domingo, 9 de septiembre de 2012

Nunca llegaré. Pero no necesito que me lo recuerden. Parte (II)


Me hubiera gustado comenzar este relato al igual que Sthendal descorchaba las primeras aproximaciones de su "La Cartuja de Parma". Una entrada plagada de invasiones extranjeras bajo el humo insaciante del horizonte, el olor violento a guerra inminente, descripciones de grandes celebridades históricas y también un adelanto tímido de miserias y amores furtivos típicos de los periodos entre guerras. Es cierto que los novelistas de la época, reconocidos en vida o no; eran auténticos maestros de la puesta en escena. Así como el bueno de Marie Henri, Balzac cautiva la taimada tolerancia del lector con sosegadas y cuitadas descripciones de los entrantes, antes de destripar sin apego por la moral que promete no profesar, la verdadera carga explosiva de su narración. Siendo coetáneos, Stendhal responde a los rasgos de un zapador quien tiende puentes desde el exterior del universo que pretende describir en sus obras. Es un gesto harto loable para los lectores. Sí, así es. Una vez agradecidos, estos acabarán por recalar poco después en la negrura de su microverso interior. Desde luego estamos ante un descenso terrible y apasionante, quien lo diría. En cambio Balzac, aún teniendo constancia y conocimiento de los puentes, es un vehemente dinamitero, un hombre bala con aparente poca puntería pero inaccesible amor por las ascenciones riesgosas. Su espíritu es el del martillo como bien dirían más adelante. Rompedor y descarado. Explosiona partiendo desde sus propios adentros para finalizar por dar entereza a la universalidad que rodea su universo literario. Me sentí siempre emparentado con Sthendal, y nunca me lo perdonaré. Pero decir que ejerzo la mímesis como elemento de adulación aquí, sería desmerecer por completo su magnífica obra y ensuciar aún un poco más las expectativas de esta fatídica narración. Pero si en algo huelgo aquí a los mencionados titanes... Ésta deuda podría resumirse en una palabra: Realismo. Sin duda. Wilde y sus miedos estéticos infundados con no poco acierto, no tienen cabida aquí. Realismo. Pero pictórico. Y estadounidense. De Whistler, Hopper y Bellows. Mancillado y pulcro. Demencial pero razonable. De buen o mal gusto. Donde el "todo" ocurre cuando nada ocurre. Es tal vez un grito pasajero hacia el más absoluto nihilismo cuando las respuestas remitidas a las preguntas propuestas son deleznables, paupérrimas, ridículas, conformistas o realmente patéticas. Cuando no pueden y no quieren ser asumidas, permitidas. Cuando el "movimiento" como fenómeno físico está admitido, pero no sucede. Y la quietud entendida como concepto, no parece evocar nada y es completamente repudiada por su insipidez. No se parte de ninguna parte como bien hacían los literatos realistas franceses, porque no se puede llegar a ninguna otra parte. Tanto lo exterior como lo interior han terminado casi por fundirse en un vaticinio apocalíptico Hegeliano y "dos" cosas pueden llegar a ser tan solo "una". Dos sentidos pueden significar lo mismo para favor de un incomprensible relativismo. La heterogeneidad domina y esclaviza. La construcción unificante del sujeto único ha llegado al último estadio de su monstruosa gestación. Y de aquí mis ganas de vomitar. De aquí mi último alegato rabioso y contemplativo. Destructivo y constructivo. Propio del dinamitero y el zapador. De todos y en síntesis de uno solo.

 Mis ojos comenzaron a desprender un abyecto relucir lascivo al tejer una irreversible sucesión de oxymorones de escasa calidad: "Te besaré con tanta dulzura y te follaré tan fuerte... Deslizaré en el interior de tu matriz todo el espeso odio que me pervierte". Eran una auténtica puta mierda de líneas y yo lo sabía perfectamente. Sin duda aquel sería uno de los menos usuales reclamos literarios para publicitar un nuevo e infumable librito de poesía encarnizada y visceral elaborado a base de ginebra en rebajas, que se vendería junto a las octavillas dominicales de alguna viñeta underground. La mirada me permanecía rojiza, abducida por una continua irritación debida al constante aburrimiento y al cloro de bajo coste que inundaba las cristalinas agua de aquella pacífica piscina. Hubiera cerrado los ojos evitándome una más que probable conjuntivitis, pero no estaba dispuesto a perderme los últimos segundos de aquella sublime e irrepetible proyección. Flotando boca abajo con los brazos extendidos, la sangre brotó sin prisa de los orificios abiertos de mi espalda y comenzó a fundirse con la firme acuosidad de la piscina, intentando cautivar un ejército de hojas marchitas que flotaban también junto a mi cuerpo. Fue un verdadero alivio saber que mi vida no era lo único en proceso de descomposición en todo aquel sublime y último chapuzón. Aún faltaban escasas horas para que el sol se elevase por encima de las abrasadas colinas de la Insulaner Berg y mi cuerpo inerte fuera remolcado por una pareja de toscos policías ayudados por dos palos hasta la orilla. Para asombro y horror de todas las jaurías de bañistas madrugadores era la primera persona que veían muerta. No los culparía. Ellos serían los primeros y últimos domingueros asustadizos que yo vería post morten. Era relativamente justo. La relevancia de mi muerte pasaría claramente desapercibida. Aquello era un hecho, estaba en lo cierto. No significaría nada más allá de un titular de carnaza barata para los tablones amarillistas ávidos de alguna exclusiva bomba con la que poblar las mesitas de las peluquerías para señoras. Quizá tal vez un caso de asesinato rápidamente archivado atribuído por mi ineficaz abogado a cierto ajuste de cuentas por mis deudas de las apuestas contraídas con corredores kurdos u otro titular de "papel mojado" en las páginas abarrotadas de sucesos. Al igual que una crítica escrita de mi puño y letra sobre la mayor exposición jamás exhibida de realismo pictórico Estadounidense que no vería la luz. La tinta debería de haberse diluido lentamente en el interior de mi agujereada americana color crema. Un olvido imperdonable que me había llevado hasta aquella piscina y a la vez, tumba acuática. Pero este relato carece de sentido sin la incursión en el mismo de Marion, quien fue quien delató mis escapistas intenciones finalmente y me condenó a caer en manos de los secuaces de algún influyente marchante de arte de la ciudad. Gente despiadada y sin rostro cuyas almas corruptas nada saben de Flaubert o Ruskin, quienes hacen desaparecer todo lo que los obstaculiza entre ellos mismos y el éxito. Hay quien dice que cada persona elige a sus amigos. Puede que comparta en cierta parte dicha frase, aunque no consideré a Marion como mi amigo; pero si que lo elegí. Juntos habíamos pateado y vagabundeado antes de cumplir los treinta por cada rincón de país en busca de aventuras e historias dignas de ser contadas. Fueron tiempos dorados dignos de recuerdo atosigados por la juerga, aspiraciones vacuas de libertad y desenfreno simpar hasta que las historias dignas de ser contadas dieron con nosotros y no al revés. Yo tuve un hijo fruto de una relación antediluviana al que apenas veo en dos o tres ocasiones señaladas por miedo a que no sea mío  y Marion se enroló en el ejército en cuanto el continente entró en profunda recesión. Increíble. Un licenciado en ciencias políticas que abogaba por los derechos humanos y un futuro pacifista sin guerras, aprendiendo a disparar un subfusil de calibre medio mientras que yo derrochaba todo lo aprendido sobre vanguardias, expresionismo e Historia del Arte sirviendo patatas fritas a ominosos desconocidos a través de una ventanilla lacrada con manchas resecas de aceite. Sus maniobras duraron lo que tardó en retornar licenciado al de dos años por medio kilo de metralla incrustado en el costado izquierdo de su torso. Era un verdadero sufridor, nunca lo negué. Para su regreso, mi anterior pareja había encontrado algo mejor que un trabajo bien remunerado: un novio con poco cerebro y demasiada pasta. Debido a esto, puede enviar a la mierda aquel trabajo idóneo para enfermos cerebrales y discapacitados varios, dar un respiro a mi parte de la pensión para el recién nacido y visitar a Marion en el hospital militar. La sonrisa no abandonaba su cara. Un gesto de felicidad dominaba su expresión y sus carcajadas no parecían destinadas a  no hacer la maleta en mucho tiempo. Me dijo que podía haber sido mucho peor. Ni lo dudé a ver la cantidad de sangre que le injertaban en las transfusiones cada 5 horas y la que goteaba en el suelo después de generar asombrosas estalactitas color charol escarlata desde el somier de la cama. Cuando la enfermera abandonaba la habitación me hacía sentarme junto a él y me susurraba:

-¿Ves? Soy un vampiro. Y estoy muy, muy sediento. Y aquí.... ¡Me alimentan sin rechistar!-

No pregunté de quién era toda aquella sangre, pero después de aquella escena algo me decía que Mickey Rooney era donante de sangre del mismo grupo sanguíneo que Marion. Nunca volvió a ser el mismo. Permanecía en casa emborrachándose hasta caer rendido alimentando su brutalidad imbécil con el subsidio obtenido por aquel accidente en la reserva militar. Después nos distanciamos físicamente durante un  tiempo. Yo volví a escribir con asiduidad sin llegar a publicar demasiado para la sección de artes plásticas del Exberliner y retorné a frecuentar las peores calles de la ciudad que me amamantó y mi memoria no había olvidado dejándome llevar como no recordaba. Una mañana de Domingo el contestador de mi apartamento escupió un mensaje referente a Marion. La que hablaba en un marcado acento polaco decía ser su casera. Decía que era importante, que se requería de mi presencia en un hospital de Leipzig con urgencia. Al parecer mi nombre y número de teléfono era el único que emergía en la libreta de contactos de Marion entre un mar de seudónimos estrambóticos de camellos acompañados del prefijo "el". Me lo tomé con calma y me dejé caer fortuitamente por Sajonia media semana después. Una sensación de que el pasado volvía a repetirse se sacudió en mi interior y me sometió al subir por las escaleras del hospital. Al entrar en su habitación encontré a Marion con el pelo grasiento y extremadamente largo, desaliñado, masturbándose sobre la cama mientras veía lucha libre norteamericana en la televisión. Sostenía con en la mano  izquierda una cerveza Sternburg con excesiva pinta de estar tibia y con la otra se machaba el miembro sin cesar. No pareció inmutarse al verme entrar. Tampoco paró de darse placer cuando me senté frente a él.

-Te daría la mano, pero tengo ambas ocupadas amigo-

Supuse que eso suponía su muletilla de bienvenida. Guardé silencio unos segundos y presté atención al televisor. Dos tipos ultra metabolizados fingían romperse la cara a base de coreografías disuasorias mientras el público rugía enfervorecido a pesar de saber estar presenciando una de las menos realistas farsa escénicas. Pensé en Flaubert una sola vez más. Rompí el silencio y los finos gemidos.

-Siempre supuse que te gustaban las mujeres. Y tan solo las que fueran menos musculosas que tú-

Ni siquiera despegó la vista de la pantalla pero pensó sosegadamente su respuesta.

-Sé que son hombres. ¡Esta es la categoría masculina, lo han dicho hace unos minutos, joder! A mi me gustan las luchadoras. Los productores de estos programas no son nada estúpidos, ¿sabes? Te sueltan a dos o tres "periquitas" con unos melones gigantescos y algo menos de medio gramo de grasa en sus nalgas tirándose de los pelos para ponérnosla dura a todos en casa. A una le he visto hasta los labios de la vagina entre el bañador y eran realmente gruesos, creéme. Pero no tienen fondo, todo el mundo lo sabe. Se agotan pronto. Así que cuando más dura la tienes, el combate acaba y entran esos mamelucos con ganas de bronca mientras que lo único que deseas es correrte sin hacerte preguntas sobre tu propia sexualidad. Es por lo que me imagino que son mujeres. Me imagino como sería todo eso si esos dos eunucos fueran mujeres y caso resuelto.-
Aquella era toda una demostración de fuerza imaginativa y retórica. Estaba asombrado.

-¿Aprisa!- me gritó de pronto- estoy casi a puntito y necesito que alguien meta un par de monedas más en el televisor antes de que se apague. Toma. La enfermera tardará demasiado en acudir.-

Dejó la cerveza hirviendo sobre la mesilla y me dio tres monedas de 10 Pfenning. Obedecí. Pero eran insuficientes y la televisión acabó por apagarse. Puse cara de no tener la culpa y Marion se mostró comprensivo. Le pregunté porque me había llamado.

-Yo no te he llamado viejo perro. Sería mi casera, Teresa, esa sucia polaca de vagina putrefacta. Me dijeron que rebuscó entre mis papeles en busca del nombre de algún amigo dispuesto a pagar el alquiler por mi. Valiente estúpida. La sífilis debe estar corrompiéndole esas dos neuronas que aún le quedan sanas.-

Un ojo parecía intentar fugarse de su cara, como dominado por iniciativa propia. No lo culpé entonces, ni lo haría ahora. La mugrosa barba  lo dotaba de un aspecto mucho más despreciable del que nunca pude imaginar. Era un vagabundo sin gracia, ni patria pero con estudios universitarios. Indagué en el porqué de sus vacaciones en el hospital. Se desembarazó de las sábanas y pude observar todas sus piernas devoradas por la necrosis. El almuerzo se inquietó en el interior de mi estómago intentando ser catapultado a través de la garganta en busca de algo de libertad. Hurgué en mis bolsillos en pleno acto reflejo al acecho de un pañuelo que parase en seco la inocente intentona en forma de chispeo de vómito. Preferí la metralla de antaño incomodándose por encarnarse en sus costillas y no despegarse de él por nunca jamás.

-¿Tiene mala pinta, eh? Dime, ¿en cual de tus tan amados cuadros has encontrado tonalidades de este tipo? Tan reales y sanguíneas. ¿En Kichner quizá? ¡Al demonio! Seré el nuevo Roosevelt. Dicen que nunca más podré volver a usarlas. Ya era hora. Ellas me han usado bastante ya a mi. ¿No crees?-

Le rogué que cubriera sus extremidades y que me relatara como había llegado toda aquella carcoma hasta sus piernas. Al parecer en una noche de jaleo, un tramoyista ruso de la ópera con el que se entendía había despellejado en pleno apogeo etílico a otro cargador del Este y la sangre que brotó de manera aleatoria del pecho de este, habría inundado los ropajes de Marion. Completamente borracho, acudió a casa con la idea de darse un baño. Habiéndose despojado de todas sus prendas y sentado sobre el vértice de la bañera, abrió la fuente del agua caliente empezando a bañar únicamente sus piernas. Tal era su grado de ebriedad que se quedó profundamente dormido en dicha posición y al despertar de cierta pesadilla ora hiriente ora dolorosa, observo como la epidermis de sus piernas se había fundido dando paso al efecto que yo había presenciado. Tal fue la impresión de su visión que pronto cayó de la bañera golpeándose la cabeza en contra del azulejo. El shock lo dejó inconsciente durante unas horas. Los gatos que se colaron por la ventana de su habitación al amanecer hicieron el resto al parecer. Me pidió que no le compadeciera pues no había cosa que odiara más. La compasión de terceros. Cavar hoyos quizá o ser pasto de los mosquitos, sí... Pero aquello no venía a cuento entonces. (...)

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