sábado, 11 de febrero de 2012

Cisma.

Una luz azul intensa ciega mis ganas de poder observar como gotean los zapatos de cartón que porto, los mismos que descansan sobre la mesa mientras estiro mis piernas en busca de comodidad extra. Oigo a mi vera como restallan entre los dientes de otros, esos cacahuetes rancios y salados a partes iguales, que acompañan a la cerveza barata. Todo parece transmitirme una sensación de sana tranquilidad igual que en las piezas para piano de Chopin, las resacas junto al frescor del río los Domingos y esos cafés asediados por una infinidad de cigarrillos mientras sacrificas todas tus piezas aceptando que has perdido la partida. Una turba sonrisa que desea permanecer dominando tu expresión a pesar de los contratiempos venideros. Otra desafiante mirada hacia esa tormenta, obra y creación particular, que lucha por engullirte sin freno, sin piedad ni injusta misericordia. En la pantalla de un estallado y antediluviano Telefunken pasan "La noche de los muertos vivientes". Nadie parece despegar la vista de ese raquítico filme en blanco y negro, y deduzco que debe de tratarse de algún fetiche consternado por la escasa fe en el cine de la era digital. Algunos sonríen con timidez encomiados por lo bizarro de la puesta en escena. Bebo un sorbo exiguo y al levantar la jarra, mi mirada se detiene en los numerosos artículos de dominación sexual que cuelgan del techo. Un tipo entrado en años se percata de mi encontronazo con toda esa batería de enseres sadomasoquístas y parece comprender mi incomodidad. Pronto dirige su mirada al televisor de nuevo. Es calvo y con espesa perilla, sus tatuajes deben de haber sido hechos en el sótano de algún mugriento burdel del Soho y porta una cerilla en la boca que mordisquea con frenetísmo. Parece ansioso al igual que el resto por presenciar ese instante en el que todos aquellos zombies devorarán a la muchacha rubia. Juraría que conocen la banda sonora al dedillo, y serían capaces de recitar los diálogos de memoria. Hay algo muy siniestro en todo esto. Y yo llevo media puta hora cagándome encima. Me desperté sobresaltado y no me costó excesivo tiempo cerciorarme de que todo había sido un patético sueño. Aún seguía encerrado en aquel maldito avión con los miembros agarrotados y encogidos por la presión que volaba hacia los arrulladores brazos de la nada. Los signos de la postrera pelea comenzaron a incomodarse bajo mis vestimentas junto con aquel torturador zumbido incesante en el interior de mis oídos. Tuve que empezar a beber. Después del quinto whiskey me levanté de un salto y grité a los cuatro vientos que había tenido una revelación en sueños. Sí yo, el Mesías más ridículo de la última década, la enésima colilla ébria de una generación Pop Art. Ibamos a morir, no algún día; ni en hospitales del futuro, ni siquiera por culpa de alguna enfermedad venérea contraída en Tailandia... Si no allí mismo. Aquel avión se iba a estrellar con todos nosotros dentro. La azafata intentó calmarme y me rogó silencio. Obedecí sin réplica, pero volví a tomar la palabra bramando si alguien estaba dispuesto a llevar a cabo aquel detestable tópico de follar en el baño de la aeronave, dado que nunca había tenido la oportunidad en toda mi lasciva vida e íbamos a morir antes de aterrizar en el Infierno antes de mediodía. Me balanceé hasta la cola de la avión y una muchacha me siguió de cerca. Sus muslos me aprisionaron contra la pared del baño y no tardó en ponérseme dura. Sus desaliñados cabellos me tapaban la cara y su lengua emanaba una saliva líquida que me molestaba por perseguir con mis labios. Esa era su lengua, rugosa y fría, un sueño de displacer al que no tardé en entregarme. Imaginé que aquello no podía distanciarse demasiado de la exclusiva experiencia de deslizar la lengua por todos los gélidos y prominentes cumbres del Himalaya. Pronto aquella ateridez se tornó como siempre en incandescencia al sufrir la complicidad de nuestras caderas, los suspiros irregulares de sorpresa y placer, la desorganizada demencia de las caricias apresuradas; ahogadas por el deseo. Nadie se enamora en un vuelo. Acaso dos cuerpos se llegan compenetran con quirúrgica precisión, los arañazos no pretenden calar hondo y el empuje arrebatador del éxtasis no atañe al sujeto individual; sino al sujeto universal, substancial.

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