viernes, 6 de julio de 2012

¡Es para mi un verdadero honor presentarles al señor Hanningan!



"Nunca quise creer aquellas palabras de mi padre. Para él un hombre era tan solo aquel que dedicaba con inusitada convicción su vida a dejarse barba, emborracharse y tratar de manera deleznable a las mujeres. Fue una lástima que nadie acudiera a su entierro. Ahora lo echo de menos. Lo recuerdo en Mannheim con los codos apoyados sobre su mesa de adobe de la terraza en pleno verano. Algunos copos de polen amarillo descansaban sobre su apenas argenta y parcheada cabellera y la mirada le permanecía extraviada, como siendo la única capaz de presenciar un hecho sobrenatural surgido del vacío al que nadie más prestaba atención. Entre silencio y silencio, sonreía o se carcajeaba frente a sus propias visiones y murmuraba después algún versículo desfigurado de la biblia, mal recitado sin duda. Todo le había parecido paradójico desde muy joven. Allí donde había sinsentido, allí donde los polos opuestos se contradecían, el encontraba, harmonía, sentido; el verdadero orden que regía toda vida. Aquello fue tal vez, para desgracia de muchos, lo que lo llevo a vivir tanto tiempo. Era evidente que durante los últimos años, su deseo de existir se había desintegrado, pero él mismo forzó su sufrimiento físico y moral hasta el último aliento. Sabía que era la única manera de sentirse digno, convivir con sus afrentas y fantasmas con el suficiente valor de no llegar a sentirse nunca derrotado por ellos. Y así atravesaba las tardes, a la sombra de aquel recio árbol que se elevaba junto al edificio en el que consumíamos el verano, acompañado de la botella y de su propia vergüenza. Muchas veces yo lo intentaba rescatar de su nociva abstracción poniendo sobre la mesa un tablero de ajedrez. Los misterios de la estrategia y las posibilidades de desarrollo matemático dentro de los conjuntos cerrados lo había apasionado en su madurez, llegándose a convertir en un jugador experto reconocido por todas sus amistades. Organizaba de seguido reuniones en el salón de casa en las que se bebía, fumaba, se hablaba sobre temas triviales o de índole intelectual y se jugaba al ajedrez hasta horas innombrables de la madrugada bajo la atenta mirada ígnea de la chimenea. Grandes personalidades del noble arte de la guerra que permanecían de paso, acudían a dichos encuentros sometidos por la persuasión y el tenaz poder de convicción con el que mi padre los torturaba desde el primer día en el que sabía de su visita a la ciudad. Mamá evitaba hablar al respecto y censuraba todo tipo de alusión a dichas reuniones omitiendo cualquier  referencia a las mismas. Nunca lo aprobó, el simple juego suponía una distracción innecesaria para ella, un pasatiempo mundano del que nada cristiano podía obtenerse debido a su riesgo de resultar adictivo. A pesar de mis esfuerzos por rescatarlo de sus narcosis seniles y alucinatorias, era siempre en vano. El avejentado jugador siquiera era capaz de elevar su mirada y prestar atención a mis intentos por devolver algo de humanidad a su despreciable catatonia. Seis días antes de sufrir la primera insuficiencia cardíaca y entrar en estado casi vegetativo, me levanté del diván del salón y atravesé las cortinas de satin blanco que bailaban al son de la suave brisa para ver como se encontraba Padre. Vi como una mueca persistente de complicidad se adueñaba de su cara. Había efectuado una apertura cerrada adelantando dos casillas su peón en aquel tablero de ajedrez que permanecía a la espera desde hacía semanas. Me senté frente a él entre confundido y excitado e intenté buscar su mirada. Seguía adormecida por la demencia, pero la mueca de conchabanza no había desaparecido. Solo después encallé mi peón en contra del suyo con la esperanza de que la partida, el hecho de desviar su atención del influjo de su maltrecha mente, se desarrollase. No obtuve respuesta hasta que regrese de la cocina con algo de té. Padre estaba jugando de nuevo al ajedrez. Estaba sorprendido, no todo estaba perdido al parecer. El gran maestro estaba jugando de nuevo. Sus movimientos eran lentos debido a su escasa capacidad motriz, pero algo me decía que aquella partida permanecía resuelta en su favor desde hacía varios movimientos. Justo antes de dar caza a mi rey gracias a una celada doble donde él sacrificaba una torre, su mirada se encendió inflamada por el deseo de expresar algo y se posó en la mía propia. Sus labios articularon con dificultad y lentitud las siguiente palabras:


-Hijo, aprecio tu osadía en el juego. Eres una bella persona, digna del amor de cada uno de todos los habitantes de esta Tierra; pero eres un pésimo jugador de ajedrez. Espero que esto nunca sea al revés y te parezcas a mí-


Tenía razón. O al menos eso quise creer.


Cuando acepté la invitación de la federación regional de ajedrecistas de Baden para celebrar este homenaje en nombre de mi padre, intenté preparar un discurso loable que ensalzara sus virtudes en vida, algo parecido a lo desarrollado por todos los ponentes anteriores. Pero solo después me di cuenta de cual era la verdadera cara de la realidad. Es por lo que treinta años después de su muerte me hallo aquí, en este inmaculado club de ajedrez que lleva su nombre con el intento de que su recuerdo se mantenga impoluto con el paso del tiempo. Propongo un brindis por él. Gracias."






Los aplausos hipócritas y extrañados se sucedieron. Yo continuaba sudando cuando bajé del estrado. Me bebí una copa de champán de trago para repeler los nervios antes de que los aplausos se apagaran por fin y comenzaran las presentaciones. Personalidades de todo tipo desfilaban sonrientes frente a mi portando un trozo de tarta sobre sus platos. Pensé que necesitaban endulzar a cada momento sus amargas existencias.Eran personas a las que no deseaba conocer y cuyas caras no recordaría nunca sin duda. Una tal señora Neuenfeld, cuyo marido era un reputado juez que había fallecido recientemente como me informó, se propuso hacer de Cicerone hasta que me diese por vomitar o parapetarme en el servicio esperando que aquella recepción de snobs insufribles terminara. Entonces podría salir y fumar algún cigarrillo con los tipos del servicio de limpieza, escuchar jazz al son al que se movían las fregonas y contar chistes sobre las desquiciadas costumbres y abruptas personalidades alemanas. Pero la señora Neuenfeld al parecer estaba decidida a desquiciar la poca paciencia con la que yo constaba, coqueteando conmigo y haciéndose pasar por la persona mejor conectada y más popular del lugar:





-Me fascina la oportunidad que se me brinda de presentar entre si a todos mis buenos amigos y dar pie a una posible relacion entre ambos si acaban por congeniar, por supuesto. Puede que yo misma por casualidad les presente a la futura "mujer u hombre de su vida", y ese hecho siempre será recordado por ambos hasta el mismo día de su muerte. Puede que un buen día se casen y me inviten a su excepcional boda en cuyo brindis me mencionaran sin lugar a dudas. ¡Sería ilusionante! Puede que una de sus hijas incluso llevé mi nombre en señal de agradecimiento, quien sabe. Envejeceré con el tiempo y me recordaran cada vez que nos bronceémos bajo el caluroso sol de California, el día en que los uní para devoción de su propia felicidad. ¿Es fantástico, no cree señor Hanningan?-

-Con todo el respeto del mundo señora Neuenfeld, le diré que yo ya tuve antes cinco "mujeres de mi vida", a las cuales ni siquiera puedo volver a acercarme sin recordar quien fue el maldito hijo de perra engreído que se creia mi mejor amigo y tuvo el fatal tino de presentármelas en su día.En cuanto al "hombre de mi vida", siento advertirla de que soy el único en ella por el momento, y algo me invita a pensar que así será hasta que tome la decisión de acabar con mi tiempo. Respondiendo a su siguiente pregunta, tomaré un poco de "Southern Comfort", gracias. Estaré allí, sentado en aquella mesa cercana al baño toda la noche, por si finalmente se decide a mantener la peligrosa pero exótica esperanza de empezar a discutir sobre algo realmente interesante por una maldita vez en toda su pérfida vida.-

No hay comentarios:

Publicar un comentario