domingo, 22 de noviembre de 2015

33, por Atxuri.

Dirán que la conocen. Que la han visto. Pero no saben una mierda. Jurarán que saben cómo es la muerte. Pero lo único que hacen es masturbar sus egos internos. Excitarlos, en pos del atractivo afecto que surte la elegía, el recuerdo esteril; la reflexión póstuma. Pero no saben una mierda. Acaso el perverso Rimbaud, de cuyos exóticos viajes meridionales de arduas jornadas de contrabando desconfío. O tal vez el siempre hambriento Corbière, quién vivía en directa relación a ella, cual investigador privado desdichado y paupérrimo en contacto constante con las pistas que esta depositaba en su maltrecha cotidianidad. Cual beato estoico frente a su perseverada fe; cual fanático taciturno que habita dominado por su concepción irrevocable de la patria.

La muerte es rubicunda por momentos, dependiendo de la sombra o la luz que la asista, de barba poblada pero sin llegar al extremo de ser larga. De comedida sonrisa confiada y amarilla por efecto del humo inhalado. Con piel pálida pero sucia, salpicada por alguna que otra afección cutánea o rojez que delata su singularidad. Tiene una mirada común, pero profunda; amable pero conmovedora, ensamblada en una gabardina desgastada de color verde oliva que alcanza a besar sus rodillas. Habita en nosotros, no os quepa duda. Se sienta en los bancos de nuestros parques, meditabunda. Esconde y acaricia bajo su manto, la dulce miel y una afilada cuchilla. Y ambos objetos son el mismo. Lo ajeno le es propio por obligado derecho, y lo propio, por oficiosa generosidad, le es ajeno. Observa. Espera.  Es de las pocas que verdaderamente entiende de tiempo. Comprende el tiempo con la suficiente perspectiva, de manera minuciosa como se ha de hacer en todas las disciplinas: tomando distancia, dejando de estar afectada directamente o personalmente por el objeto de estudio. En cambio, aprecia los desafíos. La postura adoptada por todos aquellos que la desprecian en mayor o menor manera, intentando personalizar su esencia y salir airosos confuso del baile. Considera sus intentos y se pregunta por qué tan solo unos pocos la tientan, si todos atesoramos en nuestros bolsillos, más profundos o superficiales, una cita necesaria con ella.

Yo no se mucho sobre la muerte. Escucho las interferencias abstrusas que emanan de la radio en la madrugada. Observo con detenimiento cómo se consume la luz de las velas y llega a extinguirse por momentos. Acaricio los escasos cabellos frágiles, ralos y canos del invierno encarnado, personificado en su lastrado cansancio. La ganada paz postrera, el silencio eterno, la nada envolvente; que sucede a las primeras guerras perdidas, la palabra puntual, a la contingente vida. Beso casi temeroso, por una mezcla de lástima y cariño sanguíneo, su frente suavemente perfumada.

Yo no se mucho sobre la muerte. Pero amanezco con la garganta seca por el sueño y respiro el frío húmedo de la mañana. Desayuno fantasmas, la liturgia de mis propias entrañas aún sin digerir. Me miro en un espejo. Y encuentro las palabras exactas para describirme.

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