El humo. Como siempre el humo. El humo comenzó a disiparse lentamente entre el coherente dominio del techo y la luz de la mañana decidió colarse entre cuantiosas rendijas hasta entonces insospechadas. Elsa mantenía la mirada fija en mis ojo. Parecía hipnotizada, pero tan solo debían de tratarse de los efectos de una inagotable jornada sin descanso bajo el embate continuado de la lluvia. Era gracioso, de veras que lo era. En las tabernas más precarias y oscuras de la ciudad circulaba un dicho carente de romanticismo, toda una definición de realismo aderezada con la mirada pesimista propia de los más aventajados perdedores y alcohólicos trasnochados: "aquella ciudad tan solo constaba de cuatro estaciones; otoño, invierno, la del metro y la de autobuses". Eso era todo, y no era tampoco mucho. Claro, crudo y conciso a la par que sincero. Pocos hubieran preferido una bofetada en la cara a tamaña confesión sobre los infortunios del clima. Elsa no parecía albergar más ganar de reír o de querer buscarle algún tipo de significado a refranes de los bajos fondos. Permanecía desnuda sobre la cama con las piernas entrelazadas a mi tronco, casi temerosa de que en un acto reflejo, me levantara de un salto y escapara a través de la ventana sin decir adiós. Una de nuestras mayores fobias es sin duda la del abandono. Difícil de masticar. Más aún de digerir pero extremadamente complicada de terminar de excretar. He de reconocer que si me caracterizaba por algo en concreto, aquel debía de tratarse con total acierto de mi estilo. Pero por nada del mundo iba a dejar de acariciar sus livianos brazos, sentir la sensualidad de sus piernas y observar como sus párpados se entornaban sumidos en una plácida tranquilidad derretida. Era como si al abrazarnos acabáramos de inyectarnos caballo y sufriéramos sus relajantes efectos exiliados en una estéril burbuja a salvo de la degradación del tiempo y la repentina subida de las acciones de la industria farmacéutica en la bolsa de Hong Kong. No pude evitar volver a abrazarla con firmeza y sentir como sus pezones henchidos se internaban en la tersa y abundante carne de mi pecho. Lo tuve claro y lo volvería a tener. Aquel momento debía de ser llevado al cine. No me importaba ni un carajo quien se prestase a dirigirlo, necesitaba verlo como yo mismo lo sentía a través de los ojos de otro. De otro "otro". De un objetivo. De la mente de un psicópata prematuro que no fuera yo mismo. Elsa despegó su cara de mi cuello casi sobresaltada, como reapareciendo en la realidad al despertar de un largo letargo y sin apenas abrir los ojos me dijo que no tenía saliva; que sus labios eran madera del sur tostada al sol recién lijada, que lo sentía y que yo debería hacer algo al respecto. Introduje mi lengua dentro de su boca, queriendo ejercer un tipo de experimento científico no del todo descabellado. Y en parte lo fue. Mentía demasiado bien y nunca a destiempo. Su boca era un manantial caliente y húmedo rebosante de deliciosa saliva. Aquellas eran las malditas mentiras que me volvían loco, las que consiguen que uno sea feliz por un instante al descubrir el engaño; las completamente opuestas a las ordinarias o las jodidas estadísticas mencionadas por Shaw. La cosa mejoró al despegar nuestras fauces, pues ella sonrió con los ojos por siempre cerrados, como diciendo: -Chico, hoy te has portado bien. Realmente bien. Nadie te hará repetir este curso, persuadiré al resto de los profesores de que realmente merece la pena que pases a cuarto grado.- Cuarto grado estaba bien, los chicos fumaban en cuarto grado y los más atrevidos incluso hacían novillos a las tardes para trapichear con anfetaminas. Una sonrisa permanente, un auténtico signo de victoria, de promoción escolar. De saber que eres un auténtico cabrón y ella lo aprecia con ciego apoyo. Solo entonces pensé en el desayuno, si es que verdaderamente iba a haberlo. Sostuve sus hombros con las palmas de mis manos y comencé a masajearlos lentamente hasta ver que ella parecía disfrutar con el gesto tan poco considerado que había llevado a cabo. Solo entonces se me ocurrió preguntarle a Elsa: -¿No te da la impresión de ser más y más infeliz a cada vez, de estar más expuesta a la desnudez de la existencia cuando más cerca te encuentras del tan perseguido infinito?- Su expresión no se inmutó en absoluto, persistió con los ojos entornados meditando tal vez en torno a la basura retórica que yo acababa de vomitar sobre su preciosa cara de cosrista demasiado lista para el empleo que tenía. Y aquella frase corrosiva comenzaba a empapar las sábanas, extenderse por toda la moqueta de la habitación, febril y borboteante; hasta inundar cada rincón de su impoluto y bien perfumado apartamento.
-No se.- me dijo- Pero no tengo nada para desayunar, si es a lo que te refieres.- Me sentí hambriento por lo pronto, pero no mucho mas que satisfecho con aquella respuesta. Fue cuando la besé de nuevo con el mayor ímpetu que recordaba desde que los Pogues volvían a tocar juntos y Alan Shearer le endosaba aquel gol a Alemania en la Euro.
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