domingo, 19 de febrero de 2012

El reloj de la cocina marca las 12 y 24 minutos, pero ni siquiera el hecho de que lleve parado desde el verano pasado supone un verdadero drama ; siempre me ha gustado pasear al mediodía. Apago las luces a mi paso, beso algunas postales antiguas, descoloridas por el paso del tiempo, y me santiguo justo antes de abrir la puerta de mi habitación. No soporto ninguno de los planos vetustos de una experiencia  suprasensible que tenga por origen cualquier pasaje cotidiano. Se me tornan tan densos como el azogue e intento desprenderme en mayor o menor medida de los mismos, de la misma manera que dinamito la confianza puesta  en aquellas personas que se visten con calcetines desparejados. Es una de las razones por  la que deje de confiar en mi mismo. Se tratan de algunos de mis odios no argumentados y pendientes por descansar elocuentemente sobre el mullido pero inefectivo diván del psicoanálisis... Me desespero mientras el ascensor, reumático en su decadencia, se encarama hasta el hall mal alicatado en el que he orinado tantas veces con anterioridad. Mis micciones. Un agrio olor de mis adentros. Mi cínico territorio. Hay quienes apelan con hipócrita primitivismo a marcar lo que entienden como propio, grajeándose el respeto mediante materialismos al uso, "a la modé". Pero yo en cambio, he aprendido a convivir parsimoniosamente con las lágrimas cada famélica noche. Con ese llanto pusilánime que se acongoja taciturno bajo tu garganta tras la última dosis de crack, junto con los cobardes deseos de no haber venido a entablar disputa en esta asquerosa existencia. En esos momentos es cuando te convences de que ha llegado la hora de limpiar el polvo que amontonan los cadáveres hediondos, putrefactos, del camarote y bajar la basura. Me enciendo un cigarrillo nada mas pisar la calle y todo parece mejorar. Después de dos o tres bocanadas que despejan las dudas pasajeras sobre otro milagro nuclear, entro en un destartalado ultramarinos en busca de alguna botella mediana de ginebra. Todo son sonrisas, colores en las estanterías, tintineos agonizantes al paso del tranvía,enormes bolas de pelo bajo el mostrador. El hilo musical vomita una melodía que se me hace familiar:

"¿Que fue de aquellos años de "Mystery Train", la fe en el dorado optimismo, las coreografías de Beyonce, el humo escapando tras los dientes...? Creer que algún día fuimos nosotros mismos sin encarar lo verdadero que persiste en la mentira. Un desfile de nefasta candidez ataviada de lo diáfano de otro desnudo. Un vómito a la orilla de este amanecer que se siente afortunado por sobrevivir a otro Domingo. Sin tercio, ni bando, ni causa por la que maldecir. Tan solo, sobre la acera del puente. Arriba, en el Olimpo, todos se carcajean de nosotros; de nuestras pequeñas batallas, de nuestras insípidas lágrimas. Los entiendo. No nos culpo. Los entiendo. No nos culpo."

Debí de escribir aquella canción en otra vida. Y si no lo hice, creo que nunca llegaré a perdonármelo.

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