No pude evitar sentirme como un avejentado e impotente lisiado Elvis o Sebastian Haff, quien sabe, cuando entornaba sus párpados y relamía los labios con inusitada sensualidad ante mi. Su cuerpo transmitía esas señales concretas a cada minuto, los mensajes eurrítmicos en cada movimiento que una vez desencriptados, solo nos conducían a la cama. Sexo salvaje y sin remordimientos.
Una de todas esas pasajeras emociones irracionales ante las que caer rendidos por una vez después de navegar durante siglos en los océanos del cálculo, la mesura, el autocontrol, lo moralmente correcto y la racionalidad. Hubiera cambiado la doble apuesta ganadora de la cuarta carrera de galgos en Westmister, por ver como se abalanzaba sobre mis pantalones sin freno e introducía mi polla en su húmeda boca. Una y otra vez sin dejar de mirarme a los ojos. Desentrañando una saña exacerbada, casi digna de la voracidad de cualquier jauría de hienas tras un largo e insufrible ayuno. Sabía del dulce misterio que sus bragas negras custodiaban para cuando se agachó en busca de nuevas bolsitas de té verde. Pero de nada iba a servir una nueva erección abrigada por los desechos adyacentes de mi patético historial sexual en los últimos meses. Demasiada verborrea sofística sin sazón para un viejo fundado en la decadencia de una generación extremadamente bisoña, hipócritamente "liberalizada". Un bistec de avestruz sangrante, crudo y frío de metro ochenta, torpe y desentrenado que cruzaba los dedos por atravesar la calidez fraternal de una joven vagina excelsa pero arduamente adiestrada para el placer. Pronto me dio por pensar que ninguno de todos mis amuletos mayas tallados en pálido hueso de cerdo, sería capaz de echarme una mano como para hacer factible el momento de fundir mi aliento con el suyo; apestoso por la ingesta de cerveza, y que sintiera de una vez todo mi peso sobre su liviano cuerpo. Sus palabras, experiencias que compartía en confidencia conmigo, se volatilizaron en el momento que imaginé como mis zarpas serían capaces de asir con energía sus perfiladas, blancuzcas nalgas al emparedarla con turbia violencia contra la pared sepia de su cocina. Nada de todo aquello iba a suceder. Me sentía lo suficientemente viejo y aburrido como para tener una maldita imaginación tan desbordante. Un casto abrazo de despedida bastó para llegar a casa y comenzar a masturbarme solitario en honor a las ocasiones perdidas y terminar abdicando a medio camino a la espera del climax más mediocre, insípido, que nunca pude tener la ocasión de experimentar. Cualquier onanista al uso comprendería de lo que hablo.
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