viernes, 29 de junio de 2012
Como explicarlo sin faltar a la verdad....
Aquello era una auténtica mierda. Claro que de nada iba a servir compartir mis impresiones con el resto, pues tenía por seguro que todos pensaban de idéntica manera. Pablo permanecía con la mirada casi perdida sentado con el fusil entre las piernas a escasos centímetros de mi. Sudaba a mares, noqueado por los contratiempos de la insufrible estación seca, como el resto de nosotros a pesar de viajar a la sombra en aquel camión del ejército nacional de la república bolivariana de Venezuela. El sol desgarraba cada átomo de aquella polvorienta e interminable carretera por la que nos dirigíamos hasta un cuartel cercano a Maracaibo para continuar con nuestra fatídica instrucción militar. Para entonces yo ya había leído los suficientes libros y películas anti belicistas que relataban cada entresijo a sufrir tras el momento del reclutamiento. Era cierto que tanto Pablo como yo no habíamos pasado nuestros mejores años en el que fue nuestro barrio de origen, la vida allí era casi miserable, esclavista y refinadamente apática si no pertenecías a una de las familias cuyo poder adquisitivo era el suficiente como para obsequiar a sus vástagos con una educación universitaria acomodada en el extranjero, en Europa tal vez. Pero alistarse en la reserva militar había sido una de las peores escapatorias que encontramos a nuestras insípidas existencias un maldito Martes de voluptuosa resaca. Pablo lo sabía. No era muy listo pero lo sabía. Era capaz de disfrutar oliendo su propios pedos bajo la sábana, pero lo sabía. Estábamos jodidos y de nada iba a servir quejarse al instructor. Aquel camión abarrotado de caras largas y poco entusiasmo hedía a juventud malograda. A escasa borracheras a las espaldas, suspensos en sueños prematuros, semen añejo mal desaprovechado tras la tela de nuestros pantalones color oliva y ganas locas de regresar por un instante al vientre materno de cada uno. El traqueteo de los baches me desesperaba, me invitaba a pensar en todo lo malo y lo bueno que me estaba perdiendo en las playas más feas de la costa acompañado de un buen vaso de ron barato y la peor de la cumbia argentina, únicamente a cambio de la ínfima paga y todas las vejaciones comunes que un nuevo recluta se ve obligado a soportar. Pablo por su parte no podría volver a ver durante un tiempo los combates que libraría Mike Tyson en el Madison Square Garden de Nueva York aquel año apañándoselas para llegar hasta la cumbre, el de su consolidación, y su novia se estaría tirando a su hermano en su propia cama mientras lo único que él podría saborear por el contrario sería aquel agrio sudor que le descendía por la frente. Me lo había confiado horas antes, su hermano andaba detrás de ella. Tenía sus pesquisas al parecer. Nunca se llevaron bien. De vez en cuando aparecía por la esquina de la calle La Lagunita con toda la cara magullada y cojeando levemente. Todos sabíamos sin preguntar que su hermano había salido peor parado, o eso nos hacía creer después de la tercera cerveza. Riñas sin importancia en la que ambos se alternaban con deportividad para pasar un par de días en el ambulatorio. Para ser sincero nunca supe quien de los dos era Caín y quien Abel, y tampoco me importó. La vegetación, o al menos la yerma parte que quedaba de ella, se sucedía a ambos lados de la carretera pero el cercano frescor del mar pasaba desapercibido. Alguien al fondo del camión comenzó a silbar "Satisfaction" de los Rolling Stones con pésima habilidad y yo me pregunté si Michel Onfray podría llegar a escuchar aquel tarareo taciturno desde su palacio de cristal construido a base de patético erotismo en la campiña francesa o la costa azul. Era inútil pensar en huir, no había escapatoria, y si la había se personaba costoso el ser cazado en plena evasión. Otros lo habían intentado antes, pero las celdas a las que los habían confinado debían de parecerse en exceso al limbo descrito por el Papa de Roma. La nada. Ni siquiera la luz se atrevía a entrar en un cubículo minimalista que era tan frío como el Himalaya por las noches y abrasador por el día. Algunos retornaban más locos al ser liberados de lo que llegaron a entrar, y yo conocía mis límites. El jefe de pelotón abrió una escotilla oxidada desde la cabina del camión. Nos gritó que pronto atravesaríamos la periferia de Maracaibo tomando un desvío no previsto, por lo que el alto programado en la ruta había sido eliminado. Llevábamos casi nueve horas sin poder estirar las piernas, tres sin beber un solo trago de agua, meando con el camión en marcha y constriñendo nuestros anos para evitar añadir más peso extra a nuestros empapados calzones. Nadie pareció alarmarse. Nada, ninguna causalidad, por fatídica que fuera podría empeorar aquella purga. Quise meterle una bala en la frente a aquel cabo primero de bigote Nietzscheano y expresión histérica que soñaba con darnos por el culo hasta que jurásemos sobre la Biblia que nos encantaba sentir su malgastada descendencia abriéndose camino a través nuestro recto. Que gran excéntrico dictador se estaba perdiendo el mundo. Algo hizo ralentizar el paso del camión unos minutos después. Asomé la cabeza por una grieta que había en la tela que abrigaba la carga del camión, nosotros, y vi como un automóvil ardía en mitad de la carretera impidiendo nuestro paso. El jefe de pelotón bajó de la cabina pistola en mano para valorar la situación, advirtiéndonos que dispararía contra todo aquel no obedeciera sus ordenes. Nadie pareció inmutarse de nuevo entre nosotros. Al menos me alivió saber que alguien se tomaba toda aquella patochada del servicio militar con seriedad, de otra manera, me hubiera desesperado viéndome a manos de oficiales que ni siquiera eran capaces de asegurar su compromiso y autoridad con la propia empresa que nos había llevado hasta allí. El cabo parecía extrañado. Dio un par de pasos hacia el frente acercándose a aquella barricada de fuego. Noté que algo se movía entre la maleza y escuché gritos provenientes de la otra parte de la carretera, voces violentas que surgían de entre las verjas de un polígono abandonado. Nuestro hitleriano tutor giró la cabeza hacia las voces y acto seguido algo impactó en su cabeza obligándolo a soltar su arma, caer derrumbado y revolcarse por el suelo. El chófer no se había percatado del asunto, permanecía nervioso vigilándonos. Nos imploró que nadie moviese un dedo o nos tendrían en el agujero hasta que las ranas criaran pelo. Vi como el cabo empezaba a sangrar a chorros pero era incapaz de gritar quizá sacudido por el shock del impacto. Comenzó a aletear sus manos con impotencia como un pez fuera del agua. Vi que tenía algo incrustado en la sien. Pensé que era una piedra, pero cuando el cabo comenzó a arrastrase ensangrentado por el polvo de la carretera advertido de que yo lo observaba, vi que era una patata repleta de cuchillas de afeitar, a modo de arma arrojadiza improvisada. Pensé en buscar la energía suficiente para bajar y poder orinarle en los ojos a aquel cabrón, pero estaba completamente deshidratado por desgracia. Solo después centenares de las mismas "granadas" cortantes empezaron a llover sobre la tela del camión y la cabina. Oí como el conductor gritaba: -¡Son las fulanas! ¡Cargar vuestras armas y que nadie escape! ¡Cabo!- Todos nos miramos atónitos. Yo miré a Pablo. Debía de haber estado rezando durante todo el camino, prometiéndole a la Virgen de Coromoto ofrendas y casarse con su novia. Tiempo después supe que solo había rogado por un poco de lluvia. Nos sacamos las casacas, tiramos el fusil y salimos de aquella camioneta con destino a la muerte para escondernos entre la vegetación mientras aquellas prostitutas de Maracaibo seguían lanzando sus patatas en contra del camión de la reserva militar a modo de protesta por servicios impagados por parte de los reclutas que por allí frecuentaban de servicio. Así nos convertimos de un momento a otro y casi sin haber empezado la instrucción, en desertores del ejército. Y he de reconocer, que aquella fue la estación seca más divertida de mi vida antes de escapar de Venezuela y convertirme en el afamado cliente número un millón de la cadena de supermercados Carrefour en Lille.
<<Gracias a Fabián>>
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¿Cómo escribe usted así...? Es..es.
ResponderEliminarNo es más que pura mediocridad. Pero gracias por sus inmerecidas y generosas palabras.
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