jueves, 8 de marzo de 2012

Odio los aeropuertos. Es un hecho. El sudor avejentado de inagotables escalas bajo tu ropa interior, un sinfín de dialectos, idiomas conviviendo con los relucientes artículos de "duty free" y toda esa tecnología, más tecnología inservible allá a donde dirijas tu inquisitiva mirada. Es patético contemplar el hecho de vernos convertidos en unos auténticos imbéciles a cada paso que damos en el desenfreno de la existencia. Aunque siempre podemos hacerlo público gracias a la tecnología. Amor y odio, decía Spike Lee en su ópera prima. El universo ha de ser mucho más complicado, y si no es así, reincido en mi tesis sobre el idiotismo exacerbado del que hacemos gala frente a las cámaras de seguridad, los fotomatones, las líneas de asistencia telefónica gratuitas y las escaleras mecánicas. Somos entes inadaptados racional y físicamente al medio que nos han diseñado legiones de ingenieros adinerados, onanistas convencidos con sus novedosas propuestas de innovación científica. Hemos adaptado el medio a nuestra holgazanería en vez de adaptar nuestro ser al medio. Y esta inadaptabilidad me encanta, significa que alguien la cagó, y debe de arrepentirse de cambiar el curso de un progreso falto de sentido. Y alli estaba de nuevo, en aquella sala para fumadores de la terminal 2G en el Charles de Gaulle de Paris. Sintiendome asfixiado por el humo de aquella pecera para apestados proclives a desarrollar tanto un cáncer de pulmón como enfermedades vasculares irreversibles. Rezando de nuevo para que alguien me dirigiera la palabra y poder entablar así algun tipo de comunicación. En el fondo me daba igual, llevaba demasiado tiempo caliente para preámbulos dialécticos. Empecé a envidiar las escapadas de "La pianista" de Haneke entre los autocines austriacos con el único objetivo voyeurista de llorar de placer y mearme de un fatídico orgasmo. Consumido por unas ganas ebrias de rendir pleitesía a vuestras almas, majestuosos títeres postergados ante mis ojos, puesto que vuestros cuerpos ya no os pertenecen. Son pasto del tiempo. Tan solo imagino lo complejidad de mi propio universo interno y se torna irremediable pensar que una superconstrucción tan inabarcable para el intelecto humano sea "sencilla". Y mientras tanto, mientras al fin mi avión surcaba los cielos de un mundo tan detestable como lleno de belleza; las prostitutas se agolpaban a ambos lados de las aceras, obligadas por su escasas vestimentas a sufrir una gelidez infame con la que habían de trabajar durante todo el invierno. Abundaban en ellas los abrigos de piel, mediocres imitaciones baratas que las impermeabilizaban de los escasos uno o dos grados dominantes; pero estos tan solo desempeñaban la obligación de camuflar la lencería provocativa que portaban debajo. Inoxidable Paris.

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