domingo, 29 de julio de 2012

He estado demasiado tiempo borracho. Hasta el cerebro de Poe cedió podrido al brandy.

Tengo astillas clavadas en los dedos y no soporto las colas para comprar lotería, ni las hordas de asaltadores callejeros bajo el cobijo de cualquier ONG que aún no ha entendido el sentido egoísta del altruismo. Será la resaca, la música de Mozart en la calle o el sabor de este navideño cigarro puro. ¿Como escapar de algo que te persigue eternamente? Tan solo me siento dichoso y maravillado, pues mi chica y mi amor nunca fueron la misma persona. De camino a casa doy con un transeúnte que escarba en la escoria de un contenedor. Me detengo, clavo con interés mis ojos en él y deduzco que busca metales para la reventa. Es la única explicación que lo puede legitimar a destrozar en infinitas porciones aquella lavadora vieja. Junto a él, diviso una silla con un estampado que se me hace familiar. Unas flores rosas serpentean con escasa gracia por todo el estampado de la silla, denotando el escaso gusto del que sin duda la tapizó largo tiempo atrás. Reposabrazos angostos y poco mullidos descoloridos por el paso del tiempo y contados brillos en el desgastado barniz. La examino con mayor detenimiento al acercarme y adquiero conciencia de que algunas manchas de grasa persisten sobre la tela. Me siento y chirría con lentitud la madera. El chatarrero gira sobre si, y me interroga sobre la silla. Le digo que pienso quedármela, a lo que no parece oponer objeción. Pensará que estoy chalado o que simplemente tengo un gusto lamentable para la decoración. Puede que ambas opiniones sean correctas, pero aquella silla desafía incomprensiblemente mis sentidos, los prescribe ejerciendo una extraña provocación, envite, al que no parezco poder resistirme. Cargo con ella a la espalda y me despido del olor a basura en cuanto me voy alejando paulatinamente de aquel basurero indecente. Subo por las escaleras de mi edificio y el piso me espera completamente helado, debí de amamantar algún brasero antes de aventurarme en otro paseo matutino por las venas de la ciudad. Enciendo la calefacción a base de insistir con el carbón más barato que pude hallar y hago descansar a la silla en la mitad de la cocina. El cisco comienza a chillar y a coger fuego mientras lo soplo para poder calentarme las manos. Enciendo un cigarrillo y me siento a contemplarla. Desde luego esa maldita silla tiene algo que yo no alcanzo a capturar de buenas a primeras, a interiorizar o categorizar. Me seduce. Como un perfume fino pero intenso en el cuello de la mujer besada, su sexo comenzando a caldearse lentamente cual antiguo chubesqui lacado, al roce con tu entrepierna. Como unas buenas piernas, fuertes y recias acompañadas de unos pies bonitos o en cambio unas canillas finas, enjutas con sus respectivos pies huesudos y malcarados. Como las uñas bien pintadas de color negro o rojo y una lengua acariciando tu oreja con la delicadeza de la mejor de las caricias. Como todas esa pequeñas cosas que excitan nuestra libido sin razón aparente y hacen que la temperatura corporal comience a medrar. Su estampa es la de una mujer delicada a pesar del paso del tiempo y el lamentable uso que se le ha dado. Hiede a palomar. A encierro. A irracionalidad animal. Me recuerda a todas mis novias del pasado sintetizadas bajo el influjo de un objeto abrupto que me hipnotiza cual opio afgano. Mando a la mierda a mi psicoanalista y sus coloridas teorías sobre el fetichismo. Freud consumía cocaína, no se despertaba con las noticias de las tres y la única imagen que venía a su mente era la de demasiados gintonics, dos o tres barbitúricos y una paja que no te pudiste hacer por tener la polla completamente fuera de órbita. El tuvo noches mejores. El caso es que desabroché mi cinturón y los pantalones se deslizaron hasta el suelo. Me tiré aquella mugrienta silla. La luz no era del todo tenue en la cocina, pero no pude frenar aquel exceso de persuasión que aquella butaca desempeñaba sobre mi. Y creo que incluso llegué a amarla.

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