ordenar sus propias ideas con el objetivo de satisfacer el ruego del griego.

Mi nombre era Mahmoud y no fui más que uno más de los exegetas del imperio babilónico. Por todos es conocida la facilidad de nuestro pueblo para abstraer del lenguaje conceptos e imprimirles un cariz práctico más allá de la mera palabra hablada. Ideamos las entidades numéricas que dieron origen a la primordial invención de la primera aritmética. Fundamentamos un mundo ideal paralelo al sensible, un mundo formado por proporciones decididamente aplicables a la realidad, que nos honraba como discípulos e hijos de un arquitecto superior y divino. Pero como bien sabrás ya, generar preguntas y proponer a estas respuestas comprobables o concluyentes, abre un camino indirecto a subsiguientes interrogaciones. Es así que, en una de mis múltiples interrogaciones sumidas en el embrujo de la aritmética que yo llevaba a cabo junto a otro grupo de escribas e intérpretes, consideré la posible existencia de una entidad numérica que precediese a cualquier otra por muy ínfima que esta fuera. En un principio esta cándida concepción no generaba ningún tipo de éxodo en cuanto a  lo previamente estipulado en relación al propio sistema aritmético. Pero al indagar en la naturaleza novel de es ta entidad eidética, me sobrevino una intuición que dotaba a tal elemento de una propiedad intrigante: la vacuidad o el contenido nulo. Así como la unidad, elemento básico y constitutivo de la construcción aritmética representa la completud o la entereza sujeta posible multiplicidad; el elemento ideal que asedió mi mente debía de preceder a este en la sucesión numérica y presumía albergar unas características contradictorias al de la unidad. A pesar del regocijo principal de mi supuesto hallazgo teórico y del el uso posterior de dicho concepto acabaría por imponerse en la tradición matemática; mis indagaciones confrontaron con las fundamentaciones de la palabra revelada por nuestra deidad creadora Ahura Mazdá, que era identificada con la plenitud, perfección y la entereza. Aquello que yo mismo había detonado como clave de un nuevo conocimiento, supuso un sacrilegio dogmático en el seno de mi propia comunidad. dar nombre a aquello que era desconocido y podía desencadenar un abismo antitético frente a todo lo previamente establecido.Mi error, o acierto, no quedó impune, y fui condenado y destinado eternamente a este encierro. Para mi propio alivio, solo con tu llegada ha sido liberada al fin toda mi intrigada culpabilidad y calvario inquisitivo de no ser consciente del mal que yo había cometido. Al igual que en toda tu tradición de pensamiento, yo yo fui penado por hacer efectiva aquello determinado en la definición de conceptos como una pirámide abstractiva. Para vosotros los griegos, conocer algo se sintetiza con el hecho d edarle nombre, de traerlo o desvelarlo al conocimiento por medio del lenguaje. En este proceso se concatenan amalgamas de abstracciones en el camino cognoscible hacia la verdad, en el cual el alejamiento teórico de lo puramente físico y sensible o palpable es capital.-

El hondo discurso del renegado caló muy hondo en Athan y generó un amplio horizonte de sentido sobre el magnánimo océano de interrogaciones que lo atormentaban desde el primer momento de su encierro. 

-Al parecer ambos conocemos lo que motivó nuestro desaprensivo aislamiento en esta abominable prisión, pero a diferencia de mi, tú ya has alcanzado a dilucidar el porqué del mismo. En mi caso, supe desde el principio que la empresa que me hallaba desempeñando traería algún tipo de consecuencias, pero nunca llegué a a imaginar como el calado de mis acciones contendría tan nociva influencia. Comencé a trabajar como ayudante de redactor de un pequeño periódico de corte e ideología comunista cuya publicación estaba tanto parcial como prioritariamente dirigida a las esferas más desfavorecidas y a las pertenecientes al estrato proletario de la sociedad. A mi llegada me percaté de que la difusión del periódico no obtenía la aceptación esperada o estipulada, y a pesar de que la demanda era ciertamente extendida, los trabajadores no compraban, y por ende, no leían nuestra publicación. Me interrogué al respecto de dicha contradicción en los primeros meses de mi estancia en la redacción del periódico. Diversos colegas apuntaban al hecho de que el poder adquisitivo del público hasta el que deseábamos llegar, no era el suficiente como para permitirse el hecho de comprar nuestra publicación diaria. Por el contrario otros muchos apuntaban a que esto era falso, que decididamente el público no priorizaba su consumo de bienes y servicios en nuestro favor. Yo opté por determinar que la apatía por las luchas sociales e intelectuales detonadas desde la prensa, se había terminado por extender en toda Grecia. Pero no era así. los diarios de otras líneas editoriales si que obtenían éxito incluso ofertando contenidos más banales, vacuos y alienantes que los que nosotros labrábamos. Los meses pasaban y nuestra situación no revertía. Yo mismo no conseguía disipar de mi mente la razón de nuestra mediocre aceptación. Una tarde de Octubre, acudía a un acto conmemorativo organizado por la dirección del periódico infumable, donde antiguos activistas comunistas rememoraban sus experiencias vitales en la revolución rusa de 1917. Obsequié entonces a una abuela con un número en el que un artículo mío ensalzaba de manera populista las virtudes de dichos testimonios históricos, de como la Historia se nutre de memoria. Asombrosamente, la mujer rechazó mi presente alegando que no había persona de a pie que entendiese el periódico. Entonces caí en la cuenta del error que nos inducía a nuestro pobre éxito: el uso del lenguaje. Al igual que el fenómeno de Lutero y el protestantismo en en siglo XVI., el abismo generado por el desconocimiento de un lenguaje culto, imposibilitaba la interpretación de nuestra publicación de una manera homogénea.Lutero tradujo del latín al idioma vernáculo la Bíblia, acercando la palabra de Dios a todo el pueblo alemán que era desconocedor en su inmensa mayoría por escasa enculturación del latín. Fue así que se dio una auténtica revolución hermeútica, teologica y de pensamiento, que siglos más tarde marcaría el devenir sociológico de los países adeptos al protestantismo. Los tablones griegos tan solo publicaban sus noticias y artículos de opinión en la lengua griega unificada y culta, la Koiné; mientras que un considerable porcentaje de la sociedad hacía uso no normativo de un griego menos académico. Propuse la idea a la dirección y aunque reacios al principio tomándome por loco, dieron su brazo a torcer al fin. Las dos primeras publicaciones fueran tan exitosas que las imprentas tuvieron que volver a ser engrasadas para dar a luz a otra extensa tirada de ejemplares antes del anochecer. Al tercer día, desperté desnudo y desorientado dentro de esta fortaleza de piedra. Nada más he sabido de mi anterior vida, de si el tiempo se sucede al otro lado de estos muros. de si hay algo de real en este encuentro. de si hay lógica alguna circundándonos, algo a lo que asir nuestra razón o cierto en todo esto.-

El viejo, que había escuchado el relato de Athan contemplándolo como un mero intercambio al derrochado minutos antes por sí mismo; suspiró y dijo:

-Si hay algo de cierto, mi nuevo amigo de presidio, es que en esta celda hay dos hombres. Uno debió de haber muerto y para su mal fario, no lo hizo. Y el otro ha olvidado una lengua por no haberla hablado. tan solo el devenir determinará que identidad nos pertenece a cada uno de nosotros.-

Athan, que permanecía exhausto después de confesar su testimonio, parecía liberado y absuelto. La respuesta del reo no pareció satisfacerlo. Y por ello tal vez, la aceptó sin remilgos.

(Fotografía de Martín Chambí: Piedra de los doce ángulos. Cuzco. 1930)

martes, 18 de septiembre de 2012

E. Coli. Las bacterias también seleccionan.

"Me pregunta si acaso no tengo nada que decir. Me insta y provoca afirmando que tal vez ya, me encuentre vacío. Lo estoy. Lo se. Lo estamos. Estamos vacíos. Y no parece preocuparnos. No podemos escapar al lenguaje, pero los diarios no se hacen eco de ello. Hemos corrido sin rumbo hasta perder el aliento para alcanzar el fatídico, necesario, final de la calle. Hasta que asombrados, topamos de bruces con un muro prominente y titánico llamado historicismo de cuya álgida sombra, de manera ilusa, no deseamos huir. Siempre permanecemos ávidos por empañar nuestro conocimiento con impresiones arquetípicas que tienen origen en la perfección de la "physis". Perseguimos la mera finalidad de alimentar erróneamente una dialéctica absoluta, cuando desconocemos la vital probabilidad de desdoblarnos de una manera autoconsciente. Puede que todo esto no albergue ni un átomo de veracidad. Que sigamos estancados en un proyecto asquerosamente moderno que se arrastra en busca de su propio cenotafio metafísico. Sin acabar por rendirse, sin dar por terminada su nociva obsolescencia. Sin avergonzarse del fétido hedor dejado tras su reptar.
¿Cuando dejó de ser suficientemente necesario el tan tímido hecho de sobrevivir? Lo cierto es que me da igual y todo ha perdido ya su importancia. Lo verdadero, lo real, la única certeza práctica que tengo y se calcina agonizante entre mis manos... Es que deambulé malgastando todas mis escasas vidas, destruyéndome sin decoro durante interminables noches bajo los espesos vapores y las lúgubres pesadillas de millones de tabernas hasta que ... Al fin dí con ella. Comprenda que no estoy dispuesto a sacrificar mi ignorancia. Comprenda que no desee retornar hasta aquel sinuoso y oscuro calvario."

Ecos de un hierático Octubre Alemán de 1822

domingo, 9 de septiembre de 2012

Nunca llegaré. Pero no necesito que me lo recuerden. Parte (II)


Me hubiera gustado comenzar este relato al igual que Sthendal descorchaba las primeras aproximaciones de su "La Cartuja de Parma". Una entrada plagada de invasiones extranjeras bajo el humo insaciante del horizonte, el olor violento a guerra inminente, descripciones de grandes celebridades históricas y también un adelanto tímido de miserias y amores furtivos típicos de los periodos entre guerras. Es cierto que los novelistas de la época, reconocidos en vida o no; eran auténticos maestros de la puesta en escena. Así como el bueno de Marie Henri, Balzac cautiva la taimada tolerancia del lector con sosegadas y cuitadas descripciones de los entrantes, antes de destripar sin apego por la moral que promete no profesar, la verdadera carga explosiva de su narración. Siendo coetáneos, Stendhal responde a los rasgos de un zapador quien tiende puentes desde el exterior del universo que pretende describir en sus obras. Es un gesto harto loable para los lectores. Sí, así es. Una vez agradecidos, estos acabarán por recalar poco después en la negrura de su microverso interior. Desde luego estamos ante un descenso terrible y apasionante, quien lo diría. En cambio Balzac, aún teniendo constancia y conocimiento de los puentes, es un vehemente dinamitero, un hombre bala con aparente poca puntería pero inaccesible amor por las ascenciones riesgosas. Su espíritu es el del martillo como bien dirían más adelante. Rompedor y descarado. Explosiona partiendo desde sus propios adentros para finalizar por dar entereza a la universalidad que rodea su universo literario. Me sentí siempre emparentado con Sthendal, y nunca me lo perdonaré. Pero decir que ejerzo la mímesis como elemento de adulación aquí, sería desmerecer por completo su magnífica obra y ensuciar aún un poco más las expectativas de esta fatídica narración. Pero si en algo huelgo aquí a los mencionados titanes... Ésta deuda podría resumirse en una palabra: Realismo. Sin duda. Wilde y sus miedos estéticos infundados con no poco acierto, no tienen cabida aquí. Realismo. Pero pictórico. Y estadounidense. De Whistler, Hopper y Bellows. Mancillado y pulcro. Demencial pero razonable. De buen o mal gusto. Donde el "todo" ocurre cuando nada ocurre. Es tal vez un grito pasajero hacia el más absoluto nihilismo cuando las respuestas remitidas a las preguntas propuestas son deleznables, paupérrimas, ridículas, conformistas o realmente patéticas. Cuando no pueden y no quieren ser asumidas, permitidas. Cuando el "movimiento" como fenómeno físico está admitido, pero no sucede. Y la quietud entendida como concepto, no parece evocar nada y es completamente repudiada por su insipidez. No se parte de ninguna parte como bien hacían los literatos realistas franceses, porque no se puede llegar a ninguna otra parte. Tanto lo exterior como lo interior han terminado casi por fundirse en un vaticinio apocalíptico Hegeliano y "dos" cosas pueden llegar a ser tan solo "una". Dos sentidos pueden significar lo mismo para favor de un incomprensible relativismo. La heterogeneidad domina y esclaviza. La construcción unificante del sujeto único ha llegado al último estadio de su monstruosa gestación. Y de aquí mis ganas de vomitar. De aquí mi último alegato rabioso y contemplativo. Destructivo y constructivo. Propio del dinamitero y el zapador. De todos y en síntesis de uno solo.

 Mis ojos comenzaron a desprender un abyecto relucir lascivo al tejer una irreversible sucesión de oxymorones de escasa calidad: "Te besaré con tanta dulzura y te follaré tan fuerte... Deslizaré en el interior de tu matriz todo el espeso odio que me pervierte". Eran una auténtica puta mierda de líneas y yo lo sabía perfectamente. Sin duda aquel sería uno de los menos usuales reclamos literarios para publicitar un nuevo e infumable librito de poesía encarnizada y visceral elaborado a base de ginebra en rebajas, que se vendería junto a las octavillas dominicales de alguna viñeta underground. La mirada me permanecía rojiza, abducida por una continua irritación debida al constante aburrimiento y al cloro de bajo coste que inundaba las cristalinas agua de aquella pacífica piscina. Hubiera cerrado los ojos evitándome una más que probable conjuntivitis, pero no estaba dispuesto a perderme los últimos segundos de aquella sublime e irrepetible proyección. Flotando boca abajo con los brazos extendidos, la sangre brotó sin prisa de los orificios abiertos de mi espalda y comenzó a fundirse con la firme acuosidad de la piscina, intentando cautivar un ejército de hojas marchitas que flotaban también junto a mi cuerpo. Fue un verdadero alivio saber que mi vida no era lo único en proceso de descomposición en todo aquel sublime y último chapuzón. Aún faltaban escasas horas para que el sol se elevase por encima de las abrasadas colinas de la Insulaner Berg y mi cuerpo inerte fuera remolcado por una pareja de toscos policías ayudados por dos palos hasta la orilla. Para asombro y horror de todas las jaurías de bañistas madrugadores era la primera persona que veían muerta. No los culparía. Ellos serían los primeros y últimos domingueros asustadizos que yo vería post morten. Era relativamente justo. La relevancia de mi muerte pasaría claramente desapercibida. Aquello era un hecho, estaba en lo cierto. No significaría nada más allá de un titular de carnaza barata para los tablones amarillistas ávidos de alguna exclusiva bomba con la que poblar las mesitas de las peluquerías para señoras. Quizá tal vez un caso de asesinato rápidamente archivado atribuído por mi ineficaz abogado a cierto ajuste de cuentas por mis deudas de las apuestas contraídas con corredores kurdos u otro titular de "papel mojado" en las páginas abarrotadas de sucesos. Al igual que una crítica escrita de mi puño y letra sobre la mayor exposición jamás exhibida de realismo pictórico Estadounidense que no vería la luz. La tinta debería de haberse diluido lentamente en el interior de mi agujereada americana color crema. Un olvido imperdonable que me había llevado hasta aquella piscina y a la vez, tumba acuática. Pero este relato carece de sentido sin la incursión en el mismo de Marion, quien fue quien delató mis escapistas intenciones finalmente y me condenó a caer en manos de los secuaces de algún influyente marchante de arte de la ciudad. Gente despiadada y sin rostro cuyas almas corruptas nada saben de Flaubert o Ruskin, quienes hacen desaparecer todo lo que los obstaculiza entre ellos mismos y el éxito. Hay quien dice que cada persona elige a sus amigos. Puede que comparta en cierta parte dicha frase, aunque no consideré a Marion como mi amigo; pero si que lo elegí. Juntos habíamos pateado y vagabundeado antes de cumplir los treinta por cada rincón de país en busca de aventuras e historias dignas de ser contadas. Fueron tiempos dorados dignos de recuerdo atosigados por la juerga, aspiraciones vacuas de libertad y desenfreno simpar hasta que las historias dignas de ser contadas dieron con nosotros y no al revés. Yo tuve un hijo fruto de una relación antediluviana al que apenas veo en dos o tres ocasiones señaladas por miedo a que no sea mío  y Marion se enroló en el ejército en cuanto el continente entró en profunda recesión. Increíble. Un licenciado en ciencias políticas que abogaba por los derechos humanos y un futuro pacifista sin guerras, aprendiendo a disparar un subfusil de calibre medio mientras que yo derrochaba todo lo aprendido sobre vanguardias, expresionismo e Historia del Arte sirviendo patatas fritas a ominosos desconocidos a través de una ventanilla lacrada con manchas resecas de aceite. Sus maniobras duraron lo que tardó en retornar licenciado al de dos años por medio kilo de metralla incrustado en el costado izquierdo de su torso. Era un verdadero sufridor, nunca lo negué. Para su regreso, mi anterior pareja había encontrado algo mejor que un trabajo bien remunerado: un novio con poco cerebro y demasiada pasta. Debido a esto, puede enviar a la mierda aquel trabajo idóneo para enfermos cerebrales y discapacitados varios, dar un respiro a mi parte de la pensión para el recién nacido y visitar a Marion en el hospital militar. La sonrisa no abandonaba su cara. Un gesto de felicidad dominaba su expresión y sus carcajadas no parecían destinadas a  no hacer la maleta en mucho tiempo. Me dijo que podía haber sido mucho peor. Ni lo dudé a ver la cantidad de sangre que le injertaban en las transfusiones cada 5 horas y la que goteaba en el suelo después de generar asombrosas estalactitas color charol escarlata desde el somier de la cama. Cuando la enfermera abandonaba la habitación me hacía sentarme junto a él y me susurraba:

-¿Ves? Soy un vampiro. Y estoy muy, muy sediento. Y aquí.... ¡Me alimentan sin rechistar!-

No pregunté de quién era toda aquella sangre, pero después de aquella escena algo me decía que Mickey Rooney era donante de sangre del mismo grupo sanguíneo que Marion. Nunca volvió a ser el mismo. Permanecía en casa emborrachándose hasta caer rendido alimentando su brutalidad imbécil con el subsidio obtenido por aquel accidente en la reserva militar. Después nos distanciamos físicamente durante un  tiempo. Yo volví a escribir con asiduidad sin llegar a publicar demasiado para la sección de artes plásticas del Exberliner y retorné a frecuentar las peores calles de la ciudad que me amamantó y mi memoria no había olvidado dejándome llevar como no recordaba. Una mañana de Domingo el contestador de mi apartamento escupió un mensaje referente a Marion. La que hablaba en un marcado acento polaco decía ser su casera. Decía que era importante, que se requería de mi presencia en un hospital de Leipzig con urgencia. Al parecer mi nombre y número de teléfono era el único que emergía en la libreta de contactos de Marion entre un mar de seudónimos estrambóticos de camellos acompañados del prefijo "el". Me lo tomé con calma y me dejé caer fortuitamente por Sajonia media semana después. Una sensación de que el pasado volvía a repetirse se sacudió en mi interior y me sometió al subir por las escaleras del hospital. Al entrar en su habitación encontré a Marion con el pelo grasiento y extremadamente largo, desaliñado, masturbándose sobre la cama mientras veía lucha libre norteamericana en la televisión. Sostenía con en la mano  izquierda una cerveza Sternburg con excesiva pinta de estar tibia y con la otra se machaba el miembro sin cesar. No pareció inmutarse al verme entrar. Tampoco paró de darse placer cuando me senté frente a él.

-Te daría la mano, pero tengo ambas ocupadas amigo-

Supuse que eso suponía su muletilla de bienvenida. Guardé silencio unos segundos y presté atención al televisor. Dos tipos ultra metabolizados fingían romperse la cara a base de coreografías disuasorias mientras el público rugía enfervorecido a pesar de saber estar presenciando una de las menos realistas farsa escénicas. Pensé en Flaubert una sola vez más. Rompí el silencio y los finos gemidos.

-Siempre supuse que te gustaban las mujeres. Y tan solo las que fueran menos musculosas que tú-

Ni siquiera despegó la vista de la pantalla pero pensó sosegadamente su respuesta.

-Sé que son hombres. ¡Esta es la categoría masculina, lo han dicho hace unos minutos, joder! A mi me gustan las luchadoras. Los productores de estos programas no son nada estúpidos, ¿sabes? Te sueltan a dos o tres "periquitas" con unos melones gigantescos y algo menos de medio gramo de grasa en sus nalgas tirándose de los pelos para ponérnosla dura a todos en casa. A una le he visto hasta los labios de la vagina entre el bañador y eran realmente gruesos, creéme. Pero no tienen fondo, todo el mundo lo sabe. Se agotan pronto. Así que cuando más dura la tienes, el combate acaba y entran esos mamelucos con ganas de bronca mientras que lo único que deseas es correrte sin hacerte preguntas sobre tu propia sexualidad. Es por lo que me imagino que son mujeres. Me imagino como sería todo eso si esos dos eunucos fueran mujeres y caso resuelto.-
Aquella era toda una demostración de fuerza imaginativa y retórica. Estaba asombrado.

-¿Aprisa!- me gritó de pronto- estoy casi a puntito y necesito que alguien meta un par de monedas más en el televisor antes de que se apague. Toma. La enfermera tardará demasiado en acudir.-

Dejó la cerveza hirviendo sobre la mesilla y me dio tres monedas de 10 Pfenning. Obedecí. Pero eran insuficientes y la televisión acabó por apagarse. Puse cara de no tener la culpa y Marion se mostró comprensivo. Le pregunté porque me había llamado.

-Yo no te he llamado viejo perro. Sería mi casera, Teresa, esa sucia polaca de vagina putrefacta. Me dijeron que rebuscó entre mis papeles en busca del nombre de algún amigo dispuesto a pagar el alquiler por mi. Valiente estúpida. La sífilis debe estar corrompiéndole esas dos neuronas que aún le quedan sanas.-

Un ojo parecía intentar fugarse de su cara, como dominado por iniciativa propia. No lo culpé entonces, ni lo haría ahora. La mugrosa barba  lo dotaba de un aspecto mucho más despreciable del que nunca pude imaginar. Era un vagabundo sin gracia, ni patria pero con estudios universitarios. Indagué en el porqué de sus vacaciones en el hospital. Se desembarazó de las sábanas y pude observar todas sus piernas devoradas por la necrosis. El almuerzo se inquietó en el interior de mi estómago intentando ser catapultado a través de la garganta en busca de algo de libertad. Hurgué en mis bolsillos en pleno acto reflejo al acecho de un pañuelo que parase en seco la inocente intentona en forma de chispeo de vómito. Preferí la metralla de antaño incomodándose por encarnarse en sus costillas y no despegarse de él por nunca jamás.

-¿Tiene mala pinta, eh? Dime, ¿en cual de tus tan amados cuadros has encontrado tonalidades de este tipo? Tan reales y sanguíneas. ¿En Kichner quizá? ¡Al demonio! Seré el nuevo Roosevelt. Dicen que nunca más podré volver a usarlas. Ya era hora. Ellas me han usado bastante ya a mi. ¿No crees?-

Le rogué que cubriera sus extremidades y que me relatara como había llegado toda aquella carcoma hasta sus piernas. Al parecer en una noche de jaleo, un tramoyista ruso de la ópera con el que se entendía había despellejado en pleno apogeo etílico a otro cargador del Este y la sangre que brotó de manera aleatoria del pecho de este, habría inundado los ropajes de Marion. Completamente borracho, acudió a casa con la idea de darse un baño. Habiéndose despojado de todas sus prendas y sentado sobre el vértice de la bañera, abrió la fuente del agua caliente empezando a bañar únicamente sus piernas. Tal era su grado de ebriedad que se quedó profundamente dormido en dicha posición y al despertar de cierta pesadilla ora hiriente ora dolorosa, observo como la epidermis de sus piernas se había fundido dando paso al efecto que yo había presenciado. Tal fue la impresión de su visión que pronto cayó de la bañera golpeándose la cabeza en contra del azulejo. El shock lo dejó inconsciente durante unas horas. Los gatos que se colaron por la ventana de su habitación al amanecer hicieron el resto al parecer. Me pidió que no le compadeciera pues no había cosa que odiara más. La compasión de terceros. Cavar hoyos quizá o ser pasto de los mosquitos, sí... Pero aquello no venía a cuento entonces. (...)

sábado, 8 de septiembre de 2012

Vale de descuento.

Me pasé doce semanas arrancándome las uñas y dando golpes en las paredes. La comida siempre estaba drogada. Estimo en carestía las drogas, pero cuando eres completamente libre de experimentar, juguetear, convertirte en un especímen potencialmente peligroso bajo sus efectos. Con todos aquellos opiáceos de origen industrial, sedantes para cachalotes e inhibidores de la esquizofrenia paranoide; acababa susurrando el nombre de mi madre mientras la espuma generada por la digestión inundaba mi boca. Los libros de Foucault estaban prohibidos misteriosamente o prestados de manera indefinida en el catálogo del depósito bibliotecario. Al igual que todos los de Cioran y Panero. Las mentes pensantes de instituciones psiquiátricas, los verdaderos titiriteros que se divertían con nuestras demenciales hazañas entre cuatro paredes acolchadas o bajo los chorros de agua congelada a presión, lo tenían todo completamente bien atado. Fue una suerte que durara tan poco tiempo allí. Y de nuevo me vi vagueando al antiguo estilo por las calles de la ciudad. Habían levantado algunas nuevas casas y los coches ronroneaban con mayor fiereza esta vez. La hamburguesa de atún con doble de cebolla y cerveza extra grande seguía costando exactamente lo mismo en la vieja cafetería donde me detuvieron. Fue surrealista gritarle entre esputos al camarero que me había rehabilitado completamente. Nunca más volví por allí. Pero en cambio encontré una cafetería donde me "dejaban en paz", como diría Charles-"Hank", y podía respirar tranquilidad por todos los costados. La veía pasar silbando más allá de mi puesto. Siempre a la sombra, tras el grueso cristal de la cafetería, consumido en mis translucidas borracheras matinales . Hasta que un día encorbatado por un repentino delirio, dejé mi cerveza a medio beber en aquella maldita barra, salí y arranqué las bolsas de la compra que llevaba de sus manos. Se estremeció como una colegiala asustada. Recogí alguna naranja extraviada y la pregunté donde vivía. -En un edificio en ruinas- me dijo con el miedo aún serpenteando in descendo a través de sus sus piernas. -Tiene gracia- recuerdo haberla respondido- Todo está en ruinas por aquí. Hasta nosotros mismos habitamos en ruinas más allá de nuestro propio interior.- Siempre era grato mirarla a los ojos. Solía preguntarme:
-Ey! En donde te has metido?-
-Oh! Lo siento de veras- espetaba yo muy cortés- He estado algo ocupado. Bebiendo.- Y no era del todo mentira.

martes, 21 de agosto de 2012

Procura hacer siempre lo que yo te diga, pero por lo más remoto del mundo...ni se te ocurra hacer lo que yo hago.

Noté como me abrazaba con delicadeza, poniendo empeño en que incluso el acto de abrazarme destilara un afán de unicidad, de singularidad, de exclusividad. Eso me reconfortaba, ¿para que negarlo? Llevaba bastante tiempo intentando dar con algo diferente y aquello sin duda lo era. No más portazos tajantes en mis narices, bofetadas irrevocables y fielmente merecidas, ni caídas por las escaleras, discusiones enaltecidas de madrugada y vajillas reducidas a polvo por la ira. ¿Cambiar? No lo se. De poco sirve pensar en tamañas estupideces desabrochadas de ñoñería cuando permaneces tumbado boca arriba sobre la cama intentando convencerte inútilmente de que la oscuridad te devuelve la mirada. Mi voz se tornó dulce sin quererlo al sentir como sus dedos comenzaban a enroscarse en los rizos de mi pecho. Las piernas de ella se frotaban con las mías emitiendo una seña de complicidad con excesiva carga sexual, las chispas mestizas que luchaban por prender las sábanas no tardarían en reducir a cenizas la poca castidad que nos asistía ya. Aquello me enloquecía. Fetiches. No entendía como un hombre podía follarse una vagina con inusitada sencillez pero en cambio no podía experimentar la idéntica sensación al estimular su gónada con las piernas de una mujer. Sí, lo sé. Las más retorcidas mentes del Averno pueden apelar a deslizar sus penes ensalivados por la concavidad o pliegue que descansa justo en el sentido opuesto a la rodilla y dar por solucionado el embrollo. Nunca me he referido a eso, tampoco a todos esos reflejos caninos impresos con regocijo en las peores viñetas cómicas a dos tintas subidas de tono. Mi fijación camina por otras lindes. El objeto de mi obsesión pretende mimetizar, materializar, objetivizar e identificar con total exactitud la percepción sensorial experimentada en la penetración vaginal  fundida con el concepto objetivo de ... "las piernas". Si en Martin Hache habían de "follarse a las mentes", yo me desquicio por hallar el medio de follarme las piernas, "aquellas" piernas. Puede que Bukowski o Miller supieran de lo que hablo. Puede que no. Puede que me mandasen a la mierda por mencionarlos aquí, pero ellos están muertos y yo sigo con vida. La diferencia parece más que evidente. Después de aquello llegaron los susurros sabor miel, en otra ocasión hubiera desconfiado de dicho comienzo. Dijo que tan solo quería escucharme hablar. Tampoco se trataba de un ruego exageradamente difícil de ejecutar. Sumiso. Obediente. Tan inspirado como un heroinómano en ayunas arropado por los vapores que emanan de un resinoso papel de aluminio. Devorado. Algunos de los peores pasajes de nuestras propias vidas son aquellos que son elegidos por nuestro particular designio. Los que nos acarrean ruina, miseria y desgracia. Esperaba estar en lo cierto. Debía de estarlo. De nada serviría afirmar que tal flujo de dinamismo Heracliteano comenzaba a desfigurar mi propia tranquilidad. Me preguntó que veía en la oscuridad. Y allí estábamos, en una de las miles escenas que podría llegar a desmontar. En una terraza del barrio de Vallecas o Stalís en una tarde agotadora y muy calurosa de verano, degustando con parsimonia los últimos rayos de sol de una ciudad que respira por sistema por sobrevivir al miedo a terminar ahogada. Guardando silencio por nuestras propias almas mientras los niños se las ingeniaban para jugar al balón entre los evidentes desniveles insalvables de la plaza. ¿Quien si no sería tan insensato e irresponsable para jugar allí? Salvajes e incurables. Divisamos a uno alto y de tez entre muy tostada y cetrina que parece no tener rival y abusa del resto con despreciable deportividad. O bien nos abrazábamos con la intención de compartir y expender de manera recíproca nuestro calor corporal mientras observábamos el descender paulatino, descuidado, de los copos de nieve desde el fondo de aquella cueva. Se trataría de nuestra última excursión por los adentros exóticos y mortales del Annapurna sin lugar a dudas. Extraviados y tiritantes, nuestra vulgar visión quedaría prendada de dicha belleza naturalista antes de fenecer congelados en paz y completa armonía. Solo así, pasado cierto tiempo, nuestros cuerpos podrían ser hallados por diversos descendientes y tendríamos la certeza de aparentar deleitantes mayor lozanía y juventud que ellos mismos, de haber desafiado al "tempus fugit" mediante el hechizo nocivo de una muerte demasiado prematura. O tal vez nos encontrábamos fundidos en uno por nuestras manos bajo el disimulo de un gentío de rapaces que abarrotan la grada con lustrosa voracidad  en un espectáculo circense. Hipnotizados por el encanto genuino y la rítmica puesta en escena de la función, descubren con sanguíneo, beckettiano  o inocente afecto; el recreo que puede reportar la desgracia ajena. La risa generalizada se convierte en impersonal alboroto cuando el payaso triste sufre los agravios dañinos y bochornosos, casi deshumanizantes y humillantes que el payaso feliz le infringe. Era cuando buscábamos sin reparo nuestras miradas, el germen de las mismas. Las comidas copiosas junto al puerto de Dublín siendo molestados por los incesantes cantos de las gaviotas, marcas de cigarrillos mal apagados sobre las mesas de plástico, un café tan amargo y oscuro como la vida...
La lista podría tornarse interminable y seguiría significando absolutamente nada. Miedos, símbolos, preguntas con respuestas que evitar y la misma idea de siempre viajando en mis bolsillos. ¿Hasta cuando?  Había ideado aquellas situaciones para nosotros mismos. Solo nos quedaba desear cumplirlas juntos.

martes, 7 de agosto de 2012

Dime como he de escapar a tu descaro.

Si me sabes en busca de tu mirada, atravesando la luz de las velas, bajo el calor húmedo de la última noche. Dinamito las palabras, aprehendo todos tus gestos encadenándolos a mi propio destino. Si me adivinas el pensamiento, así lo quiero. Esa única reflexión que retumba una y otra vez desesperada por escapar, la que me repito siempre en mente y trepa muda tras el interior de mi anudada garganta sin alcanzar por nunca la boca. Si te das la vuelta, te giras en un arrebato con gracia, tu melena me provoca y te veo desvanecer entre las paredes del Infierno... Tus manos encienden las vicuñas con solo rozarlas, devuelven la vida a la llama extinta, convierten una abdicada ceniza en el mejor de mis sueños. Todos los vasos diáfanos, antes abarrotados de amargura, ya conocen mi obsesivo deseo porque se repitan dichas onírias. Sé que sonries pícara a escondidas del resto, de espaldas al mundo: las plantas de los pies nunca mienten al partir. Y tampoco me importa.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Un desayuno muy especial.

Presiento que el tintero se me abarrota de sentimientos reprimidos convertidos en todos esos importantes silencios. Que mi confianza por las palabras transportadas en las miradas se extravía con el paso de los días; envejece, me envejece y acaba por olvidarme en una cuneta solitaria de la carretera. A mi suerte, de nuevo a la deriva. Ya he conocido antes esa cobardía deshilachando lo que viaja por dentro de mi pecho, lo importante, lo que no te digo; lo que la (sin) razon dicta. Supe que no me gustaría el final. Y aún así, elegí la poesía.

domingo, 29 de julio de 2012

Para poder encontrarse a uno mismo, es necesario estar perdido previamente.

Llevaba unos cuantos días custodiando mi constipado a base de botellas del vodka más barato y los painkillers caducados que mi desequilibrado compañero de piso me suministraba. Todo se nublaba de nuevo, como en aquellas partidas de cartas donde perder el dinero en juego se erige como obligación y acababas vomitando a la salida del local para terminar limpiándote los restos del arrojo en tus comisuras con la manga de aquel traje de segunda mano al que nunca habías encontrado utilidad ninguna. De esta manera al menos, alguna pregunta quedaba replicada. Aquella tarde el frío resultó ser paradójicamente infernal; como cierto adagio latino "apresurado a la vez que con calma", atribuido al "viejo" Augusto. Las viejas se congregaban cuales cucarachas de cafetera junto al cobijo de las esquinas del mercado para cuchichear acerca de la primera ola de frío norteño. Al parecer se llevaría a unos cuantos por delante. Sonreí con gesto torcido al descifrar sus vaticinios y recé por que así fuera. Solo sabía que desde que vivía en aquella sucia habitación del Este de la ciudad, había perdido tres muelas y algún que otro diente. En ese caso, incluso el frío me hubiera hecho un favor. Me hubiera liberado sin duda de la contínua agonía y pasajera imposibilidad Hamletiana de quitarme la vida. Nada me salía del todo bien. Si cierta noche intentaba cortarme en los brazos haciendo uso de una cuchilla oxidada frente al espejo de algún oscuro bar, una jovencita aparecía tras mi espalda y me lo impedía mediante lacónicos ruegos. Me ataba a la cama de su habitación y me hacía el amor durante toda la noche. La llamaba semanas después ansioso por acariciar su clítoris con mis dedos amarillentos por la nicotina, y me rechazaba jurando que era lesbiana. Alegaba que únicamente la lástima la había movido a salvarme. Si decidía cabalmente dejar de usar drogas de una vez por todas, alguien me las obsequiaba sin compromiso a la puerta de la oficina de Correos. Me despertaba a media mañana dominado por la ansiedad y acababa por no dar con un alma que estuviera dispuesta a abastecerme ni un ápice de polvo adulterado al final de la tarde. Si me decidía por emborracharme a conciencia y entrar e interactuar de manera desinhibida con el resto de mis congéneres, las tabernas permanecían cerradas debido a cierto aviso de bomba en la ciudad. Después me hallaba sometido por la extraña vileza de mi insólita y aborrecible existencia pateando latas vacías por calles solitarias, y alguien me invitaba a cierta fiesta multitudinaria. Eso tampoco sería diferente.
La reunión daba comienzo a las ocho de la tarde en un remilgado y caro salón de la ciudad. Nada más entrar por la puerta un empleado chaparro peinado impecablemente con la raya en medio me pidió que dejara mi gabán en el guardarropa. Sonrió ligeramente y pude ver como tenía los dientes incisivos sospechosamente separados uno del otro. Aquello solo podía significar dos cosas: satiriasis nociva o la acromegalia. En cualquiera de los casos, me repugnaba.  Me negué rotundamente. Nunca abandono mis botellines de refrescante pippermint y mi 38 especial. Además, estaba completamente acatarrado y aquello pareció servir al fin de resolutiva excusa para no tener que pagar el maldito guardarropa. Fui directo a la barra pero una mano endeble me sostuvo el antebrazo impidiéndomelo. Giré y una camarera me preguntó con dulzura por mi procedencia en aras de que era extranjero. Supuse que no era el momento ni el lugar idóneo para aleccionar a aquella bondadosa empleada con mi ideario propio sobre las nacionalidades, la identidad política y el cosmopolitismo. Me decanté por Finlandia. La camarera, sonriendo, me obsequió con una bandera griega en la solapa izquierda evidenciando sus manifiestos y culminantes logros académicos en Geografía. La mesa correspondiente a Grecia colindaba con el aseo de caballeros. Los alemanes nunca han apreciado del todo a Grecia, es un hecho; si exceptuamos a Heidegger o Hölderlin. Pero desgraciadamente el encanto artificial del sueño americano y la ávida prole de la filosofía analítica, han terminado por tomar las universidades de la vieja Europa. Me sentaron entre una pareja de enjutos, pálidos y rubicundos alemanes que portaban consigo idénticas gafas de época. No de esta, desde luego. Parecían infelices como nadie. El cogía la mano de ella y la acariciaba con delicadeza lejos de las miradas del resto mientras su mirada se fijaba en la pantalla de un lejano televisor. Aún son jóvenes, pensé. Pueden llegar a darse cuenta de que malgastan su tiempo sin follar con terceros. Creen en el amor cuando son incapaces de quererse a sí mismos y se entrelazan incomprensiblemente en vomitivas lecturas de duermevela tales como Dan Brown o Isabel Allende. Consumen soja y fingen tener gustos o hobbies afines cuando toda su magnífica relación podía sintetizarse en escasas palabras: un polvo salvaje que duró demasiado tiempo. Y eso tiene un valor inaudito para ellos, porque ambos son frágiles, tienen miedo a la soledad. A que sus cuerpos dejen de estar en apático contacto para pasar a estar en comunión con otros cuerpos que a priori son desconocidos. Un verdadero sinvivir del que yo me desembarazaría sin escrúpulos. No podría convivir con ello. Le doy demasiadas vueltas a la cabeza.

He estado demasiado tiempo borracho. Hasta el cerebro de Poe cedió podrido al brandy.

Tengo astillas clavadas en los dedos y no soporto las colas para comprar lotería, ni las hordas de asaltadores callejeros bajo el cobijo de cualquier ONG que aún no ha entendido el sentido egoísta del altruismo. Será la resaca, la música de Mozart en la calle o el sabor de este navideño cigarro puro. ¿Como escapar de algo que te persigue eternamente? Tan solo me siento dichoso y maravillado, pues mi chica y mi amor nunca fueron la misma persona. De camino a casa doy con un transeúnte que escarba en la escoria de un contenedor. Me detengo, clavo con interés mis ojos en él y deduzco que busca metales para la reventa. Es la única explicación que lo puede legitimar a destrozar en infinitas porciones aquella lavadora vieja. Junto a él, diviso una silla con un estampado que se me hace familiar. Unas flores rosas serpentean con escasa gracia por todo el estampado de la silla, denotando el escaso gusto del que sin duda la tapizó largo tiempo atrás. Reposabrazos angostos y poco mullidos descoloridos por el paso del tiempo y contados brillos en el desgastado barniz. La examino con mayor detenimiento al acercarme y adquiero conciencia de que algunas manchas de grasa persisten sobre la tela. Me siento y chirría con lentitud la madera. El chatarrero gira sobre si, y me interroga sobre la silla. Le digo que pienso quedármela, a lo que no parece oponer objeción. Pensará que estoy chalado o que simplemente tengo un gusto lamentable para la decoración. Puede que ambas opiniones sean correctas, pero aquella silla desafía incomprensiblemente mis sentidos, los prescribe ejerciendo una extraña provocación, envite, al que no parezco poder resistirme. Cargo con ella a la espalda y me despido del olor a basura en cuanto me voy alejando paulatinamente de aquel basurero indecente. Subo por las escaleras de mi edificio y el piso me espera completamente helado, debí de amamantar algún brasero antes de aventurarme en otro paseo matutino por las venas de la ciudad. Enciendo la calefacción a base de insistir con el carbón más barato que pude hallar y hago descansar a la silla en la mitad de la cocina. El cisco comienza a chillar y a coger fuego mientras lo soplo para poder calentarme las manos. Enciendo un cigarrillo y me siento a contemplarla. Desde luego esa maldita silla tiene algo que yo no alcanzo a capturar de buenas a primeras, a interiorizar o categorizar. Me seduce. Como un perfume fino pero intenso en el cuello de la mujer besada, su sexo comenzando a caldearse lentamente cual antiguo chubesqui lacado, al roce con tu entrepierna. Como unas buenas piernas, fuertes y recias acompañadas de unos pies bonitos o en cambio unas canillas finas, enjutas con sus respectivos pies huesudos y malcarados. Como las uñas bien pintadas de color negro o rojo y una lengua acariciando tu oreja con la delicadeza de la mejor de las caricias. Como todas esa pequeñas cosas que excitan nuestra libido sin razón aparente y hacen que la temperatura corporal comience a medrar. Su estampa es la de una mujer delicada a pesar del paso del tiempo y el lamentable uso que se le ha dado. Hiede a palomar. A encierro. A irracionalidad animal. Me recuerda a todas mis novias del pasado sintetizadas bajo el influjo de un objeto abrupto que me hipnotiza cual opio afgano. Mando a la mierda a mi psicoanalista y sus coloridas teorías sobre el fetichismo. Freud consumía cocaína, no se despertaba con las noticias de las tres y la única imagen que venía a su mente era la de demasiados gintonics, dos o tres barbitúricos y una paja que no te pudiste hacer por tener la polla completamente fuera de órbita. El tuvo noches mejores. El caso es que desabroché mi cinturón y los pantalones se deslizaron hasta el suelo. Me tiré aquella mugrienta silla. La luz no era del todo tenue en la cocina, pero no pude frenar aquel exceso de persuasión que aquella butaca desempeñaba sobre mi. Y creo que incluso llegué a amarla.

lunes, 16 de julio de 2012

Había llegado al límite. No soportaba aquello por más tiempo.



En que angosto y recto laberinto me he visto abandonado,

donde el sol no se pone y la noche es utópica?

Que ha sido de mis ebrios bandazos sin poesía, me pregunto;

las narices sangrantes de placer, los obcecados amores imposibles?

Donde quedan las calles de asfalto mojado y las ganas de sublimarme?




En que olvido desfiguré los acertijos escondidos tras el velo de la más reciente nocturnidad?



La desgana solitaria de contar y contar las horas, ver a la gente,

automutilada y errante, desfilar ante mi propia ceguera...

A cada paso se multiplican las encerronas mentales,

amancebadas por el miedo raquítico a otro vacío amanecer.

El pavor desatado por demasiadas novelas completamente en blanco

sin metáforas sobre Edipo no se decide a dormitar, lo se.




Lo sabes.




Un terror me domina. Un terror por otros anónimos labios

leporinos que degustan con igual indiferencia sangre y bilis, sal y azúcar, destierro y enfermedad.

Se acabó hablar del futuro. Es sombrío, es lúgubre, está maldito; es el tuyo también.

Y si no lo es, te niegas a verlo así, vuelve tras mis pasos en la arena.

Alcánzame en pleno desierto, donde la sed nunca descansa y mi fatigada estupidez carece de encierro.




Ríe junto a mi, convierte mi desgraciado pesimismo en la soga que ahorque tu obtusa jovialidad.

Sabrás entonces lo que deseé. Entenderás a divisar a quien persigo sin aliento.




Quiero volver a ser yo. Si es que alguna vez realmente lo fui.

miércoles, 11 de julio de 2012

Dos cogniciones, un solo signo. Ockham y mi garganta.



Tuve la certeza intuitiva de estar atravesando a solas el fuego, de ser abrigado por las susurrantes sombras, de ahogarme lentamente en reticente silencio tras la espesa niebla...

La desesperanza trágica de despertar nuevamente de un sueño macabro, agitado por la violencia y no volver a encontrar nunca más mi sitio en el cosmos. Hablo de esa dignidad escapista del que se sabe moribundo, desarmado por la angustia frente al último acantilado. Un fastuoso hombre o un sencillo Dios. Un temible monstruo desfigurado y asustadizo, que golpeado por el olvido no recuerda ya cual era su sustento. Son demasiadas las miradas acechantes que chasquean con funestitud a tu paso por el mismo bosque bajo el amenazante embrujo de una cálida noche.

Ninguna visión en la distancia se tornaba halagüeña, incluso a todos los relojes parecía haberles llegado su propia hora. Todas las melodías eran la misma: crudeza, desidia... yermitud desoladora.

Acallé la definitiva colilla, quedó arrugada y desorientada mi alma, huérfana, como olvidada en una anónima esquina de otra urbe sometida a la ciega vorágine del caos. Solo entonces pensé al igual que Shakespeare en que, El resto era Silencio.

viernes, 6 de julio de 2012

¡Es para mi un verdadero honor presentarles al señor Hanningan!



"Nunca quise creer aquellas palabras de mi padre. Para él un hombre era tan solo aquel que dedicaba con inusitada convicción su vida a dejarse barba, emborracharse y tratar de manera deleznable a las mujeres. Fue una lástima que nadie acudiera a su entierro. Ahora lo echo de menos. Lo recuerdo en Mannheim con los codos apoyados sobre su mesa de adobe de la terraza en pleno verano. Algunos copos de polen amarillo descansaban sobre su apenas argenta y parcheada cabellera y la mirada le permanecía extraviada, como siendo la única capaz de presenciar un hecho sobrenatural surgido del vacío al que nadie más prestaba atención. Entre silencio y silencio, sonreía o se carcajeaba frente a sus propias visiones y murmuraba después algún versículo desfigurado de la biblia, mal recitado sin duda. Todo le había parecido paradójico desde muy joven. Allí donde había sinsentido, allí donde los polos opuestos se contradecían, el encontraba, harmonía, sentido; el verdadero orden que regía toda vida. Aquello fue tal vez, para desgracia de muchos, lo que lo llevo a vivir tanto tiempo. Era evidente que durante los últimos años, su deseo de existir se había desintegrado, pero él mismo forzó su sufrimiento físico y moral hasta el último aliento. Sabía que era la única manera de sentirse digno, convivir con sus afrentas y fantasmas con el suficiente valor de no llegar a sentirse nunca derrotado por ellos. Y así atravesaba las tardes, a la sombra de aquel recio árbol que se elevaba junto al edificio en el que consumíamos el verano, acompañado de la botella y de su propia vergüenza. Muchas veces yo lo intentaba rescatar de su nociva abstracción poniendo sobre la mesa un tablero de ajedrez. Los misterios de la estrategia y las posibilidades de desarrollo matemático dentro de los conjuntos cerrados lo había apasionado en su madurez, llegándose a convertir en un jugador experto reconocido por todas sus amistades. Organizaba de seguido reuniones en el salón de casa en las que se bebía, fumaba, se hablaba sobre temas triviales o de índole intelectual y se jugaba al ajedrez hasta horas innombrables de la madrugada bajo la atenta mirada ígnea de la chimenea. Grandes personalidades del noble arte de la guerra que permanecían de paso, acudían a dichos encuentros sometidos por la persuasión y el tenaz poder de convicción con el que mi padre los torturaba desde el primer día en el que sabía de su visita a la ciudad. Mamá evitaba hablar al respecto y censuraba todo tipo de alusión a dichas reuniones omitiendo cualquier  referencia a las mismas. Nunca lo aprobó, el simple juego suponía una distracción innecesaria para ella, un pasatiempo mundano del que nada cristiano podía obtenerse debido a su riesgo de resultar adictivo. A pesar de mis esfuerzos por rescatarlo de sus narcosis seniles y alucinatorias, era siempre en vano. El avejentado jugador siquiera era capaz de elevar su mirada y prestar atención a mis intentos por devolver algo de humanidad a su despreciable catatonia. Seis días antes de sufrir la primera insuficiencia cardíaca y entrar en estado casi vegetativo, me levanté del diván del salón y atravesé las cortinas de satin blanco que bailaban al son de la suave brisa para ver como se encontraba Padre. Vi como una mueca persistente de complicidad se adueñaba de su cara. Había efectuado una apertura cerrada adelantando dos casillas su peón en aquel tablero de ajedrez que permanecía a la espera desde hacía semanas. Me senté frente a él entre confundido y excitado e intenté buscar su mirada. Seguía adormecida por la demencia, pero la mueca de conchabanza no había desaparecido. Solo después encallé mi peón en contra del suyo con la esperanza de que la partida, el hecho de desviar su atención del influjo de su maltrecha mente, se desarrollase. No obtuve respuesta hasta que regrese de la cocina con algo de té. Padre estaba jugando de nuevo al ajedrez. Estaba sorprendido, no todo estaba perdido al parecer. El gran maestro estaba jugando de nuevo. Sus movimientos eran lentos debido a su escasa capacidad motriz, pero algo me decía que aquella partida permanecía resuelta en su favor desde hacía varios movimientos. Justo antes de dar caza a mi rey gracias a una celada doble donde él sacrificaba una torre, su mirada se encendió inflamada por el deseo de expresar algo y se posó en la mía propia. Sus labios articularon con dificultad y lentitud las siguiente palabras:


-Hijo, aprecio tu osadía en el juego. Eres una bella persona, digna del amor de cada uno de todos los habitantes de esta Tierra; pero eres un pésimo jugador de ajedrez. Espero que esto nunca sea al revés y te parezcas a mí-


Tenía razón. O al menos eso quise creer.


Cuando acepté la invitación de la federación regional de ajedrecistas de Baden para celebrar este homenaje en nombre de mi padre, intenté preparar un discurso loable que ensalzara sus virtudes en vida, algo parecido a lo desarrollado por todos los ponentes anteriores. Pero solo después me di cuenta de cual era la verdadera cara de la realidad. Es por lo que treinta años después de su muerte me hallo aquí, en este inmaculado club de ajedrez que lleva su nombre con el intento de que su recuerdo se mantenga impoluto con el paso del tiempo. Propongo un brindis por él. Gracias."






Los aplausos hipócritas y extrañados se sucedieron. Yo continuaba sudando cuando bajé del estrado. Me bebí una copa de champán de trago para repeler los nervios antes de que los aplausos se apagaran por fin y comenzaran las presentaciones. Personalidades de todo tipo desfilaban sonrientes frente a mi portando un trozo de tarta sobre sus platos. Pensé que necesitaban endulzar a cada momento sus amargas existencias.Eran personas a las que no deseaba conocer y cuyas caras no recordaría nunca sin duda. Una tal señora Neuenfeld, cuyo marido era un reputado juez que había fallecido recientemente como me informó, se propuso hacer de Cicerone hasta que me diese por vomitar o parapetarme en el servicio esperando que aquella recepción de snobs insufribles terminara. Entonces podría salir y fumar algún cigarrillo con los tipos del servicio de limpieza, escuchar jazz al son al que se movían las fregonas y contar chistes sobre las desquiciadas costumbres y abruptas personalidades alemanas. Pero la señora Neuenfeld al parecer estaba decidida a desquiciar la poca paciencia con la que yo constaba, coqueteando conmigo y haciéndose pasar por la persona mejor conectada y más popular del lugar:





-Me fascina la oportunidad que se me brinda de presentar entre si a todos mis buenos amigos y dar pie a una posible relacion entre ambos si acaban por congeniar, por supuesto. Puede que yo misma por casualidad les presente a la futura "mujer u hombre de su vida", y ese hecho siempre será recordado por ambos hasta el mismo día de su muerte. Puede que un buen día se casen y me inviten a su excepcional boda en cuyo brindis me mencionaran sin lugar a dudas. ¡Sería ilusionante! Puede que una de sus hijas incluso llevé mi nombre en señal de agradecimiento, quien sabe. Envejeceré con el tiempo y me recordaran cada vez que nos bronceémos bajo el caluroso sol de California, el día en que los uní para devoción de su propia felicidad. ¿Es fantástico, no cree señor Hanningan?-

-Con todo el respeto del mundo señora Neuenfeld, le diré que yo ya tuve antes cinco "mujeres de mi vida", a las cuales ni siquiera puedo volver a acercarme sin recordar quien fue el maldito hijo de perra engreído que se creia mi mejor amigo y tuvo el fatal tino de presentármelas en su día.En cuanto al "hombre de mi vida", siento advertirla de que soy el único en ella por el momento, y algo me invita a pensar que así será hasta que tome la decisión de acabar con mi tiempo. Respondiendo a su siguiente pregunta, tomaré un poco de "Southern Comfort", gracias. Estaré allí, sentado en aquella mesa cercana al baño toda la noche, por si finalmente se decide a mantener la peligrosa pero exótica esperanza de empezar a discutir sobre algo realmente interesante por una maldita vez en toda su pérfida vida.-

martes, 3 de julio de 2012

Me dio por llorar. Otros se hubieran cortado las venas.

Faltaba poco menos de un día para el cuarto de Julio. Dos científicos especializados en pruebas de carbono catorce en Baltimore (Maryland), habían determinado que aquel fósil inservible databa de hacía cuatro millones de años. Estaban extasiados, atónitos y embadurnados en júbilo bajo sus impolutos e inmaculados batines blancos. Toda la comunidad científica había de conocer dicho descubrimiento. Era una noticia que  merecía una celebración. Aquella misma noche cenarían en un restaurante de buena crítica culinaria con sus respectivas esposas y se emborracharían como hacía tiempo que no lo hacían a base de insípida y acuosa cerveza tibia de barril. Al mismo tiempo, miles de kilómetros lejos de toda aquella aunada estupidez incomible, tres  hamburguesas de pescado se calcinaban en una sartén mientras la calle parecía dotada de un aspecto tan pacífico que su sola contemplación resultaba embriagadora. Yo seguía sin poder dormir. Sí. Lo se perfectamente. Todos los matices parecen sacados de cualquier otra narración radiofónica plagada de sinsentidos y tópicos existencialistas. No pude evitarlo. No pude evitar escribirlo. Inevitable. Como despejar toda duda que te rondaba sobre si realmente la querías instantes después de correrte en el interior de su matriz. Pero alguien debía de ser sincero por una puta vez en la vida. No preveía tener que hacer los honores, pero como he dicho, no pude evitarlo. Sincero. Mucho más sincero que en todas y cada una de esas rapsodias punk, pero dejando de lado la hipocresía postrera del "a posteriori". No es importante entenderlo. Incluso a mi me cuesta ordenar las piezas del puzzle a veces, solucionar la ecuación, acordarme de todos esos iracundos mandriles de nalgas rosadas y los pobres buitres de coronilla despellejada que aún permanecen protegidos. ¿Quien puede negar que incluso las cosas más aborrecibles son necesarias y han de ser preservadas al igual que la propia idiotez humana? Sin ella, las facetas más saciantes de la existencia perderían todo atisbo de significado. Aquel era un mundo sublime siempre lleno de muerte, pero en ciertas ocasiones la boca no cesaba de saberte a sal y deseabas poder disfrutar de su belleza antes de que todo volviese a retornar una y otra vez sin poder recordarlo. Deseabas el deleite del mismo mundo que yacía bajo tus pies sin el bullicio general con lo que lo mancillaban el resto de seres humanos. Llevaba tiempo pensándolo detenidamente, pero se trataba de una guerra demasiado agotadora de llevar a cabo. Digna de librar sin duda, pero infinitamente costosa y prolongada. Al menos ya tenía definido uno de mis tres deseos para el maldito genio de la lámpara. Tenía malas ideas. Hablaba sin pavor ninguno vomitando batracios y culebras. Actuaba de manera ilícita infringiendo más profundo dolor por allí donde pasaba. Tan solo intentaba refutar empíricamente las enseñanzas del Islam. Era un hombre malo. El insomnio hacía que las articulaciones me dolieran sobremanera, y el dolor me impedía conciliar el sueño. Era como escuchar graznar a un cuervo sordo durante largas y largas horas de manera ininterrumpida: paradójico para ambos, tanto irritante como preferiblemente eludible. Pensé que quizá se tratara del ayuno. Cuando ayuno me cuesta conciliar el sueño. Incluso si convivo atiborrado de somníferos y he bebido sin freno, veo como el amanecer atraviesa las ventanas con extremada pronteza. Solo entonces los tranvías vuelven a ponerse en funcionamiento dispuestos a devorar a alguna víctima más y los diminutos insectos arremeten contra mi colchón poblándolo mientras leo a toda velocidad, con pavor sempiterno, las dementes narraciones cortas de Bernhard. El día comenzaba a fluir, era todo lo que sabía.  Bajé a la calle y esperé a que alguien me hablara. Leí un periodico atrasado y escuché la música que fluía por una ventana hasta la calle. Era Carlos Gardel. Subí a la casa persiguiendo aquel melancólico tango y vi como la puerta permanecía abierta. Todo empezó con una cándida cerveza. El resto aún permanece, más claro a momentos tal vez difuso por lo general, en mi memoria. Algún cabrón cumplía años. "Enhorabuena, uno menos en tu cuenta particular" pensé yo. Pero ni siquiera eso era algo nuevo. Ha de ser asumido o sacar más tierra de esa tumba a medio cavar que se afinca, profunda, entre tus entrañas. Fui de los primeros en llegar, y las nubes aún respetaban en silencio el insobornable bochorno húmedo que asolaba la ciudad. Era un buen día para ceder al sudor, pero aún no estaba lo suficiente borracho como para querer suicidarme. Las luz de las velas aguardaba en la cocina, cobijando a la sombra los anhelos de sexo de todas las mujeres estúpidas que malgastaban sus amargas almas bebiendo un dulce licor de huevo en vasitos opacos y diminutos. Entonces encontré el vino tinto. Era gratis, la sangre de Cristo, y me senté a su lado intentando dejar por resuelto que aquel sería mi puesto de combate en las próximas horas. Napoleón asediaba el Oeste de Europa, inflamado y rabioso, cegado por poseer todo lo que no le pertenecía; pero Hegel respondía con sinceridad a cada carta de su editor, que tan solo los envíos de cerveza bávara le ayudaban más que el sonido de los cañonazos franceses a acabar de escribir al fin el último tomo de su Fenomenología del Espíritu. Goethe en efecto, tenía razón: "Todos los editores son hijos del diablo" Era fácil de comprender. Aquella era mi posición y estaba dispuesto a defenderla con ahínco. Solo entonces sentí lástima por la desamparada Josefina. Todo comenzó a torcerse. El papel de las paredes parecía derretirse del calor, mientras afuera una tormenta de mil demonios empapaba las calles. Fueron muchos los que se desprendieron de sus ropajes y bajaron las escaleras dominados por el deseo insano de bailar bajo la lluvia. Yo también estaba borracho para cuando eso, pero no apreciaba tanto las pneumonías como ellos. Un grupo de mujeres sin sostén me hipnotizaron con el bamboleo de sus pechos dejándome absorto mientras me despojaban de mi camisa. Nunca volví a saber de ella. Era un camisa vieja a cuadros de la que nunca había encontrado la manera de desprenderme de ella. Aquello me pareció justo a cambio de las tetas. Supuse que era el momento de dinamitar las expectativas de aquella fiesta. Me arrastré hasta el servicio con ganas de refrescarme y allí encontré a dos tipos esnifando un polvo cristalino sobre la cubierta del bidé. Mi cara les debió de parecer simpática y me ofrecieron unirme a sus banquete. Pensé que nada podía empeorar aquella situación, ni siquiera una caduca y repentina charla de alcohólicos anónimos sería capaz de sumergirme en un barril de mierda peor que aquel. El aliento de aquellos eunucos apestaba a rayos. Quizá era por el hecho de que solo hablaban mierda. En cambio el polvo que me ofertaron era tan amargo como los Domingos sin sexo ni cigarrillos. No le presté atención, ni siquiera sonreí a aquellos pasmarotes en señal de agradecimiento. Volví a la cocina en busca de más tetas gratis y un clítoris inflamado con algo de suerte. Seguí bebiendo hasta sentirme definitivamente derrotado. No había lugar para mí. Ya estaba desnudo recitando a Pope omitiendo los  signos de puntuación cuando el agua de la bañera empezaba a estar a tibia. No encontraba las cuchillas por ninguna parte. No podría ahogarme por voluntad propia en aquella tina, era demasiado cobarde para eso. Lo pasaba fatal incluso cuando la espuma de la cerveza trepaba por mi garganta hasta salir por la nariz obligándome a generar esa patética expresión de desagrado. Salí del baño desnudo y con las lágrimas poblando mis ojos para el asombro de todos los allí presentes. Era la cuarta vez que lo intentaba y fracasaba. Alguien preguntó quien me había invitado. Retorné a casa entre sollozos intentando escurrir el agua de mi pelo. Me prometí ser más sincero la próxima vez. Me prometí alcanzar las tetas sin miedo al abismo la próxima vez. Débil, desechado me comí las malditas y calcinadas hamburguesas de pescado. Tu hubieras hecho lo mismo.