Dice que se pedirá otro daiquiri, ya que es lo único que consigue estimular su libido desde yo no lo logro. Sabe que no obtendrá su premio. Hoy no. Estoy cansado de tolerar de nuevo todos los juegos que ambos acordamos no infringirnos después de las primeras gotas de sangre y las amargas lágrimas. No se da cuenta que eso es lo que la hace reacia a mi deseo, la sucesión interminable de daiquiris sin freno mientras coquetea con otros tipos bien trajeados y de peinado impoluto. Solo después gira su delicado cuello, ese que tantas veces he asido con dominación y busca mi mirada con excelsa actitud provocadora. Adoro su melena rubia, sus labios de tercipelo y como baila... Pero nada es igual desde que falleció mi ex-mujer. ¿Quién es ella en realidad? ¿Que me hace estar tan apegado a sus caricias? No la soporto cuando me hace esa fatídica pregunta: ¿Bueno, no piensas sacarme a pasear? Y se que siempre es igual; los coqueteos con terceros, beber a morro de millones de botellas, las vomitonas acompañadas de reproches histéricos en el asiento trasero de vuelta a casa y las peleas que cada día me cuesta mas ganar con los babosos del último pueblo. A veces estoy tan borracho que se me hace difícil intuir si el tipo que se abalanza sobre mí es diestro o zurdo, para poder esquivar así su primer puñetazo. Resulta inservible la mayoría de las veces. Pienso en ello cuando tumbados sobre la cama, ella desliza su mano por mi pecho. Cuando surge de mis pesadillas otra vez el carmín rojo reinando en esa azotea húmeda y dominada de pecado. Allí diviso sensuales verbos, humo a bocanadas, largas piernas. Embadurnamos de demencia la gris apatía que nos colinda, el cielo eterno luce sobre las mundanas miradas de decadencia abrupta. Solo, tan solo... poder ser acunado en su cintura. Entornar mis ojos, sentir su dulzura; morir por unos instantes y saber que no plañirá sobre mi falsa tumba. ¿Como resumir en una sola sincera sonrisa; el frío descastado, las chimeneas extintas, los besos en epístola que la distancia auxilia? Nadie. Nadie. De nuevo nadie. Excepto vos, grito al despertar. Bajo al bar debido a que estoy sediento y alguien ha cortado el agua en mi habitación. Sin duda ha sido obra de los camareros, a juzgar por las asquerosas sonrisas que pueblan sus caras. Nadie que esté empleado por dos monedas de plata a la hora en este sucio motel de carretera debe de conocer el aspecto que tiene la entrepierna de la felicidad. Yo creí olerla hacía tiempo. Cuando calcinaba en karaokes las colillas de un futuro que nunca parecía acontecer. En los reservados, donde solo habitaban dos tipos de personas: los que apenas beben y bordan las canciones, y los que privan sin miedo al mañana destripando las canciones de Sinatra obligándolo a retorcerse en lo más profundo de su sepulcro. Cuando vestía camisas de cuadros mal planchadas, bebía vino tinto chileno y hablaba de Alaska como si hubiera vivido allí durante tres décadas. Los viejos libros de Kerouac permanecían manchados sobre la mesa, siempre acompañados por sonidos rockabillies a cargo de histriónicos cantantes de ojos rasgados. Y toda aquella verborrea en alemán... Cuando acudía a desfiles de moda como reputado crítico en ciudades del Este. Allí abundaban sin clemencia las lesbianas ávidas de contemplar la quintaesencia del diseño impresa en esos femeninos traseros bulímicos laxados por océanos de sueños inconclusos. Nalgas huesudas de provocativo bamboleo que se ven remarcadas por la última estúpida provocación estética del postmodernismo. A cada día que pasaba en aquellos eventos, me sentía más lesbiana. Creía estar seguro. Después simplemente me deshice de las mentiras que el pasado me porteaba por miedo. Pero ahora, allí está ella de nuevo. Junto a la puerta mascando su goma con frenetismo y esperándome. Pago la cuenta del pippermint sin dejar propina y me giro hacia la salida haciéndole un gesto para que me espere fuera. Marie no debió de abandonarme nunca en este río turbulento de salvaje ebullición. Ella de veras entendía mi estupidez itinerante y toleraba mis días grises sin objeción. No consigo olvidarla mientras el sonido de las pisadas en la nieve se hace cada vez más fuerte. Subo a la habitación y escribo en mi libreta: "Nunca creí que las mañanas podían llegar a ser tan frías, pero por otro lado, tampoco me canso de equivocarme. Descorché aquella cerveza y la chapa se deslizó grácil sobre la nieve como por inercia propia. Alejándose de mi, como tantas otras habían osado anteriormente. Aquello apestaba a rutina de nuevo, demonios. Inauguré la amargura del líquido con especial sutileza. Me preguntó si acaso no pensaba que era demasiado pronto. La interrogué sobre a lo que se refería. A "demasiado pronto para empezar a beber", me dijo. Negué remiso con un gesto casi ensayado. En todo caso, era demasiado tarde para dejar de beber."
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