jueves, 7 de junio de 2012

El camello... dos. El dromedario... una.

Me enjuagué las heridas de la frente con un poco de papel higiénico marchito y me aseguré de tener intactos todos y cada uno de los dientes. Aquel vodka polaco sedaba cada célula de mi boca desinhibiendo por completo toda sensación, los anestesistas más aplomados de la vieja Europa, sucia furcia infecta, saben de lo que hablo sin duda. Nunca había tenido un aspecto más patético. Al menos trataba de convencerme a conciencia de ello. Pude observar a través de la escotilla como la noche aún era cerrada y cercaba con su embrujo el oscuro paisaje que rodeaba el vagar de aquel tren. Sin darme cuenta, me había vuelto a aventurar en una fatídica desaventura de seguros infortunios sin ni siquiera proponérmelo, sin ni siquiera valorar la magnitud de mi mala fortuna. Supuse que lo tenía merecido por haberme empleado en una vida anterior como matarife zoofílico, espía doble con tendencias homosexuales de la primera guerra mundial o un simple y angustiado gusano de seda. O llanamente debía de ser el de "ahí arriba" intentando alimentar el poco aprecio por mi propia vida que aún persistía entre mi pecho y la espalda. A fin de cuentas, no contaba con un seguro de vida cuyas cuotas han sido religiosamente pagadas y tan solo unos pocos se beneficiarían de mi muerte. Nadie me recordaría a diferencia de Ray Bradbury. Ese cabrón realmente escribió buenas historietas, narraciones dignas de ser leídas, deleitadas... y que despertaban en uno una intrigante sucesión de nuevos pensamientos, una ola de intuiciones que parecían haber persistido veladas en tu propio anonimato subconsciente durante largo tiempo. No se trataba de la corriente escoria acartonada, casi completamente aturdida, que puebla sin pudor ni tampoco apenas rubor alguno todas las estanterías de las librerías. El tipo tuvo que morirse, como tantos otros Ulises, para ser loado. Eso es mejor que pisoteen tu cadáver una multitud, zapato en mano, de islamistas furibundos y que acto seguido lo poco que quede de ti sea violado, salvajemente sodomizado por jaurías y jaurías de inagotables hienas. Supongo que si la televisión de pago exhibiera tal acontecimiento, mandaría que algún vecino me lo grabase en VHS con la idea de ver tal espectáculo acompañado de una buena cerveza al volver del trabajo. No todo se ha perdido. Alguien mencionó alguna vez, no con excesiva cordura, que no hemos de perder las buenas costumbres. Pero yo prefería ser un don nadie por las mañanas. Un interrogante esquivo que vive en el extremo de la colilla, pero al menos sigue vivo. La cobardía se suele diluir con el decepcionante paso del día, lapso de tiempo en el que no dejo nada patente digno de ser recordado en la posteridad. Solo después, al caer el sol, colecciono convencido fúnebres adagios latinos. Abrí con timidez la puerta del baño, deslizando por una rendija mi mirada.  Todo parecía estar en orden, la tripulación de aquel tren sin destino permanecía aún sosegadamente dormida ajena a toda mi estupidez. Atravesé cada vagón hasta dar con el primero y esperé tres o cuatro paradas para apearme, justamente cuando comenzaba a amanecer. Uno siempre tiene la sensación de que cada amanecer es diferente, que cada día que nos visita uno mismo es diferente. Que el mundo no cambia si uno no lo hace también. Muchas personas se desgañitan y obsesionan con dicha idea. Yo mismo necesité apartarme de todo lo que entendía como propio con el objetivo de encontrar alguna pista o rastro sobre quien era realmente a través de los días y los cambios. Aparentemente, dicho viaje siempre es entendido como positivo, con tendencia a obtener respuestas que satisfagan el candor de las preguntas. Pero a veces no es así. Ya lo creo que no. Si debiera de sincerarme, diría que sí, que me encontré conmigo mismo después de largo tiempo. Pero dicho encuentro con el espejo del alma no suponía nada más allá de otro suicidio postergado del ego. Era una mierda espesa, mercancía desechada obsoleta y repudiada, un saco de tela roída vacío e inútil. Otro tren repleto de purulencia sin fe enviado al frente de Stalingrado en pleno invierno de 1942. Era cuando prefería pensar que no era nadie, como a cada amanecer diario. Que había sido todos y cada uno de los personajes de esta demente obra sátira, y no acababa por interpretar ninguno de ellos con pasable mediocridad. Pronto sería a efectos totales otro buscavidas sin moral. Uno de esos tipos atormentados con el codo a poyado en el fondo de la barra y la mirada perdida. Demasiado solitarios por lo general incluso para estar solos.  Otro de entre tantos perdedores que tan solo escuchan la música del tango en la sombra, fuman algún apocado cigarrillo sumidos por el silencio e intentan recordar quienes dejaron de ser una vez. Anhelando el vital desastre de la mentira en la que vivían, buscan una moneda inexistente en el interior de sus ajados bolsillos. El vacío andén que me recibió en aquella nueva ciudad, era igual de frío que el maldito resto. Detecté un par de relojes parados a ambos lados de cada vía, bajo las tejavanas que cubrían el cielo de estación. Me froté las manos, escupí en el suelo y me puse a caminar cuando el tren ya se hubo ido. Los chauvinistas e ineptos lugareños debían de haber dejado para otra ocasión el champán de bienvenida, los canapés de chucrut con mayonesa fina y pepino que se ofrece a cada vagabundo nuevo que llega exhausto, sin apenas dinero y con ganas de refriega fácil a la ciudad. Culpé a mi madrugadora llegada de tal contratiempo.

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