domingo, 11 de noviembre de 2012
En torno a ello.
Bajé de un avión de pasajeros antes de la media noche y un tren de línea estrecha que castañeteaba sin remilgos, me llevó hasta el centro de la ciudad. Tan solo tenía 20 monedas en mis bolsillos, y las mismas ansias de dejar de existir que al comienzo del viaje. El nórdico frío que allí pululaba con total libertad me mantenía más despierto de lo habitual. En mi hostal las horas se sucedían con decadencia, se agotaba mi reserva, se inmovilizaba mi cuerpo; y los fingidos gemidos de las putas hacia sus clientes en las habitaciones contiguas me empujaban a vagar por las calles de noche. El mar, el mar y sus encantos forjados por la muerte. ¿Donde habían quedado? Tan lejos como imaginase. Gasté la mitad de las monedas en una taberna silenciosa y encontré consejo proferido en una lengua que por fin entendía. A la mañana siguiente dí con la oficina de desempleados. Me fue inaccesible sentirme importante allí. Me dieron un número interminable y me hicieron un ademán universal que descifré. Debía de esperar, y la espera fue tan prolongada que caí rendido hasta en tres ocasiones. No pude con ello. Ello. Tan solo pensaba en escapar, en los impuestos del estado, los tejados llenos de escarcha, el humo saliendo lentamente de entre sus labios, en la pobredumbre del alma y mi entrepierna. Me respiraba aquella humedad, sin poder evitarlo supuse; tan antigua y necesaria como el propio dolor. El olor a estiércol que viajaba en el viento denunciaba con sorna aquella manera con la que se las ingeniaban para mantenerlo todo bien abonado, encarrilado y podrido por completo los dueños en la sombra de nuestras vidas. Esto último y un lisiado que se movía en una silla de ruedas mientras observaba con pasajera nostalgia el rugiente fluir de los automóviles sobre la autopista, me invitaron a buscar la inspiración en mi interior y no al revés. Hegel hubiera escupido encima de mi elaboración, sobre mi perseguida equivocación; pero ya no era mi culpa: indefectiblemente, eran demasiadas malas intenciones conjuradas bajo la endeble luz ámbar. Por preguntar quien. Y responder: Yo. El que es nada, el que es nadie. Acaso un reflejo distorsionado, el eufemismo abigarrado de un espejismo imposible; creado por la sed, por el hambre, creado por una necesidad predicha como innecesaria. Cada día muero un poco antes. Con mi culpa, con el recuerdo imborrable de la misma.
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