miércoles, 22 de febrero de 2012






Ella, ajena a mi mirada, leía a Neruda.

Yo, desollaba a Leopoldo Panero.

Supuse que debía de estar enamorada;

yo, llevaba loco el tiempo suficiente

para saber que el amor no existía.

Se pidió otra cerveza sin alzar la voz

apenas, y yo otro Baileys.

Suave. Seductora. Confiada.

Deslizó su mano por mi espalda

repleta de sudor, con delicadeza

y lujuria.

Quería quedarse con mi libro de poemas

pero me despedí con dos besos de ella.

Camino de casa, bajo la luz sepia de los faroles,

la fina pero insistente llovizna, inundó mis zapatos.

Mis bolsillos.

Mis ojos.

Al fin, mi alma.

Llevaba el suficiente tiempo loco para saber que el amor

no existe.

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