Estoy de resaca
y cachondo.
Todo es perfecto
camino de casa
tras largo tiempo.
Me siento cual
pirata sin barco
con los ojos de oro,
los ojos más comunes
del mundo:
una carcajada
venida a menos
siempre ávida de botín,
a toda costa.
Y por ello
estoy ya
acostumbrado
a recoger la verdad
y guarecerla en el
bolsillo pequeño de
mi camisa, junto
al motor de este cuerpo
aún tibio.
La ginebra de anoche
agita mi pluma
hoy. Es martes 13
y podría pasarme
todo el día
machacándomela
con esas eternas
ganas de vomitar
y seguir adelante
hasta que no
me queden fuerzas.
Cuasi enrocado
en la estacion de tren
de Zugzwang,
con los labios agrietados
sin agua dulce y
perdido,
en medio de un
océano cada vez
más inmenso.
Es árido,
un tren deslizándose
a duras penas
sobre raíles de óxido seco,
dientes apretados
insomnes, crispados
y rechinantes.
Todo ello es
algo parecido
a meterla apresuradamente,
sin amor,
en un coño seco.
Ese dolor mudo
del vendedor de Biblias
ambulante,
convicciones heréticas
8 horas al sol para
liquidar una Palabra
y un Principio
en el que no cree
ya.
Un hombre bien,
en un tren regional
camino a Vichy,
llamó a su perro
Napoleón,
abducido por la visión
de la aduladora,
vidriera ficticia en
la iglesia de Saint-Louise;
sin saber con certeza
si el bautizo humano
de su indolente bestia, era
un homenaje
al vehemente emperador
o al paria y fatigado
perro.
Doy cuenta de ello
al cruzar la frontera a pie
y respirar
la hediondez del mundo
que es
un lavavajillas
viejo e irremplazable.
Házme un favor:
agarra esta obsesión
infundada y esparcida
como confetti
y
dale fuego.
Te presto mi mechero.
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