miércoles, 15 de febrero de 2012

-Puede que tu atalaya esté construida sobre cieno.-

Reprimo la nausea mientras mis tobillos se hunden en el lodo, entre denso y acuoso, que emerge bajo las nubes de este desierto abigarrado de temerosa paz y violenta muerte. Una visión romántica de ácida síntesis con cielos pintados por Turner y tormentas enclaustradas por Friedrich. Camino entre los huesos casi podridos de lo que antaño fueron personas, y me cuesta dibujar las caras de aquellos cráneos que me sonríen con desinteresado cinismo. Es inevitable sentirse observado. Y es entonces cuando parece insospechadamente cándida la premisa que circunda y arremete contra mi pecho; esa que delata lo peligroso que coexiste en querer saber y llegar más allá. De atravesar los umbrales del conocimiento a los que me remito ensalzando una continua negación dominada por el pesimismo, un pesimismo redentor que profetiza la aversión por recaer y descansar en lo inofensivo. En dejar de ser una navaja cuidadosamente afilada para los mullidos, provechosa en lo mordaz y homicida en acto y potencia. Pero de nuevo oigo silbar a Cioran. Y su silbido se erige crudo y desgarrador: desmiembra párpados que tiñen de rojo la visión , deslengua sin pudor ni remordimiento y detona sí, los tímpanos del que una vez oyó y nunca más quiso volver a sí. "No hay negador que no esté sediento de algún catastrófico sí" dice Emile. Y su frase lapidaria en principio, tiene como único sujeto al propio Emile, pero sin duda, con el paso de los segundos se hace universal al resto de sedientos negadores. Y ni siquiera he vuelto a encontrar las palabras adecuadas en el viento para poder expresar los fatigados regresos a casa con la luz del alba como única confesora. Intuyo tal vez que la remilgada quietud parece ser necesaria cuando arrastra consigo torrentes serpenteantes de creación. Pero cuando ésta se retrasa en su llegada, habiendo perdido el rastro de alguna estrella renegada tal vez, la angustia de las noches sumidas en la oscuridad se convierten incompatibles con el otro. Algo conlleva el olvido de uno mismo, esa demencia que entumece el ánimo y desata que las lágrimas caigan en saco roto bajo la lluvia. Inquisidores allá a donde miro, incluso cuando rastreo entre los contados entresijos oxidados que la ginebra engendró en mi interior.

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