martes, 26 de junio de 2012

"Kleine Kinder, kleine Sorgen. Große Kinder, große Sorgen."



-Cuando tu enemigo está hecho de humo o es invisible a tus ojos, has de aprender a combatirlo con la mente. Solo cuando conviertes a tu enemigo en cartón, te será fácil humedecerlo y ver como se derrite, soplarlo y ver como se aleja con impotencia en la lejanía, quemarlo y deleitarte con su paulatino arder. Sueña con tu enemigo y que le tenga pesadillas contigo. Conoce a tu enemigo y sabrás si aún está dentro de ti. Sabrás si tú eres tu propio enemigo, si reside en el espejo o si te aguarda en la última esquina donde lo viste por ultima vez.-




Aquella mierda de charla estaba acabando con mi ya de por sí escasa paciencia para con el resto de seres humanos y había tomado el suficiente éxtasis en cristal para saber que no me sería fácil intentar quedarme dormido evitando la basura lingüística que aquel ponente estaba abalanzando sobre nosotros, esclavizados oídos resueltos de completa inocencia. Con razón era una charla gratuita subvencionada por el ayuntamiento local, lo que suponía una suerte para mi cartera ya que no residía en aquella ciudad. ¿De donde habría sacado aquel calvo, enjuto y poco agraciado orador tales ideas? Me hubiese gustado aplastarle la cabeza de un manotazo y metérsela bajo el cuello de la camisa como en los dibujos animados del cine. El hombre tortuga. ¿Acaso desayunaba con Tsunemoto, merendaba cóctel de gambas en buffet del Sheraton con Sun Tzu y se iba de putas con... con... con Jodorowski hasta el amanecer? Por supuesto él no debía de pagar ni un solo centavo, en cuyo caso llegaría a envidiarlo. Era completamente ridículo. No podían enseñarme nada nuevo. Yo mismo había pasado el suficiente tiempo en los jardines del Infierno apostando a aquellos galgos de innumerables testas, como para saber que de nada sirve preguntar por el servicio. El calor es tan atosigante que el menor intento de desabrochar tu cinturón para mear carece de sentido. Solo te queda sudar. Sudar como nunca. Convertirte en una bomba de sudor agrio y nauseabundo hasta que un faquir enano que escupe fuego cuando el reloj anuncia las horas en punto, menciona tu nombre por megafonía con un incomprensible tono afrancesado. Entonces si. Entonces puedes mirar al resto de sudorosos, que por desgracia has conocido, con un falso aire de grandeza inexistente; mandar lastimeros recuerdos a sus esposas y mentirles diciendo que les enviarás algo exquisito por Pascua cuando ni siquiera llegaste a saber sus nombres. Perdedores sudorosos como tú. Si por lo general no soportas tu propia compañía, resulta una autentica reprobación enloquecedora estar rodeado de tipos como tú. Pero todo ha acabado. El enano con aliento de azufre dijo en alto tu nombre. Puedes despertar. Vuelves de permiso a las maquiavélicas calles de Nueva Orleans. Se acabo el volver a perder en las carreras de galgos. Aunque fueran en el Infierno.







Me levanté de mi comodidad, intenté evitar miradas acusadoras que ya no necesitaba y salí afuera. Era la primera cosa que me hacía bien en todo el día si no tenemos en cuenta la dicha que requiere el hecho de levantarme de la cama. Estaba ante un momento crucial. Algo estaba cambiando en el mundo y nadie parecía darse cuenta de ello. En otro tiempo me hubiera emborrachado creyendo tener una buen razón para ello, pero aquel estaba siendo un mes especialmente duro. A nadie le importaba ya si la gente gritaba desesperada por las calles, si yo me estaba muriendo, cual era el verdadero color del dinero a ojos de Wilde o ese pedazo de tierra infecta cerca de Brasil que a pesar de ello, incomprensible e injustamente aún pertenecía a Europa. ¿Eran las pequeñas cosas lo que realmente merecían la pena en esta vida y alimentaban el espíritu del estadio ético de uno? ¿O simplemente eran los grandes pechos bien bronceados, la cocaína  y las inmensas fortunas? Me alejé a paso ligero hasta bajar siete calles en dirección al río. Por allí vivía Steffie. Hacía al menos dos semanas, tres días y siete horas que no hablábamos, pero estar con ella siempre me reconfortaba. Steffie padecía de anosmia, una enfermedad rara con la que vino al mundo de forma innata. Era una chica incapacitada para oler. Era un placer pederme y no ducharme hasta que la presencia de la mugre sobre mi espalda convertía nuestros polvos en impersonales tríos. El invitado sorpresa. Resultaba cómodo, increiblemente cómodo echar por tierra todas las restricciones que había de contener con el resto de mujeres. No así con Steffie. Hasta que un buen día la cocina se quemó y aparentemente yo tenía la culpa. Querer comer tortitas de queso a las cinco de la mañana y quedarse dormido, parece estar penado por el tribunal superior de las mujeres. Para mí no significaba nada, absolutamente nada. Estaba acostumbrado a tener siempre bronca para cenar, esperándome sin falta sobre la mesa de la cocina cada noche. Aquello había sido dos semanas antes. Subí las escaleras como una centella esperando poder volver a ver sus ojos azules y su piel blancuzca. Toqué el timbre, miró a través de una opaca mirilla y sorprendentemente me abrió la puerta sin ningún tipo de petición bizarra previa. Sin duda estaba colocada. Nadie me había dicho antes que no podría invitar a almorzar a todos los sapos que me acompañaban en fila india portando facturas impagadas de la luz en las ancas. Puedes sentir el abuso del PCP en la atmósfera cuando está rondando cerca. Simulé patear aquel enjambre de sapos amazónicos fuera del apartamento gritándoles que se dirigieran a mi abogado para cualquier tipo de reclamación. Pero Steffie estaba demasiado "volada" como para poder tener sexo conmigo. Sus piernas temblaban a cada paso y su mente parecía derretirse con cada pregunta mía, sus pensamientos estaban en lo alto de un rascacielos a punto de saltar valorando lo positivo de la vida. Sería mejor que le diera un una ducha fría sin jabón antes de que terminara por lamer cada mancha de mostaza seca de la alfombra, y sus pensamientos llegaran a la misma conclusión que todos los espectadores del mediocre telefilm ya conocían de antemano antes de adentrarse en aquella sala impregnada de olor a palomitas de mantequilla: O saltas o no compraré la película cuando esté disponible en el videoclub. Todos necesitamos finales trágicos. La gélida ducha fue en vano al parecer. Acababa de perder otra tarde de mi vida, esa era la sensación. Steffie ni siquiera respondía ya a mi voz, estaba sumergida en un placentero viaje químico en cuyo barco solo había espacio para uno. La tumbé en la cama y me avasallaron las ganas de metérsela. Tenía unas piernas preciosas y un coño lo suficientemente estrecho como para pensar por un momento con excesiva ignorancia o inocencia que eras el primero que merodeaba por allí. Sin duda sería en vano. Imaginé las sonrientes grasas de G. K. Chesterton postradas de manera desenfadada sobre una silla en aquel viejo grabado diciéndome no sin razón: "El silencio es la réplica más aguda". Era cierto. Ni siquiera me excitaba cuando no gritaban. ¿Que sentido tenía cuando la otra persona era incapaz de sentir nada y se limitaba a expulsar fina espuma blanca por la boca? Aquella no era una fantasía que me hiciera enloquecer. La humana era la más despreciable de las especies, entonces lo supe. Me dí la vuelta e hice girar un globo terráqueo que tenía sobre el secreter hasta que vomitara. Bajé abajo y me pregunté porque ella había aparecido en mi vida. Con lo sencilla y tranquila que estaba siendo hasta entonces... Conduje una descascarillada bicicleta hasta el final completamente acuciado por el éxtasis, siendo engullido a cada momento por las fauces de cemento de la ciudad; pero ni siquiera el amanecer del solsticio de verano parecía diferente desde allí.

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