miércoles, 11 de julio de 2012
Dos cogniciones, un solo signo. Ockham y mi garganta.
Tuve la certeza intuitiva de estar atravesando a solas el fuego, de ser abrigado por las susurrantes sombras, de ahogarme lentamente en reticente silencio tras la espesa niebla...
La desesperanza trágica de despertar nuevamente de un sueño macabro, agitado por la violencia y no volver a encontrar nunca más mi sitio en el cosmos. Hablo de esa dignidad escapista del que se sabe moribundo, desarmado por la angustia frente al último acantilado. Un fastuoso hombre o un sencillo Dios. Un temible monstruo desfigurado y asustadizo, que golpeado por el olvido no recuerda ya cual era su sustento. Son demasiadas las miradas acechantes que chasquean con funestitud a tu paso por el mismo bosque bajo el amenazante embrujo de una cálida noche.
Ninguna visión en la distancia se tornaba halagüeña, incluso a todos los relojes parecía haberles llegado su propia hora. Todas las melodías eran la misma: crudeza, desidia... yermitud desoladora.
Acallé la definitiva colilla, quedó arrugada y desorientada mi alma, huérfana, como olvidada en una anónima esquina de otra urbe sometida a la ciega vorágine del caos. Solo entonces pensé al igual que Shakespeare en que, El resto era Silencio.
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