Juraría que es la segunda vez que escribo esta historia.
Tendría alrededor de 20 años, cuando nuestro amigo O se marchó de la ciudad durante un año para seguir sus estudios de periodismo en Santiago de Compostela. Lo cierto era que tras unos años en Bilbao, ese agujero que es incluso hoy día, a todos nosotros, chicos formales pero algo canallas, nos inquietaba la posibilidad de escapar durante un tiempo del seno materno y probar las amarguras y bonanzas de un riesgo mitigado con la certeza de que el billete adquirido se reservaba un trayecto de vuelta. A la postre y sin saberlo, en esencia pero sin tanto integrismo, un volatín similar al perseguido y descrito por H. Brusselmans en su efectista novela
Ex Drummer. Tras varias semanas mascullando la idea, R, que acaba de obtener su licencia de conducir, nos propuso hacer una visita a O. A todos nos pareció una oportunidad estupenda para acabar borrachos en diferentes latitudes y de paso, conocer por momentos como le iba a O. Botamos un Honda recién adquirido por la madre de R un Viernes a la mañana y lo llenamos de chanzas, egos y buen ambiente. R, L, B, G y yo mismo conformamos
a escote aquella lanzadera hacia el Oeste. El viaje no fue corto, unas 10 horas de carreteras sinuosas, ciclogénesis explosivas amenazantes sobre nuestras cabezas y Heavy Metal en estereo, nos hicieron desfilar hasta Santiago. O vivía en un piso compartido cercano al parque de la Alameda, lo que hizo aún más sencillo nuestro desembarco. Una vez desembarazados de los petates, nos encaminamos hacia aquello que mejor sabiamos hacer: emborracharnos. Entramos en tromba en una hamburguesería y comandamos una espesa cena. Durante la espera, los alfileres mentales de la ansiedad decidieron volver a visitarnos.
Galicia es conocida por su adhesión al tráfico de drogas. Su situación geográfica costera en el mapa la ha situado durante décadas en un enclave idóneo para el desembarco de sustancias psicotrópicas provenientes ocultas en barcos. Al principio se trató de la heroína traída de Asia y posteriormente la cocaína desde América, amén de cualquier otra droga sintética con origen en laboratorios holandeses o hachís, que evitaba acceder directamente por la frontera marroquí. Es un hecho constatado y extendido entre los mentideros, que la enjundia de la cocaína
galega acostumbraba a ser de una calidad y pureza imbatibles en comparación al resto de mercancía adulterada que pululaba por la península. La conocida
farinha galega ,constaba de renombre, más o menos justificado, entre todos los jóvenes canallas que andabamos experimentando con el uso de drogas. Por aquel entonces, nosotros nos considerábamos unos descendientes de la última camada de aquella ola punk norteña que tan solo podía acceder, por convicción o medios, a menudeos insignificantes con drogas económicamente más asequibles como el hachís o las anfetaminas. Por lo que aquel viaje, además de haberse erigido como la oportunidad adecuada para visitar a O, se revertía también en la excusa perfecta para ascender a priori hasta la posibilidad de experimentar una ficticia bacanal de cocaína de precio asequible y calidad nada despreciable.
Nada más haber probado la Estrella Galicia, me acerqué lascivo hasta O y le susuré;
-¿Dónde podemos comprar coca?-
En aquel tiempo O no acostumbraba a imbuirse en nuestras Cruzadas psicotrópicas. Por miedo o fe en un futuro que más tarde corroboró estaba muerto al nacer, se cuidaba de tener algo que ver con temas de drogas. Tonteaba, pero siempre sin tener el gusto estético y recreativo de saberse el motor de tales empresas.
-No tengo ni zorra idea, M-
-Pues llévame a los bares más oscuros. Yo hablo.- acuñé como farol.
Dejamos al resto del grupo allí, a la espera de la cena, con las las cervezas cuasi vírgenes en pos de una meta que santificaría nuestra visita a las tierras gallegas. Como cabe esperar, toda simbología, todo alarde estético, era una minucia para nosotros. Existía una abigarrada exigencia categórica por escribir el guión y vivir la película, nuestra propia experiencia; como homenaje a esa herencia performativa de la cultura de masas que nos había acompañado desde que comenzamos a tener uso de razón. Tal vez, se trataran de los últimos coletazos de una generación que ya había tomado consciencia de su propio fracaso, inautenticidad y condena a lo normativo. Que acababa de entrar de urgencia, corriendo sobre una camilla y evitando obstáculos en un pasillo aséptico y blanco del hospital hasta la unidad de cuidados intensivos. Y nosotros, una vez más, llegábamos demasiado tarde, cuando el pitido final de dicha generación, hacía rato que había ejercido sus último doblar de campanas.
La búsqueda dejó mucho que desear: nadie sabía nada. Todos aquellos tipos duros a los que pregunté en los bares de suelo más pegajoso y serrín húmedo parecían sentirse avasallados y repelidos por mi interés. Pero en dicho lapso de tiempo, algo realmente importante estaba ocurriendo. No evidentemente en este plano de la historia donde O y yo atravesábamos el páramo gallego urbano de la escasez de camellos; pero si en cambio en la cafetería donde R, B, G y L habían quedado a la espera de la cena y nuestro regreso victorioso con droga de primera. G había reparado en la ingente cantidad de sobres accesorios de mayonesa y ketchup con la que la camarera había repartido la cena. Con simples ganas de romper la monotonía o de provocar una reacción, abrió un sobre de mayonesa y molestó a R:
-Oye R, ¿qué pasa si te echo esta mayonesa en tu cerveza?-
-¿Qué que pasa? Pues que como te atrevas, te doy por el culo, mamón.-
Travieso, con la sonrisa torcida que lo caracterizaba y haciendo oídos sordos a la advertencia de R, G acabó por verter la mayonesa en la cerveza de R, arruinándola casi por completo.
R agarró por la pechera a un carcajeante G y lo acercó bruscamente hasta su propia cara entre el jolgorio de los presentes.
-De esta noche no pasa que te acabo dando por culo- dijo completamente convencido con la mirada encendida mientras G no paraba de reir casi rendido ante la actitud violenta de R.
A nuestro regreso, informé al grupo de nuestro fracaso. No parecía tan grave. La comida nos esperaba tibia sobre la mesa. Antes de acabar mi ración, salí fuera a fumar un cigarrillo y sopesar una manera de revertir aquel sacrilegio. No podíamos marcharnos de allí sin probar la afamada cocaína gallega. Símbolo y obsesión banal. Tópicos y lugares comunes. Era fácil embrutecerse, retozar en un fango compuestos de clichés y resignificar ciegamente cada decisión ejercida.
Frente a la cafetería había un pub. Y junto a la puerta del pub, había un gorila. Al lado opuesto del gorila, mi cigarrillo humeante. Y tras el cigarrillo, yo mismo.
-¿Tienes farinha?- le dije de un lado al otro de la calle.
-¿Cuanto quieres?- me contestó tras una corta pausa para estudiarme en la distancia.
-¿Cuanto pides?-
-¿30 el medio y 60 uno, te parece justo?-
Asentí.
Siempre he sido bueno con los acentos y el gallego se me daba bastante bien. Si sumamos este matiz a que toda nuestra comunicación oral se había limitado a honrar la función apelativa, posiblemente aquel gorila pensó que yo era otro de sus paisanos. Un gallego de pro.
Volví a la mesa satisfecho. El postre se impacientaba en mis bolsillos.
Cambiamos de localización para entrar en una taberna irlandesa y pedimos una ronda. Todos menos O bajamos a los baños, y me encerré junto a L y B en uno para cortar unas líneas sobre la cisterna mientras R y G quedaban fuera a la espera de nuestras indicaciones y de un postrero relevo para probar aquella mandanga. Fue en ese momento, estando abstraídos, cuando una mujer salió del servicio de señoras ante la distraída mirada de G. Este, retomó su travesura y jocoso a la vez que desafiante le dijo a R:
-¿Qué? ¿Vamos ahí dentro y me das por el culo?-
R ante tal desafío no pudo si no recoger el guante lanzado y empujar a G con virulencia hacia el interior del baño de señoras.
-Te vas a cagar cabrón.-
G se bajó los pantalones y los calzoncillos. Arqueando su escuálida espalda sobre la cisterna, comenzó a mostrarle a R el camino a seguir. R, se cercioró en aquel momento de su heterosexualidad irrevocable. Hubo de masturbarse con los ojos cerrados pensando en su mujer con el objeto de obtener una erección capaz de proceder con lo pactado. G, al sentirse liberado por la dirección que tomaba la situación, recordó por dicha un brillante pasaje de
Pink Flamingos del genial J. Waters donde un contorsionista sublime comienza a prolapsar con encomiable ritmo su propio ano al compás de la banda sonora. Seducido por la plasticidad de la escena, se propuso emularlo mientras R continuaba acariciando su pene con los ojos cerrados en aras de conseguir aquella mencionada erección. El resultado no fue el deseado por G. O tal vez sí. El hecho es que comenzó a cagarse encima con R aún calentando motores.
-!Ey R, dame por culo ahora!-
R contempló en aquel momento toda la catarsis y el derrumbamiento de un proyecto en el que había apostado muy alto. Asqueado por lo que veía y sometido por las carcajadas de G, guardó su pene mientras la hedionda mierda se amontonaba en el suelo del baño ante sus narices.
En el baño contiguo, habíamos acabado de esnifar nuestra parte de aquella cocaína de réproba calidad. Salimos del retrete al mismo tiempo en el que G y R huían apresurados del de señoras e invitaban a entrar a una chica que hacía cola.
-!Gracias!-dijo ella mientras se cruzaron.
El gesto de R era serio, pero aún conteniendo la risa por lo ocurrido. No reparó en palabras para nosotros y se dirigió seguido de G hacia arriba con muda presteza, casi escapando de un pasado reciente del que es mejor no hablar. El resto no entendimos nada, hasta que aquella chica que acababa de acceder al baño gritó:
-!QUE HIJOSDEPUTA!-
La noche se desdibujó un poco por lo inadecuado de nuestra indecisión y la escasa inclinación por las discotecas y el alcohol caro. R, B y yo perdimos al grupo en un momento determinado de la noche y acabamos en otra cervecería. Tras fijarnos en los carteles que había tras la barra, acordamos bautizarla secretamente como la Cervecería Auschwitz. Los carteles decían: PROHIBIDO CANTAR.
Nos pareció insultante a la par que absurdo. Preguntamos al ajado camarero cuanto costaba una cerveza. El precio nos sorprendió sobremanera: tan solo 1,5 la cerveza de mayor graduación! Los tres quedamos atónitos y confiados de que veríamos amanecer en aquella cervecería.
No paramos de beber hasta que comprendimos el porqué de aquel cartel.