lunes, 13 de febrero de 2012

Gesundheit...

Nunca digas que no a una mujer. Esta es la interminable respuesta que la Historia les ha reservado desde el más ignominioso principio. Diles siempre que sí. Y así al menos tendrás la convicción de que las harás felices. Fue una de las pocas conclusiones fructíferas que obtuve al dejar atrás aquella megalópolis colmada de vulgo ajetreado, de vicio sin su respectiva virtud y miedo a la eternidad infatigable. Una ciudad a oscuras de túneles subterráneos, de curvaturas sinuosas; síncopes concatenados por la ingesta desafinada de ketamina. Encerrado tal vez en mí mismo mientras mi cuerpo quedaba prendado cada diez minutos de las muchachas que entraban en aquel vagón de metro sin estación definitiva. Un eterno retorno del que fue complicado evadirme. Pero la noche perpetua aún me conservaba una paradójica canción, una amarga oda a la fugaz pasión de dos locos lejos del encierro. Unas contadas miradas bastaron para dejar en entredicho lo que nuestros cuerpos venían deseando con alevosía. No quise tener razones. Las verdaderas razones atienen a los mortales, se engendran entre la frondosa maleza, la densidad del pecado. En el origen de la inmundicia. Es sucio. Pero somos sucios. Su boca sabía a sueño y por desgracia deduje que nunca había aprendido a domesticar sus sentimientos. La desnudé con delicadeza y antes de que pudiera desproveerla de sus bragas ella apagó la luz. No sentí ningún tipo de desidia pasajera cuando lo hizo. Sabía que extrañamente mi cuerpo podía ser lo que la había arrastrado hasta mi cama. Hacía demasiado tiempo que este llevaba siendo pasto de las tabernas, descendiente del alcohol, campo de experimentación para los más intensos químicos del mercado callejero. Auténtica carne de cañón. La besé con todo mi deseo aunadome en un húmedo ósculo y descorché la suavidad de sus atezados pezones. Sus pechos habían sido purgados por el ayuno, desinflados sin piedad aparente. Nunca me importó. Todo ser humano ha de mantener intacto por siempre su propio derecho a sufrir si así lo desea; a desencadenar los efectos de la inicua angustia sobre su propio cuerpo. Entonces creí entender el percance con la luz. Permanecía igualmente bella, radiante para mi mientras se veía sumida en la más absoluta oscuridad. Jadeó y jadeó durante unos minutos. Sabía que si caía en sus súplicas, nunca más volvería a verla. Y a pesar de verdadera, no podía tolerar aquella plomiza idea. Su mirada me seguía allá a donde yo dirigiera la mía. Me estremecía y seducía al mismo tiempo. Al despertar, respiré el frío sin apenas ganas, las campanas llamaban a otro pacífico Domingo y los aviones surcaban los cielos muy por encima del humo de mi aliento. Solo puede versar las siguientes palabras:

Una finitud cortante al encogerte de hombros debido a la gelidez. Esperando al silencio, que abastece el firmamento con sus rojas tormentas, ansiosas por descargar la cólera y realizar así su iracunda impronta. 

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