Llevaba unos cuantos días custodiando mi constipado a base de botellas del vodka más barato y los painkillers caducados que mi desequilibrado compañero de piso me suministraba. Todo se nublaba de nuevo, como en aquellas partidas de cartas donde perder el dinero en juego se erige como obligación y acababas vomitando a la salida del local para terminar limpiándote los restos del arrojo en tus comisuras con la manga de aquel traje de segunda mano al que nunca habías encontrado utilidad ninguna. De esta manera al menos, alguna pregunta quedaba replicada. Aquella tarde el frío resultó ser paradójicamente infernal; como cierto adagio latino "apresurado a la vez que con calma", atribuido al "viejo" Augusto. Las viejas se congregaban cuales cucarachas de cafetera junto al cobijo de las esquinas del mercado para cuchichear acerca de la primera ola de frío norteño. Al parecer se llevaría a unos cuantos por delante. Sonreí con gesto torcido al descifrar sus vaticinios y recé por que así fuera. Solo sabía que desde que vivía en aquella sucia habitación del Este de la ciudad, había perdido tres muelas y algún que otro diente. En ese caso, incluso el frío me hubiera hecho un favor. Me hubiera liberado sin duda de la contínua agonía y pasajera imposibilidad Hamletiana de quitarme la vida. Nada me salía del todo bien. Si cierta noche intentaba cortarme en los brazos haciendo uso de una cuchilla oxidada frente al espejo de algún oscuro bar, una jovencita aparecía tras mi espalda y me lo impedía mediante lacónicos ruegos. Me ataba a la cama de su habitación y me hacía el amor durante toda la noche. La llamaba semanas después ansioso por acariciar su clítoris con mis dedos amarillentos por la nicotina, y me rechazaba jurando que era lesbiana. Alegaba que únicamente la lástima la había movido a salvarme. Si decidía cabalmente dejar de usar drogas de una vez por todas, alguien me las obsequiaba sin compromiso a la puerta de la oficina de Correos. Me despertaba a media mañana dominado por la ansiedad y acababa por no dar con un alma que estuviera dispuesta a abastecerme ni un ápice de polvo adulterado al final de la tarde. Si me decidía por emborracharme a conciencia y entrar e interactuar de manera desinhibida con el resto de mis congéneres, las tabernas permanecían cerradas debido a cierto aviso de bomba en la ciudad. Después me hallaba sometido por la extraña vileza de mi insólita y aborrecible existencia pateando latas vacías por calles solitarias, y alguien me invitaba a cierta fiesta multitudinaria. Eso tampoco sería diferente.
La reunión daba comienzo a las ocho de la tarde en un remilgado y caro salón de la ciudad. Nada más entrar por la puerta un empleado chaparro peinado impecablemente con la raya en medio me pidió que dejara mi gabán en el guardarropa. Sonrió ligeramente y pude ver como tenía los dientes incisivos sospechosamente separados uno del otro. Aquello solo podía significar dos cosas: satiriasis nociva o la acromegalia. En cualquiera de los casos, me repugnaba. Me negué rotundamente. Nunca abandono mis botellines de refrescante pippermint y mi 38 especial. Además, estaba completamente acatarrado y aquello pareció servir al fin de resolutiva excusa para no tener que pagar el maldito guardarropa. Fui directo a la barra pero una mano endeble me sostuvo el antebrazo impidiéndomelo. Giré y una camarera me preguntó con dulzura por mi procedencia en aras de que era extranjero. Supuse que no era el momento ni el lugar idóneo para aleccionar a aquella bondadosa empleada con mi ideario propio sobre las nacionalidades, la identidad política y el cosmopolitismo. Me decanté por Finlandia. La camarera, sonriendo, me obsequió con una bandera griega en la solapa izquierda evidenciando sus manifiestos y culminantes logros académicos en Geografía. La mesa correspondiente a Grecia colindaba con el aseo de caballeros. Los alemanes nunca han apreciado del todo a Grecia, es un hecho; si exceptuamos a Heidegger o Hölderlin. Pero desgraciadamente el encanto artificial del sueño americano y la ávida prole de la filosofía analítica, han terminado por tomar las universidades de la vieja Europa. Me sentaron entre una pareja de enjutos, pálidos y rubicundos alemanes que portaban consigo idénticas gafas de época. No de esta, desde luego. Parecían infelices como nadie. El cogía la mano de ella y la acariciaba con delicadeza lejos de las miradas del resto mientras su mirada se fijaba en la pantalla de un lejano televisor. Aún son jóvenes, pensé. Pueden llegar a darse cuenta de que malgastan su tiempo sin follar con terceros. Creen en el amor cuando son incapaces de quererse a sí mismos y se entrelazan incomprensiblemente en vomitivas lecturas de duermevela tales como Dan Brown o Isabel Allende. Consumen soja y fingen tener gustos o hobbies afines cuando toda su magnífica relación podía sintetizarse en escasas palabras: un polvo salvaje que duró demasiado tiempo. Y eso tiene un valor inaudito para ellos, porque ambos son frágiles, tienen miedo a la soledad. A que sus cuerpos dejen de estar en apático contacto para pasar a estar en comunión con otros cuerpos que a priori son desconocidos. Un verdadero sinvivir del que yo me desembarazaría sin escrúpulos. No podría convivir con ello. Le doy demasiadas vueltas a la cabeza.
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