jueves, 1 de marzo de 2012

-No busco amor. -Eso es una verdadera suerte.

Torsten trabajaba de camarero en el Reilcafe, un pub ambientado con música northern soul y una infinidad de motivos que aludían al culto de la Vespa. Su padre era húngaro y su madre había vivido toda la vida en Berlín oriental. Allí fue donde Torsten abandonó la mayoría de sus más tempranos recuerdos. Sepultados bajo la atenta mirada del férreo gris de octubre, las mentiras que pululaban por la radio y todos sus silenciosos vecinos amamantados al unísono por la Stasi. Ahora la sonrisa suele acomodarse de vez cuando en su cara, siempre acompañada por una gorra plana que se desgañita por despachar con amabilidad a los últimos clientes del bar. Ahora lo tengo delante silbando una vieja canción de los "Trashmen" mientras seca un vaso largo. Le digo que tiene predilección por las propinas y me obsequia con el detalle de no enojarse. Responde alzando la mirada que adora los libros de historia, pero su hijo de ocho años aún no se ha interesado por la lectura. Cada día vuelve a la hora de la merienda desde la escuela, y nada más subir las escaleras velozmente, pregunta a su padre por que ellos no tienen un televisor como el resto de sus amigos. Entiendo lo de las propinas, los préstamos bancarios invertidos en pulgadas de tubo catódico y las penurias agridulces del capitalismo en la antigua Alemania del Este. Pago la ronda de Beck´s y me prometo que mañana cambiaré de hábitos. Torsten responde que las manchas densas de aceite seguirán desfilando pared abajo en mi cocina y los pulmones insistirán en ese molesto silbido que me aflige al respirar. Supongo que el otoño sabe un poco más amargo a cada bocanada que doy mientras el tiempo se sucede lentamente en el interior de mi prisión. Y de manera opuesta, con mortal rapidez, en el exterior. Busco algún papel extraviado en mis bolsillos para dar con la lista de aquellas causas pendientes que enarbolé nada más aterrizar en esta ciudad. Decido ni intentar ponerme al día con la primera de todas. Tengo tan mala suerte, mi torpeza es tal, que incluso el acto de intentar suicidarme bajo este frío que me atosiga, se convierte en una empresa casi imposible de llevar a cabo. Arrastro los pies hasta mi portal, meto la llave y la pesada puerta cede ante mis encantos de galán seductor. No todo es tan sencillo siempre. Como redundante tópico, ninguna carta espera mi llegada en el interior del buzón. Subo las escaleras. Siento que de nuevo retorno demasiado pronto a casa e inmoderadamente bebido. Como cada noche, orino sobre el cepillo de dientes de Löss, mi obeso compañero de piso. Escupo sobre una reliquia de calzoncillos y calcetines sucios que retozan cerca de la bañera desde que llegué y maldigo no haberme cruzado con Jada esta noche. Siempre huele tan bien... Como la postrera belleza terrenal. La única mujer que deseas contemplar cuando abandonas la comisaría sin las esposas rodeando tus muñecas y la camisa llena de sangre. Cuyo teléfono siempre comunica. Me veo reflejado en la ventana de mi habitación y me percibo cual Bandini. El metro rebosa de tipos como yo. Hombres que "Preguntan al polvo" y "esperan a la primavera".

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