martes, 3 de julio de 2012
Me dio por llorar. Otros se hubieran cortado las venas.
Faltaba poco menos de un día para el cuarto de Julio. Dos científicos especializados en pruebas de carbono catorce en Baltimore (Maryland), habían determinado que aquel fósil inservible databa de hacía cuatro millones de años. Estaban extasiados, atónitos y embadurnados en júbilo bajo sus impolutos e inmaculados batines blancos. Toda la comunidad científica había de conocer dicho descubrimiento. Era una noticia que merecía una celebración. Aquella misma noche cenarían en un restaurante de buena crítica culinaria con sus respectivas esposas y se emborracharían como hacía tiempo que no lo hacían a base de insípida y acuosa cerveza tibia de barril. Al mismo tiempo, miles de kilómetros lejos de toda aquella aunada estupidez incomible, tres hamburguesas de pescado se calcinaban en una sartén mientras la calle parecía dotada de un aspecto tan pacífico que su sola contemplación resultaba embriagadora. Yo seguía sin poder dormir. Sí. Lo se perfectamente. Todos los matices parecen sacados de cualquier otra narración radiofónica plagada de sinsentidos y tópicos existencialistas. No pude evitarlo. No pude evitar escribirlo. Inevitable. Como despejar toda duda que te rondaba sobre si realmente la querías instantes después de correrte en el interior de su matriz. Pero alguien debía de ser sincero por una puta vez en la vida. No preveía tener que hacer los honores, pero como he dicho, no pude evitarlo. Sincero. Mucho más sincero que en todas y cada una de esas rapsodias punk, pero dejando de lado la hipocresía postrera del "a posteriori". No es importante entenderlo. Incluso a mi me cuesta ordenar las piezas del puzzle a veces, solucionar la ecuación, acordarme de todos esos iracundos mandriles de nalgas rosadas y los pobres buitres de coronilla despellejada que aún permanecen protegidos. ¿Quien puede negar que incluso las cosas más aborrecibles son necesarias y han de ser preservadas al igual que la propia idiotez humana? Sin ella, las facetas más saciantes de la existencia perderían todo atisbo de significado. Aquel era un mundo sublime siempre lleno de muerte, pero en ciertas ocasiones la boca no cesaba de saberte a sal y deseabas poder disfrutar de su belleza antes de que todo volviese a retornar una y otra vez sin poder recordarlo. Deseabas el deleite del mismo mundo que yacía bajo tus pies sin el bullicio general con lo que lo mancillaban el resto de seres humanos. Llevaba tiempo pensándolo detenidamente, pero se trataba de una guerra demasiado agotadora de llevar a cabo. Digna de librar sin duda, pero infinitamente costosa y prolongada. Al menos ya tenía definido uno de mis tres deseos para el maldito genio de la lámpara. Tenía malas ideas. Hablaba sin pavor ninguno vomitando batracios y culebras. Actuaba de manera ilícita infringiendo más profundo dolor por allí donde pasaba. Tan solo intentaba refutar empíricamente las enseñanzas del Islam. Era un hombre malo. El insomnio hacía que las articulaciones me dolieran sobremanera, y el dolor me impedía conciliar el sueño. Era como escuchar graznar a un cuervo sordo durante largas y largas horas de manera ininterrumpida: paradójico para ambos, tanto irritante como preferiblemente eludible. Pensé que quizá se tratara del ayuno. Cuando ayuno me cuesta conciliar el sueño. Incluso si convivo atiborrado de somníferos y he bebido sin freno, veo como el amanecer atraviesa las ventanas con extremada pronteza. Solo entonces los tranvías vuelven a ponerse en funcionamiento dispuestos a devorar a alguna víctima más y los diminutos insectos arremeten contra mi colchón poblándolo mientras leo a toda velocidad, con pavor sempiterno, las dementes narraciones cortas de Bernhard. El día comenzaba a fluir, era todo lo que sabía. Bajé a la calle y esperé a que alguien me hablara. Leí un periodico atrasado y escuché la música que fluía por una ventana hasta la calle. Era Carlos Gardel. Subí a la casa persiguiendo aquel melancólico tango y vi como la puerta permanecía abierta. Todo empezó con una cándida cerveza. El resto aún permanece, más claro a momentos tal vez difuso por lo general, en mi memoria. Algún cabrón cumplía años. "Enhorabuena, uno menos en tu cuenta particular" pensé yo. Pero ni siquiera eso era algo nuevo. Ha de ser asumido o sacar más tierra de esa tumba a medio cavar que se afinca, profunda, entre tus entrañas. Fui de los primeros en llegar, y las nubes aún respetaban en silencio el insobornable bochorno húmedo que asolaba la ciudad. Era un buen día para ceder al sudor, pero aún no estaba lo suficiente borracho como para querer suicidarme. Las luz de las velas aguardaba en la cocina, cobijando a la sombra los anhelos de sexo de todas las mujeres estúpidas que malgastaban sus amargas almas bebiendo un dulce licor de huevo en vasitos opacos y diminutos. Entonces encontré el vino tinto. Era gratis, la sangre de Cristo, y me senté a su lado intentando dejar por resuelto que aquel sería mi puesto de combate en las próximas horas. Napoleón asediaba el Oeste de Europa, inflamado y rabioso, cegado por poseer todo lo que no le pertenecía; pero Hegel respondía con sinceridad a cada carta de su editor, que tan solo los envíos de cerveza bávara le ayudaban más que el sonido de los cañonazos franceses a acabar de escribir al fin el último tomo de su Fenomenología del Espíritu. Goethe en efecto, tenía razón: "Todos los editores son hijos del diablo" Era fácil de comprender. Aquella era mi posición y estaba dispuesto a defenderla con ahínco. Solo entonces sentí lástima por la desamparada Josefina. Todo comenzó a torcerse. El papel de las paredes parecía derretirse del calor, mientras afuera una tormenta de mil demonios empapaba las calles. Fueron muchos los que se desprendieron de sus ropajes y bajaron las escaleras dominados por el deseo insano de bailar bajo la lluvia. Yo también estaba borracho para cuando eso, pero no apreciaba tanto las pneumonías como ellos. Un grupo de mujeres sin sostén me hipnotizaron con el bamboleo de sus pechos dejándome absorto mientras me despojaban de mi camisa. Nunca volví a saber de ella. Era un camisa vieja a cuadros de la que nunca había encontrado la manera de desprenderme de ella. Aquello me pareció justo a cambio de las tetas. Supuse que era el momento de dinamitar las expectativas de aquella fiesta. Me arrastré hasta el servicio con ganas de refrescarme y allí encontré a dos tipos esnifando un polvo cristalino sobre la cubierta del bidé. Mi cara les debió de parecer simpática y me ofrecieron unirme a sus banquete. Pensé que nada podía empeorar aquella situación, ni siquiera una caduca y repentina charla de alcohólicos anónimos sería capaz de sumergirme en un barril de mierda peor que aquel. El aliento de aquellos eunucos apestaba a rayos. Quizá era por el hecho de que solo hablaban mierda. En cambio el polvo que me ofertaron era tan amargo como los Domingos sin sexo ni cigarrillos. No le presté atención, ni siquiera sonreí a aquellos pasmarotes en señal de agradecimiento. Volví a la cocina en busca de más tetas gratis y un clítoris inflamado con algo de suerte. Seguí bebiendo hasta sentirme definitivamente derrotado. No había lugar para mí. Ya estaba desnudo recitando a Pope omitiendo los signos de puntuación cuando el agua de la bañera empezaba a estar a tibia. No encontraba las cuchillas por ninguna parte. No podría ahogarme por voluntad propia en aquella tina, era demasiado cobarde para eso. Lo pasaba fatal incluso cuando la espuma de la cerveza trepaba por mi garganta hasta salir por la nariz obligándome a generar esa patética expresión de desagrado. Salí del baño desnudo y con las lágrimas poblando mis ojos para el asombro de todos los allí presentes. Era la cuarta vez que lo intentaba y fracasaba. Alguien preguntó quien me había invitado. Retorné a casa entre sollozos intentando escurrir el agua de mi pelo. Me prometí ser más sincero la próxima vez. Me prometí alcanzar las tetas sin miedo al abismo la próxima vez. Débil, desechado me comí las malditas y calcinadas hamburguesas de pescado. Tu hubieras hecho lo mismo.
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