lunes, 4 de junio de 2012

-Vodka mit "Ginger ale", bitte.-

No fue una buena idea beber bajo el amparo futurista de la estación central. A pesar del aire cálido, los fideos chinos de rebaja y los asientos semi cómodos de madera teca; los andenes convivían entre si repletos de gente más extraña y peligrosa que yo. Odiaba tanto dicha sensación que pronto me empujaba a sentir la inseguridad que experimenta un niño sin zapatos en bajo la tormenta. Esa atmósfera, infinitamente más crápula que en los cafés retratados por Van Gogh, me obligaría a sudar copiosamente bajo los calzoncillos si por el gélido abrazo de la noche no se tratara . A ratos me veía imbuido en una superproducción fílmica que tomaba como eje temático el "multiculturalismo", motivo que me apasionaba por lo general he de admitir, pero al que no solía prestarle ni un ápice de atención cuando borracho. Mis ojos se deleitaban: mugrientos punkies judíos , japoneses a la última en tecnología que enloquecen al perjurar prever el futuro a gritos justo después de su dosis diaria de mercurio Carrolliano, babeantes minusválidos mentales recolectando el "Pfand", ejecutivos con ambos ojos morados impecablemente trajeados de Dior de la mano de un maletín, ex matones rusos mal tatuados que venden "expressos" italianos a través de una ventanilla...  La lista parecía interminable y demencial. Siempre me caían mejor algunos pocos octogenarios jubilados que se posicionaban en contra del maltrato denigrante llevado a  acabo en la cría de pavos en cautiverio. Su sosiego pausado al hablar me serenaba y entretenía. Nunca tenían problema alguno en escuchar mis opiniones sobre lo que yo creía que era el efecto negativo del hegelianismo en las sociedades contemporáneas, y mucho menos en compartir las pequeñas botellitas de vodka y licor de maíz que viajaban siempre conmigo allá a donde fuera. La inmensa mayoría de ellos, eran casi siempre viajes fugaces en los que nunca encontraba motivos suficientes o reales para efectuarlos más allá de seguir intentando navegar por ríos yermos y besar una a una  con mis agrietados labios, las piedras del camino. Y el último de ellos, me había llevado casualmente hasta aquella estación. Sin apenas gloria y con los carrillos escamados, casi a punto de sangrar por el frío, trataba de entretener mi retorcida mente con la mencionada colección de minibar e imaginándome por otra parte, a que sabrían los pezones de miss Octubre. Debían de saber a frutos secos, salados como las almendras al principio y dulces como ciruelas pasas al despegar la lengua de ellos. Un buen revuelto de frutos secos, una selección "premium" falta de avellanas. Aún odio las avellanas. Sí, dicha lógica parecía aplastante. Pero era tarde, pues ya estaba borracho para entonces. Los focos que habitaban sobre el andén número 2 empezaron a centellear como intentando ofrecerme un espectáculo genial de luz del que no me sentía apenas digno. No me importó en absoluto. No me importó hasta que mis intestinos empezaron a retorcerse adelantando un fatídico final del que no podría escapar por mucho que intentara extirpármelos sin piedad con un cortauñas mal afilado. Dios sabe que secretos escondía bajo la falda, pero todo el mundo hablaba de ella. Berlin. Hablaban de ella con esmerada liviandad y desinterés, casi a la ligera como si de una prostituta tailandesa barata  de exotica procedencia se tratara. Sin duda lo era, pero una vez habiéndola dejado atrás, me preguntaría a mi mismo en donde residía su insólito encanto. Era una ciudad en la que estaba atrapado, surgida tras la miseria de aquellos prejuicios de los que huían los propios berlineses. Huían, sí, y buscaban refugio en otras ciudades donde la guerra fría hubiera desatado menor número de penosos recuerdos, silencios súbitos, zonas de la muerte y pinchazos telefónicos, dejando su lugar en su mayoría a turistas voraces de morbo histórico y fetichistas de la música "techno".  Una ciudad donde la lluvia era invisible pero acababa por empapar los huesos de uno. El último "resort" de una modernidad decadente, un paraíso caduco en manos de nadie del que los ignorantes proletarios del antiguo Este renegaban y los habitantes del interior más campestre y agrario aborrecían. ¿Que más pude yo hallar en Berlín? Expolios arqueológicos orgullosamente exhibidos, niños en brazos de sus madres que nunca cesan de llorar y calles demasiado oscuras repletas de "crack". No era de extrañar que el entorno me invitara a beber y a intentar mitigar las embestidas de mis intestinos. Era realmente doloroso, y ya no podía mantener sellada por mas tiempo la salida inminente de mis ponzoñosos adentros. Por desgracia, la estación solo contaba con un retrete que para ser usado por uno, debía de contribuirse con una moneda. Puede que Berlín se mereciera de vuelta tanto o más que nadie toda la mierda que me había hecho engullir con el tiempo, pero ni loco estaba dispuesto a pagar por ella. Corrí inquieto por el apresuramiento tanto como pude buscando entre otros andenes un lugar apacible y apartado, lejos del continuo acecho de los guardas de seguridad, las cámaras de vigilancia o la santa trinidad del "Gran Hermano". Pero fue en vano. Mi última alternativa fue buscar cobijo en el utilitario de un tren parado del que no pude descifrar más borrosas señas debido a mi lamentable ebriedad y presión abdominal. El vagón que abordé estaba impoluto de mirones y diáfano. Tuve serias dudas sobre la plausible existencia de los trenes fantasmas mientras echaba el pestillo de la puerta. Llevaba 4 días sin ducharme, por lo que el hedor de mis malolientes heces nada tenía que envidiar al despedido por mi nauseabundo cuerpo. Pensé mientras cagaba tranquilamente en calles soleadas a media tarde en barrios residenciales ingleses, donde las hojas secas se amontonaban a ambos lados de la carretera mal empedrada, frente a las vallas de las casas. De pronto pude sentir como caminaba por dicha calle, palpando con mi mano la humedad reciente que descansaba sobre los buzones de cada casa. En ellos se me permitía observar dibujadas estrellas de David y leer los nombres de las casi felices y mediocres familias que allí habitaban: Wittenberg, Ludwigwald, Pratau... Debía de haber ido a parar al único barrio judío de mi imaginación,  un barrio de adorables deportados nazis quizá, tal vez una comunidad mixta judio-nazi envuelta en un "reality show" para la BBC, o había leído demasiadas veces el "Cuaderno azul" de Wittgenstein. Un escalofrío me recorrió entonces las piernas. Estaban decididamente desnudas. Todo lo que necesitaba era escuchar por última vez la armónica de Dylan, pero en vez de eso me desperté de golpe al destrizar con mi cabeza el mugriento espejo de aquel baño. Me había quedado embriagado por Morfeo sobre aquel retrete móvil y la sequedad que pude examinar en los firmes restos sin limpiar de mis nalgas apuntaban a que aquel tren en marcha se hallaba ya a años luz de Berlín. Nunca fue una buena idea beber en la estación.

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