martes, 21 de agosto de 2012
Procura hacer siempre lo que yo te diga, pero por lo más remoto del mundo...ni se te ocurra hacer lo que yo hago.
Noté como me abrazaba con delicadeza, poniendo empeño en que incluso el acto de abrazarme destilara un afán de unicidad, de singularidad, de exclusividad. Eso me reconfortaba, ¿para que negarlo? Llevaba bastante tiempo intentando dar con algo diferente y aquello sin duda lo era. No más portazos tajantes en mis narices, bofetadas irrevocables y fielmente merecidas, ni caídas por las escaleras, discusiones enaltecidas de madrugada y vajillas reducidas a polvo por la ira. ¿Cambiar? No lo se. De poco sirve pensar en tamañas estupideces desabrochadas de ñoñería cuando permaneces tumbado boca arriba sobre la cama intentando convencerte inútilmente de que la oscuridad te devuelve la mirada. Mi voz se tornó dulce sin quererlo al sentir como sus dedos comenzaban a enroscarse en los rizos de mi pecho. Las piernas de ella se frotaban con las mías emitiendo una seña de complicidad con excesiva carga sexual, las chispas mestizas que luchaban por prender las sábanas no tardarían en reducir a cenizas la poca castidad que nos asistía ya. Aquello me enloquecía. Fetiches. No entendía como un hombre podía follarse una vagina con inusitada sencillez pero en cambio no podía experimentar la idéntica sensación al estimular su gónada con las piernas de una mujer. Sí, lo sé. Las más retorcidas mentes del Averno pueden apelar a deslizar sus penes ensalivados por la concavidad o pliegue que descansa justo en el sentido opuesto a la rodilla y dar por solucionado el embrollo. Nunca me he referido a eso, tampoco a todos esos reflejos caninos impresos con regocijo en las peores viñetas cómicas a dos tintas subidas de tono. Mi fijación camina por otras lindes. El objeto de mi obsesión pretende mimetizar, materializar, objetivizar e identificar con total exactitud la percepción sensorial experimentada en la penetración vaginal fundida con el concepto objetivo de ... "las piernas". Si en Martin Hache habían de "follarse a las mentes", yo me desquicio por hallar el medio de follarme las piernas, "aquellas" piernas. Puede que Bukowski o Miller supieran de lo que hablo. Puede que no. Puede que me mandasen a la mierda por mencionarlos aquí, pero ellos están muertos y yo sigo con vida. La diferencia parece más que evidente. Después de aquello llegaron los susurros sabor miel, en otra ocasión hubiera desconfiado de dicho comienzo. Dijo que tan solo quería escucharme hablar. Tampoco se trataba de un ruego exageradamente difícil de ejecutar. Sumiso. Obediente. Tan inspirado como un heroinómano en ayunas arropado por los vapores que emanan de un resinoso papel de aluminio. Devorado. Algunos de los peores pasajes de nuestras propias vidas son aquellos que son elegidos por nuestro particular designio. Los que nos acarrean ruina, miseria y desgracia. Esperaba estar en lo cierto. Debía de estarlo. De nada serviría afirmar que tal flujo de dinamismo Heracliteano comenzaba a desfigurar mi propia tranquilidad. Me preguntó que veía en la oscuridad. Y allí estábamos, en una de las miles escenas que podría llegar a desmontar. En una terraza del barrio de Vallecas o Stalís en una tarde agotadora y muy calurosa de verano, degustando con parsimonia los últimos rayos de sol de una ciudad que respira por sistema por sobrevivir al miedo a terminar ahogada. Guardando silencio por nuestras propias almas mientras los niños se las ingeniaban para jugar al balón entre los evidentes desniveles insalvables de la plaza. ¿Quien si no sería tan insensato e irresponsable para jugar allí? Salvajes e incurables. Divisamos a uno alto y de tez entre muy tostada y cetrina que parece no tener rival y abusa del resto con despreciable deportividad. O bien nos abrazábamos con la intención de compartir y expender de manera recíproca nuestro calor corporal mientras observábamos el descender paulatino, descuidado, de los copos de nieve desde el fondo de aquella cueva. Se trataría de nuestra última excursión por los adentros exóticos y mortales del Annapurna sin lugar a dudas. Extraviados y tiritantes, nuestra vulgar visión quedaría prendada de dicha belleza naturalista antes de fenecer congelados en paz y completa armonía. Solo así, pasado cierto tiempo, nuestros cuerpos podrían ser hallados por diversos descendientes y tendríamos la certeza de aparentar deleitantes mayor lozanía y juventud que ellos mismos, de haber desafiado al "tempus fugit" mediante el hechizo nocivo de una muerte demasiado prematura. O tal vez nos encontrábamos fundidos en uno por nuestras manos bajo el disimulo de un gentío de rapaces que abarrotan la grada con lustrosa voracidad en un espectáculo circense. Hipnotizados por el encanto genuino y la rítmica puesta en escena de la función, descubren con sanguíneo, beckettiano o inocente afecto; el recreo que puede reportar la desgracia ajena. La risa generalizada se convierte en impersonal alboroto cuando el payaso triste sufre los agravios dañinos y bochornosos, casi deshumanizantes y humillantes que el payaso feliz le infringe. Era cuando buscábamos sin reparo nuestras miradas, el germen de las mismas. Las comidas copiosas junto al puerto de Dublín siendo molestados por los incesantes cantos de las gaviotas, marcas de cigarrillos mal apagados sobre las mesas de plástico, un café tan amargo y oscuro como la vida...
La lista podría tornarse interminable y seguiría significando absolutamente nada. Miedos, símbolos, preguntas con respuestas que evitar y la misma idea de siempre viajando en mis bolsillos. ¿Hasta cuando? Había ideado aquellas situaciones para nosotros mismos. Solo nos quedaba desear cumplirlas juntos.
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