miércoles, 23 de mayo de 2012

Teelichtern.




Por lo general me suelo sentar en una silla junto a la puerta de mi apartamento. Desde allí tengo una vista envidiable de la moqueta marrón que recubre el suelo. Bebo vino tinto tibio, sudo la mayoría de mis camisetas interiores, veo como los faldones de grasa visceral se desploman por mis costados, repaso u ordeno ciertos recuerdos y espero a que el cartero deslize por el buzón alguna que otra carta. En definitiva, pierdo el tiempo sin miedo a nada en el mundo, ya que el ventilador que me regalaron por Navidad aún funciona a las mil maravillas. Solo algunas veces me levanto tambaleante empapado,  en sudor y leo a Thomas Bernhard mientras cago en el baño y la lavadora no para de dar vueltas. Dar vueltas, hacer un ruido muy destacado, casi estridente y mezclar por completo los colores de toda mi ropa. Leer a Bernhard me recuerda que cualquier locura por la que me puedo ver fugazmente invadido resulta siempre escasa, tan escasa como para ser capaz de hacerme perder la cabeza de una vez por todas. Disparar armas de fuego sobre desconocidos, beber sangre por las mañanas o masturbarme desde el balcón. Todo se debe a los estragos de la ginebra y el temor a las teorías cuánticas que se divulgan por televisión. Son solo cualidades propias de alguien que se esfuerza diariamente con toda su absoluta voluntad por mantenerse sobrio. En otra época me hubieran tratado como a un ingenioso iluminado, un auténtico profeta, en vez de azuzarme con innumerables órdenes de alejamiento, horas de trabajo no  remuneradas para la comunidad y mensajes hiracundos o amenazantes de mujeres a las que nunca tuve el valor de volver a llamar en el contestador después de copular con ellas. Las divorciadas son mi especialidad creo, ningunas como ellas; capaces de hacer caer todo su orgullo y despecho sobre ti  por medio de detectives privados, matones a sueldo o pintadas sobre el capó de tu coche. Nadie las ha tratado bien en su vida, y yo nunca he sido una excepción a pesar de no haber hecho nunca el servicio militar. El problema esté quizá en las expectativas que uno se fija por momentos. Uno ha de llegar a ser tal, poseer tal, codearse con tales y estar capacitado para no perder el decoro hasta enloquecer ni siquiera por un instante en un mundo de locos. Me entristece pensar de "tal" manera. La empresa menos complicada y más importante es mantenerse vivo, y creo que eso ya supone excesiva carga emocional para un pobre hombre como yo. No puedo mas que arrastrarme hasta el espejo del baño y estar obligado a ver el vomito que cubre mi reflejo. Solo veo a un tipo que ha dormido vestido, que se enrola en ruedas de reconocimiento a  cambio de un mísero bocadillo de fiambre y que no se afeita por miedo a tener la tentación de cortarse el cuello dominado por cierto arrebato de altruísmo. Si en vez de ser un homínido pseudo racional hubiera sido un perro que ha enloquecido, me hubieran sacrificado hace décadas sin el menor rechistar. Creo ver como toda esa mierda viaja a través de mis venas y parece que el fin de cada uno es completamente inevitable. Es una pena que nunca nos advirtieran de tal cosa al venir al mundo, en aquella maldita sala del hospital público, junto a las cachetadas necesarias para poder llegar a inhalar las primeras bocanadas de un oxigeno que nunca elegimos respirar. De madrugada nada parece mejorar: los semáforos perduran cada noche sumidos en un neutral e intermitente color ambar. La única violencia que realmente añoro y extraño es la que viaja de incognito junto a la parsimoniosa brisa de las noches de verano.  Pero a la postre, todo resulta insípido. Común e insoportable. Agrio e hiriente para un hombre que tranquilamente se contentaría con descansar eternamente personificado en una estatua de bronce semi noble del parque. Una estatua sobre la que los estorninos pudieran cagar cada verano sin miedo a ser envidados por la cicatería de las golondrinas, las prostitutas baratas y lloronas, los policias corruptos. Una estatua, como bien digo, que tuviera la  idéntica ruina para oxidarse que la que tuvo dicho hombre para vivir sus dias, sus  amaneceres tóxicos y sus inconfesables ocasos.  Y al final de nada te sirve saber que existen duchas frías y frías duchas. Si alguna vez necesitaste tomar alguna de las dos, sabrás perfectamente en donde reside la diferencia entre ambas. Que más da. Daniel estaba en lo cierto. Da igual que te susurren mierda en alemán al oído o no. Lo primordial es que te acaricien las pelotas mientras te la chupan.

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