sábado, 8 de septiembre de 2012

Vale de descuento.

Me pasé doce semanas arrancándome las uñas y dando golpes en las paredes. La comida siempre estaba drogada. Estimo en carestía las drogas, pero cuando eres completamente libre de experimentar, juguetear, convertirte en un especímen potencialmente peligroso bajo sus efectos. Con todos aquellos opiáceos de origen industrial, sedantes para cachalotes e inhibidores de la esquizofrenia paranoide; acababa susurrando el nombre de mi madre mientras la espuma generada por la digestión inundaba mi boca. Los libros de Foucault estaban prohibidos misteriosamente o prestados de manera indefinida en el catálogo del depósito bibliotecario. Al igual que todos los de Cioran y Panero. Las mentes pensantes de instituciones psiquiátricas, los verdaderos titiriteros que se divertían con nuestras demenciales hazañas entre cuatro paredes acolchadas o bajo los chorros de agua congelada a presión, lo tenían todo completamente bien atado. Fue una suerte que durara tan poco tiempo allí. Y de nuevo me vi vagueando al antiguo estilo por las calles de la ciudad. Habían levantado algunas nuevas casas y los coches ronroneaban con mayor fiereza esta vez. La hamburguesa de atún con doble de cebolla y cerveza extra grande seguía costando exactamente lo mismo en la vieja cafetería donde me detuvieron. Fue surrealista gritarle entre esputos al camarero que me había rehabilitado completamente. Nunca más volví por allí. Pero en cambio encontré una cafetería donde me "dejaban en paz", como diría Charles-"Hank", y podía respirar tranquilidad por todos los costados. La veía pasar silbando más allá de mi puesto. Siempre a la sombra, tras el grueso cristal de la cafetería, consumido en mis translucidas borracheras matinales . Hasta que un día encorbatado por un repentino delirio, dejé mi cerveza a medio beber en aquella maldita barra, salí y arranqué las bolsas de la compra que llevaba de sus manos. Se estremeció como una colegiala asustada. Recogí alguna naranja extraviada y la pregunté donde vivía. -En un edificio en ruinas- me dijo con el miedo aún serpenteando in descendo a través de sus sus piernas. -Tiene gracia- recuerdo haberla respondido- Todo está en ruinas por aquí. Hasta nosotros mismos habitamos en ruinas más allá de nuestro propio interior.- Siempre era grato mirarla a los ojos. Solía preguntarme:
-Ey! En donde te has metido?-
-Oh! Lo siento de veras- espetaba yo muy cortés- He estado algo ocupado. Bebiendo.- Y no era del todo mentira.

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