Me senté en una sombra, cerca del teléfono de la cocina. Sabía que nadie llamaría, pero me sentía medianamente cómodo en aquella parte de la casa. A través de las ventanas podía ver las calles, las casas contiguas a las mía; podía ver los coches y el propio final de Agosto. Un universo débil y maleable, lleno de millones de cosas que yo desconocía a pesar de su odiosa cercanía. Poco me importaba ya. Degusté un dulce con más canela que azúcar, y estuve bebiendo agua mientras permanecía sumido en mis pobres pensamientos. Ya nada era como antaño, lo podía respirar en el aire. Alguien había cavado nuestras tumbas y esperaba al momento preciso para llenarlas con nuestros cuerpos inertes de una maldita vez. Incomprensiblemente, tampoco nada me angustiaba ya. Pálido hasta rabiar y consumido por la enfermedad, mi ánimo se desataba de forma cometida, siempre controlada, al recibir alguna que otra postal del extranjero. Tan solo alguna misiva de otro lugar, que nunca podría llegar a visitar. Incluso en ello reside la paradoja. Vivía entonces en una ciudad donde la lluvia no cesaba de caer y nadie parecía disgustarse por ello. Era una ciudad extraña y siniestra para el forastero hasta que este, según me dijeron, cede a ser al fin oriundo. Aquella idea me turbaba en exceso e intentaba casi siempre alejarme de cualquier sentimiento cercano al apego por ella, por lo que no tardé mucho tiempo en sentenciarla. Era una ciudad donde ser cojo estaba bien visto, nadie se atrevía a despreciar a los tuertos y todo el mundo portaba en el interior consigo, una refinada amargura poética. Una aciaga, pero calurosa tarde me demoré en mi retorno a casa al sentirme pleno de capacidades y bajo el engaño del licor; así la noche me descubrió a la fuga de su propia oscuridad. El calor matutino invita a pasear, disfrutar del la tibia atmósfera de la calle, pero resulta nocivo para las entendederas e incluso puede resentir a la larga transmutándose en imperecedera cefalea. Escasas manzanas antes de arribar al bloque de mi apartamento, tropecé con una botella vacía que desfiló sin parar tintineando hasta terminar por romperse. Yo mismo caí asombrado por lo lúgubre de la noche y el estrépito espontáneo que me acababa de asaltar casi por azar. Me detuve por un instante a tomar aliento con intención de reponerme del sobresalto cuando entre las sombras detecté un un sonido apocado y tosco que se entrecortaba de seguido irregularmente. Recogí mi bastón del suelo y me dirigí hacia el origen de aquel liviano ruido misterioso. Alguien o algo relativamente pequeño residía a oscuras arrodillado de cuclillas en el suelo dando a luz a aquel sonido fluctuante, y parecía estar completamente absorbido por su tarea pues no se había alarmado en absoluto por mi presencia. Presa de la curiosidad y temeroso de que un amistoso saludo carente de rostro acaba por ahuyentarlo, eché mano de mi encendedor antes de emitir palabra alguna. El sonido empezó a cobrar tintes viscosos cuando la lumbre surgió y alumbró la silueta de un pequeño niño de unos siete años cuya mirada felina se agudizó por la entrada de luz y terminó por clavarse en la mía. Lamía sus manos empapadas que vacilaban cerca del suelo y vestía con ropa purulenta, excesivamente desgastada y sucia. Al verme acercarse hasta su posición, saltó con la agilidad de un gato y desapareció entre dos barriles oscuros y mal forjados con frenético pavor para dar después a una calleja trasera en la que todo se fundía de nuevo en un perfecto, eterno negro denso y espeso. Descolocado por aquel suceso, continúe abalanzándome sobre la presa que aquel rapaz había abandonado al verse amenazado por mi presencia entre los dos barriles huecos. No encontré nada más llamativo allí que un fétido y constante vomito que seguramente había sido producto del mareante paseo de algún que otro borracho. Quedé paralizado al intentar insertar sentido a todos y cada uno de los componentes. Mis sospechas en torno a la neurosis de la ciudad no parecían del todo infundadas. Los recuerdos volaron lejos al sonar la hora esperada en el reloj de la cocina. Cerré para siempre la puerta a mis espaldas y descendí las escaleras con lentitud. El autobús no tardó en llegar a la parada, lo hizo antes de acabar derretida por el incesante sol. Siempre viajaba transporte público, ya que conducir ebrio solo podía llevarme a tres lugares: a la cárcel, a la tumba o a la codiciada pero indecorosa legión de los temerarios. Yo, por desgracia, ya había militado en las tres. Sería un viaje lento e interminable, por lo que me posicioné cerca del chófer en busca de algo de conversación trivial, entretenida o insustancial. El conductor no parecía dispuesto a entablar discurso conmigo, embutido en una camisa azul cielo excesivamente chaparra cuyos botones luchaban, sin duda, por escapar de tal aprehensión. Tan solo me dijo su nombre y que este no era su trabajo por norma general, tan solo ejercía una sustitución para favorecer la baja laboral de un buen amigo. Sus manos eran tan grandes y recias como forjadas durante jornadas infaustas bajo el sudor de una plomiza fundición, que los cigarrillos desparecían entre sus dedos al fumar. Ese debía de ser su truco favorito de prestidigitación barata para las noches de cazalla. Fue difícil olvidarme de él y su mórbida corpulencia, pero pronto la imagen de Eva volvió a mi mente junto con el entremezclado paisaje y no pude obviar la última vez que habíamos estado juntos. Había estado realmente sulfurada conmigo, y no sin toda la razón; a punto de estallar y contaminar con su nocivo veneno aquella sala de espera al Infierno. De nada hubiese servido que pidiera una canción de los Jam dedicada por la radio. Hay cosas que no tienen remedio, y es mejor no emprender el intento por subsanarlas. Me despisté y al despertar ya estaba de nuevo en mi agujero natal, el conductor había desaparecido y sentí como el frío húmedo golpeaba mi cara y descascarillaba por completo mis constreñidos huesos. La lluvia que me había acompañado durante lustros, o al menos así me lo parecía, había quedado atrás. Pero nada más había cambiado a mi regreso en aquella cueva donde crecí, excepto el número circunstancial de seropositivos apilados sin cuidado en las esquinas y los parados que recorrían las calles en busca de amo desde el amanecer hasta ponerse el sol. Vagaban acompañados de una carpetilla de plástico tan verde como barato, en la que portaban un escuálido e irrisorio currículo. Nadie quería sobrevivir tan poco como yo, y seguramente este desafío personal lanzado al destino era lo que me mantenía vivo. De nada servía no ser un completo ignorante, salvo para caer en la desesperación de la verdad que nos circundaba a todos nosotros; entes, peste de las pestes. Demonios, vagos, alcohólicos y perdedores. Bellas almas venidas a menos debido a los improperios y la fealdad de un entorno caníbal, excesivamente competitivo y fútil. Para cuando todas estas ideas me refrenaron las ganas de ascender a los cielos, de ser eterno sin descansar en la memoria; ya me encontraba completamente drogado. La maleta había sido desecha. Deseé que alguien me echará una mano altruista al cuello intentando asfixiarme, o que prendiera fuego a toda mi ropa. A mi no parecían quedarme fuerzas. En la calle, me sentí apenas deconstruido a la francesa. Salivaba con exceso y eso no es agradable para nadie. Más que un caminante desinteresado, me sentí como un puzzle desordenado de la catedral de San Basilio en Moscú a 1000 piezas. Aquello no podía durar eternamente. Intenté convencerme de ello. Pero de pronto volvió Eva y mi mente era incapaz de dilucidar destellos veraniegos junto con su recuerdo. Una vez le pedí que me llevara consigo. Allí a cualquier taberna caduca y silenciosa de la costa. Yo vestiría un jersey marinero, me sentiría como un estúpido y mediocre Hemingway al pasarme toda la noche observando su mirada mientras nos emborrachábamos sin miedo al mañana. Devorando la apatía.Intentando crear poesía de la nada. Por aquel entonces ella pertenecía a otro hombre. Aunque lo negase, siempre sería así. Igual. Inmutable. Incluso cuando me destruía lentamente. Mientras ella dedicaba el tiempo a peinarse, maquillarse y acicalarse, yo fijaba la mirada abstraído y perpétuamente aburrido en la arena del gato. O balanceando con desidia un caballito de juguete que tenía como objeto decorativo que era aborrecible. O muriéndome muy despacio en la espera, con total amargura. ¿De que me había servido? Me golpeé la cabeza y allí estaba de nuevo mi cara, impresa en el espejo de algún club destartalado y santificada por el consumo de éxtasis. Dí una vuelta por allí esquivando mi propia suerte y evitándome en todo momento. Antes de retornar a la cuneta de la barra, me confesé al camarero: era la primera persona que conocía con una boca que al abrirse emulaba a un cartón de una docena de huevos. Inaudito. Pareció reírse. La música estaba altísima y la gente bailaba sin freno dislocando los cuellos al ritmo del delirio y sus propias e individualizadas mandíbulas mandaban. Me repugnaba. Solo después tuve que hacerme el oportuno una vez más y gritarle al oído a una desconocida jovencita de pantalones bajos para que mi voz sobresaliese por encima de toda aquella mierda allí reinante:
-Cuanto tiempo! Hacía tiempo que te vi por última vez! Qué tal con tu novio?- sus ojos permanecían cerrados.
-Muy bien! Nos casamos el próximo Febrero!-
La felicité, le dí disimuladamente un trago limpio y muy corto a mi vaso de ginebra para darle mayor importancia a la pausa. Puede ser que me arrancara con una coreografía ridícula de los 50 para reforzar lo que iba a decir a continuación.
-Creo que no vas a encontrar la armonía hasta que por fin te salgas con la tuya, me comas polla y te tragues con ansiedad mi infecto semen de una puta vez. Llevas demasiado tiempo deseándolo.-
He de decir que fue la mejor mamada que nadie me hizo nunca un Martes noche en el baño más sucio y hediondo de todo el Averno. Mentiría si dijera que no me corrí como una quinceañera y que no hice fundir su nariz con mi pubis empleando energúmena y violenta fuerza. Ella no pareció sufrir arcada ninguna, nadie que persigue y da caza al fin a sus cuentas pendientes personales lo hace. Nos despedimos con una buena raya y el último adiós lascivo, demasiado prolongado, de nuestras lenguas. Mi polla debía de tener un sabor aborrecible, pero sus papilas habían sido cauterizadas a base de benceno hirviendo con total seguridad. Llevábamos demasiado tiempo en aquello como para querer mirar más allá o imprimirle un sentido acorde, fiel, a nuestros impulsos. Nunca lo olvidaré. Nada tenía sentido ya, y a ninguno nos importaba una mierda.
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