domingo, 1 de abril de 2012

Y poder decir: Nosotros.

Todos sabíamos que siempre utilizaba excesivo acondicionador para su cabello, pero ni fiambre parecía poder renunciar a su perfecta higiene capilar. Hablo con determinada sutileza de dichas cuestiones a pesar de que nunca he probado a "acondicionarme" el pelo con champús venidos del futuro anunciados en revistas, televisión o estancos de color sepia. Grandilocuentes promesas efímeras de la mercadotecnia, que asocian entelequias abstractas, ideales, sumamente pasionales; con la usurera venta de productos materiales. La carcajada parece inevitable de ser liberada. Estamos ante una argumentación errónea donde las áureas conclusiones inmateriales que perseguimos alcanzar son pertrechadas por medio de premisas materiales y corruptibles. Luché durante mucho tiempo contra mi mismo, valiéndome del consumo de los estupefacientes, el abuso del alcohol, una indeterminada cantidad de enfermedades venéreas... Pero nunca fui capaz de apuntarme ninguna victoria, nada de todo aquello me llevó por delante. He aprendido por desgracia a aceptarme tal y como la naturaleza me creó en un principio y a tolerar estoicamente con el paso del tiempo los cambios que he infringido a mi apariencia física. Puede que esa sea una de las razones por las que aún siga aquí. Nunca intenté lamerme mi propio culo, no por creer que era imposible, si no por lo costoso y absurdo que me pareció siempre. Delia en cambio, si que se desgañitaba por hacerlo o conseguirlo. Buscaba su propia aceptación por medio de la del resto. Gastaba litros de acondicionador capilar en la ducha diariamente. Y aquello dotaba al suelo de la cabina donde efectuaba sus sesiones de hidromasaje con una película comprometidamente deslizante. No se trató de un suicidio. Sé de lo que hablo. Sé lo que es despertarte a media tarde y retornar a la rutina de odiarte. Que la oscuridad se cierna sobre tu aceitosa guarida y te llegues a asombrar del dolor que te reporta visionarte sobre una simbólica montaña de excrementos de los cuales te es imposible desembarazarte. Que cada conversación te recuerde irremediablemente a alguna anterior. Que la idea de repetir tus vomitivos discursos una vez más te sumerja en la estela de la mediocridad. Temer por momentos que tus hediondas divagaciones de barra sean plagiadas por algún otro borracho anclado a tus espaldas, cercano a su último y más lúcido "delirium tremens". Cuando vuelves a sentirte prescindible para el mecanicismo invisible de este mundo, dueño a solas de una masacre infundada por un odio que no comprendes.  Nada de eso, aquella manera de resbalar de espaldas y quedar atravesada en las mamparas de la ducha, suponen una muerte extremadamente dolorosa y fortuita incluso para un alma tan estúpida y atormentada por las apariencias como la de Delia. Todo había acabado para ella: las jornadas doradas, los estados extásicos obligando a hacerte desaparecer junto con las hojas secas de tu calendario. Todos los impulsos sexuales que se mimetizan con alegorías crudas, nunca más podrán dar rienda suelta a sus creencias, aparecer en el radar como torpedos que se nos aproximan violentamente. Nunca nada vuelve a ser por momentos sed, hambre, desidia a secas. Imposible volver a rebuscar entre el montón de ropa sucia a la caza de otra escena en monocromo propia del cine negro, jugadas de ajedrez amedrentadas por el zugzwnag, lobotomías inconclusas con la broca más gruesa de ese taladro sin uso potencial aparente. Así me pareció todo cuando la corona de flores más barata descansó al fin sobre su féretro. Una caja de madera semi noble donde la sangre negra y espesa de nuestra amiga aún podía olerse, ser respirada por última vez. Pensé que era necesario todo aquel dolor para tener claro o valorar, ver reflejado y entender quienes éramos o creíamos ser. Wittgenstein y el "yo", el modo en el que descubrir de la manera más idónea el "yo" sin el concepto inmortal del dolor, del sufrimiento ya nada esquivo por ocupar un espacio entre las hordas de fantasmas que nos rodeaban. Abandonamos lentamente a cada paso el césped del cementerio con la sensación de haber entrado en una casa devorada por las llamas a sabiendas que dentro no quedaba nadie a quien poder salvar. Mi mente viajaba envuelta por deseos abruptos de mandarlo todo al carajo, peinar canas y tener unos cuantos miles en el banco que poder malgastar antes de ser devorado por el vacío de la felicidad. Antes de ser engullido por un suicidio voluntario y digno que habría de llegar, deshonroso e hiriente, real y ficticio al mismo tiempo. Nada parecía esperarme a mi tampoco en cuanto el sol volviera a renacer un día más, quizá el ansia de que todas las laderas serpenteantes de eterno verdor pertenecieran al cabalgar de mi montura. Poder ejercer un descenso sin fin hasta el mar, hasta la sal necesaria para todas mis viejas heridas. Decidí desertar en cuanto pude dejando atrás toda aquella nada. Necesitaba cigarrillos y me sería difícil encontrar un estanco en varios cientos de metros a la redonda, por lo que apacigüé mi ritmo. Marion me siguió los pasos de cerca, ahogando sus amargos y cómplices sollozos en un pañuelo de seda bien tejido. La ignoré por mi propio bien hasta que se decidió a hablarme. En el fondo, nos suponíamos amigos. Me pidió que la esperase y me abrazó cuando lo hice. Estaba caliente, el hecho de saberse mortal al asistir al funeral de su amiga la había hecho plantearse lo frágil y corta que puede llegar a ser la vida. Es más que plausible que concluyera como improbable follarme antes de recaer en una de sus acuciantes depresiones y fenecer por una sobredosis de barbitúricos en el próximo hotel de su gira. Moqueó asquerosamente sobre mi pechera durante unos segundos bajo la atenta mirada de sus guardaespaldas. No experimente ninguna lástima extra, y no me sentí nada halagado cuando posó su mano sobre mi polla intentando excitarme. Ni siquiera yo mismo lo conseguía desde hacía semanas. Se sentía más vieja que nunca, entonces lo supe. Me miró a los ojos y dijo entre lágrimas:
-¿No te sientes solo?-
-Únicamente cuando estoy con gente.-

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