miércoles, 15 de febrero de 2012

17/09/2011

Tuve que arrastrarme con una única mano hasta la mesilla del teléfono mientras con la otra asía los resquicios restantes de mi hígado. El dolor había comenzado aquella mañana en forma de leves pinchazos a los que estaba acostumbrado, para terminar por extenderse completamente impidiéndome incluso gemir como una comadreja y mentar a todos los dioses olímpicos. La ambulancia no tardo en venir. Mientras oía a aquellos camilleros desmontar tres pisos abajo la parihuela de un golpe, eché mano de lo que seguramente iba a ser mi último trago. Después de aquello, debería de contentarme con observar como los mejicanos copaban las afueras de las tabernas e intercambiaban algún insulso monosílabo mientras bebían cerveza bien fría en las tardes calurosas de verano. Eso sería lo más cerca que iba a estar, sin lugar a dudas, de una cerveza. Me armé de valor para apretar con frialdad el embrión infecto y palpitante que se acomodaba impunemente bajo mi pecho, mientras la ginebra desinfectaba mi garganta a modo de antiséptico.
Todas las ambulancias me resultan iguales. Nada más meterme en ella llegué a la conclusión de que por fin había arribado el momento de quejarse sin remisión. Pronto intuí que aquellos auxiliares de ambulancia hubieran preferido pasar dos noches en Chernobyl con desayuno buffet-radioactivo gratis, que cargar con mis lamentos durante un escaso cuarto de hora. Las salas de espera están plenamente congestionadas de gente fea, horriblemente desesperada y maloliente. Todos ellos miopes, obesos y mal tatuados. Homosexuales en paro, esquizofrénicos cobardes; perdedores demasiado habituados a vivir de la sucia limosna de los sobrios, sanos y cabales. Todos ellos, sin excepción alguna, son deformes ante mis ojos. Al igual que sus dolencias, tan infames como las escasas aspiraciones que los mueven a considerarse inmortales; un privilegio del que no van a verse privados mientras se sientan residual parte de esta sociedad. Supongo que a nadie le gusta esperar. El resto de los días que estuve ingresado no encierran ningún tipo de misterio: una epopeya de magnitud bíblica colmada de defecaciones acuosas, eyaculaciones matinales por culpa del tedio y un largo etc de humor negro con infinidad de compañeros de habitación. Pienso simplemente que me sentí aliviado al dejar atrás aquel infernal estercolero caritativo. La humedad y el calor exageradamente pegajoso, hacían que aquello pareciera el puto Vietnam pero sin maría ni opio. Los sedantes financiados por la seguridad social haría tímidas cosquillitas en el sistema nervioso central de cualquier heroinómano. Por lo que a mi respecta, era inevitable estar gordo de puertas para adentro, pues nunca sabías cuando ibas a morir. Más pronto que tarde tan solo si eras lo suficientemente afortunado. Al fin salí del hospital con el hígado aún inflamado. Recuerdo haber comprado una cajetilla de tabaco rubio y un paquete de chocolatinas en la cafetería del hospital. La vida es un hábitat salvaje para las contradicciones que conviven en ella. El sol estaba en lo alto. Bajé calle abajo y me despedí de cada barman que conocía rehuyendo con nostalgia sus tentativas rondas del whiskey más caro.


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