viernes, 29 de junio de 2012

Como explicarlo sin faltar a la verdad....



Aquello era una auténtica mierda. Claro que de nada iba a servir compartir mis impresiones con el resto, pues tenía por seguro que todos pensaban de idéntica manera. Pablo permanecía con la mirada casi perdida sentado con el fusil entre las piernas a escasos centímetros de mi. Sudaba a mares, noqueado por los contratiempos de la insufrible estación seca, como el resto de nosotros a pesar de viajar a la sombra en aquel camión del ejército nacional de la república bolivariana de Venezuela. El sol desgarraba cada átomo de aquella polvorienta e interminable carretera por la que nos dirigíamos hasta un cuartel cercano a Maracaibo para continuar con nuestra fatídica instrucción militar. Para entonces yo ya había leído los suficientes libros y películas anti belicistas que relataban cada entresijo a sufrir tras el momento del reclutamiento. Era cierto que tanto Pablo como yo no habíamos pasado nuestros mejores años en el que fue nuestro barrio de origen, la vida allí era casi miserable, esclavista y refinadamente apática si no pertenecías a una de las familias cuyo poder adquisitivo era el suficiente como para obsequiar a sus vástagos con una educación universitaria acomodada en el extranjero, en Europa tal vez. Pero alistarse en la reserva militar había sido una de las peores escapatorias que encontramos a nuestras insípidas existencias un maldito Martes de voluptuosa resaca. Pablo lo sabía. No era muy listo pero lo sabía. Era capaz de disfrutar oliendo su propios pedos bajo la sábana, pero lo sabía. Estábamos jodidos y de nada iba a servir quejarse al instructor. Aquel camión abarrotado de caras largas y poco entusiasmo hedía a juventud malograda. A escasa borracheras a las espaldas, suspensos en sueños prematuros, semen añejo mal desaprovechado tras la tela de nuestros pantalones color oliva y ganas locas de regresar por un instante al vientre materno de cada uno. El traqueteo de los baches me desesperaba, me invitaba a pensar en todo lo malo y lo bueno que me estaba perdiendo en las playas más feas de la costa acompañado de un buen vaso de ron barato y la peor de la cumbia argentina, únicamente a cambio de la ínfima paga y todas las vejaciones comunes que un nuevo recluta se ve obligado a soportar. Pablo por su parte no podría volver a ver durante un tiempo los combates que libraría Mike Tyson en el Madison Square Garden de Nueva York aquel año apañándoselas para llegar hasta la cumbre, el de su consolidación, y su novia se estaría tirando a su hermano en su propia cama mientras lo único que él podría saborear por el contrario sería aquel agrio sudor que le descendía por la frente. Me lo había confiado horas antes, su hermano andaba detrás de ella. Tenía sus pesquisas al parecer. Nunca se llevaron bien. De vez en cuando aparecía por la esquina de la calle La Lagunita con toda la cara magullada y cojeando levemente. Todos sabíamos sin preguntar que su hermano había salido peor parado, o eso nos hacía creer después de la tercera cerveza. Riñas sin importancia en la que ambos se alternaban con deportividad para pasar un par de días en el ambulatorio. Para ser sincero nunca supe quien de los dos era Caín y quien Abel, y tampoco me importó. La vegetación, o al menos la yerma parte que quedaba de ella, se sucedía a ambos lados de la carretera pero el cercano frescor del mar pasaba desapercibido. Alguien al fondo del camión comenzó a silbar "Satisfaction" de los Rolling Stones con pésima habilidad y yo me pregunté si Michel Onfray podría llegar a escuchar aquel tarareo taciturno desde su palacio de cristal construido a base de patético erotismo en la campiña francesa o la costa azul. Era inútil pensar en huir, no había escapatoria, y si la había se personaba costoso el ser cazado en plena evasión. Otros lo habían intentado antes, pero las celdas a las que los habían confinado debían de parecerse en exceso al limbo descrito por el Papa de Roma. La nada. Ni siquiera la luz se atrevía a entrar en un cubículo minimalista que era tan frío como el Himalaya por las noches y abrasador por el día. Algunos retornaban más locos al ser liberados de lo que llegaron a entrar, y yo conocía mis límites. El jefe de pelotón abrió una escotilla oxidada desde la cabina del camión. Nos gritó que pronto atravesaríamos la periferia de Maracaibo tomando un desvío no previsto, por lo que el alto programado en la ruta había sido eliminado. Llevábamos casi nueve horas sin poder estirar las piernas, tres sin beber un solo trago de agua, meando con el camión en marcha y constriñendo nuestros anos para evitar añadir más peso extra a nuestros empapados calzones. Nadie pareció alarmarse. Nada, ninguna causalidad, por fatídica que fuera podría empeorar aquella purga. Quise meterle una bala en la frente a aquel cabo primero de bigote Nietzscheano y expresión histérica que soñaba con darnos por el culo hasta que jurásemos sobre la Biblia que nos encantaba sentir su malgastada descendencia abriéndose camino a través nuestro recto. Que gran excéntrico dictador se estaba perdiendo el mundo. Algo hizo ralentizar el paso del camión unos minutos después. Asomé la cabeza por una grieta que había en la tela que abrigaba la carga del camión, nosotros, y vi como un automóvil ardía en mitad de la carretera impidiendo nuestro paso. El jefe de pelotón bajó de la cabina pistola en mano para valorar la situación, advirtiéndonos que dispararía contra todo aquel no obedeciera sus ordenes. Nadie pareció inmutarse de nuevo entre nosotros. Al menos me alivió saber que alguien se tomaba  toda aquella patochada del servicio militar con seriedad, de otra manera, me hubiera desesperado viéndome a manos de oficiales que ni siquiera eran capaces de asegurar su compromiso y autoridad con la propia empresa que nos había llevado hasta allí. El cabo parecía extrañado. Dio un par de pasos hacia el frente acercándose a aquella barricada de fuego. Noté que algo se movía entre la maleza y escuché gritos provenientes de la otra parte de la carretera, voces violentas que surgían de entre las verjas de un polígono abandonado. Nuestro hitleriano tutor giró la cabeza hacia las voces y acto seguido algo impactó en su cabeza obligándolo a soltar su arma, caer derrumbado y revolcarse por el suelo. El chófer no se había percatado del asunto, permanecía nervioso vigilándonos. Nos imploró que nadie moviese un dedo o nos tendrían en el agujero hasta que las ranas criaran pelo. Vi como el cabo empezaba a sangrar a chorros pero era incapaz de gritar quizá sacudido por el shock del impacto. Comenzó a aletear sus manos con impotencia como un pez fuera del agua. Vi que tenía algo incrustado en la sien. Pensé que era una piedra, pero cuando el cabo comenzó a arrastrase ensangrentado por el polvo de la carretera advertido de que yo lo observaba, vi que era una patata repleta de cuchillas de afeitar, a modo de arma arrojadiza improvisada. Pensé en buscar la energía suficiente para bajar y poder orinarle en los ojos a aquel cabrón, pero estaba completamente deshidratado por desgracia. Solo después centenares de las mismas "granadas" cortantes empezaron a llover sobre la tela del camión y la cabina. Oí como el conductor gritaba: -¡Son las fulanas! ¡Cargar vuestras armas y que nadie escape! ¡Cabo!- Todos nos miramos atónitos. Yo miré a Pablo. Debía de haber estado rezando durante todo el camino, prometiéndole a la Virgen de Coromoto ofrendas y casarse con su novia. Tiempo después supe que solo había rogado por un poco de lluvia. Nos sacamos las casacas, tiramos el fusil y salimos de aquella camioneta con destino a la muerte para escondernos entre la vegetación mientras aquellas prostitutas de Maracaibo seguían lanzando sus patatas en contra del camión de la reserva militar a modo de protesta por servicios impagados por parte de los reclutas que por allí frecuentaban de servicio. Así nos convertimos de un momento a otro y casi sin haber empezado la instrucción, en desertores del ejército. Y he de reconocer, que aquella fue la estación seca más divertida de mi vida antes de escapar de Venezuela y convertirme en el afamado cliente número un millón de la cadena de supermercados Carrefour en Lille.







<<Gracias a Fabián>>

martes, 26 de junio de 2012

"Kleine Kinder, kleine Sorgen. Große Kinder, große Sorgen."



-Cuando tu enemigo está hecho de humo o es invisible a tus ojos, has de aprender a combatirlo con la mente. Solo cuando conviertes a tu enemigo en cartón, te será fácil humedecerlo y ver como se derrite, soplarlo y ver como se aleja con impotencia en la lejanía, quemarlo y deleitarte con su paulatino arder. Sueña con tu enemigo y que le tenga pesadillas contigo. Conoce a tu enemigo y sabrás si aún está dentro de ti. Sabrás si tú eres tu propio enemigo, si reside en el espejo o si te aguarda en la última esquina donde lo viste por ultima vez.-




Aquella mierda de charla estaba acabando con mi ya de por sí escasa paciencia para con el resto de seres humanos y había tomado el suficiente éxtasis en cristal para saber que no me sería fácil intentar quedarme dormido evitando la basura lingüística que aquel ponente estaba abalanzando sobre nosotros, esclavizados oídos resueltos de completa inocencia. Con razón era una charla gratuita subvencionada por el ayuntamiento local, lo que suponía una suerte para mi cartera ya que no residía en aquella ciudad. ¿De donde habría sacado aquel calvo, enjuto y poco agraciado orador tales ideas? Me hubiese gustado aplastarle la cabeza de un manotazo y metérsela bajo el cuello de la camisa como en los dibujos animados del cine. El hombre tortuga. ¿Acaso desayunaba con Tsunemoto, merendaba cóctel de gambas en buffet del Sheraton con Sun Tzu y se iba de putas con... con... con Jodorowski hasta el amanecer? Por supuesto él no debía de pagar ni un solo centavo, en cuyo caso llegaría a envidiarlo. Era completamente ridículo. No podían enseñarme nada nuevo. Yo mismo había pasado el suficiente tiempo en los jardines del Infierno apostando a aquellos galgos de innumerables testas, como para saber que de nada sirve preguntar por el servicio. El calor es tan atosigante que el menor intento de desabrochar tu cinturón para mear carece de sentido. Solo te queda sudar. Sudar como nunca. Convertirte en una bomba de sudor agrio y nauseabundo hasta que un faquir enano que escupe fuego cuando el reloj anuncia las horas en punto, menciona tu nombre por megafonía con un incomprensible tono afrancesado. Entonces si. Entonces puedes mirar al resto de sudorosos, que por desgracia has conocido, con un falso aire de grandeza inexistente; mandar lastimeros recuerdos a sus esposas y mentirles diciendo que les enviarás algo exquisito por Pascua cuando ni siquiera llegaste a saber sus nombres. Perdedores sudorosos como tú. Si por lo general no soportas tu propia compañía, resulta una autentica reprobación enloquecedora estar rodeado de tipos como tú. Pero todo ha acabado. El enano con aliento de azufre dijo en alto tu nombre. Puedes despertar. Vuelves de permiso a las maquiavélicas calles de Nueva Orleans. Se acabo el volver a perder en las carreras de galgos. Aunque fueran en el Infierno.







Me levanté de mi comodidad, intenté evitar miradas acusadoras que ya no necesitaba y salí afuera. Era la primera cosa que me hacía bien en todo el día si no tenemos en cuenta la dicha que requiere el hecho de levantarme de la cama. Estaba ante un momento crucial. Algo estaba cambiando en el mundo y nadie parecía darse cuenta de ello. En otro tiempo me hubiera emborrachado creyendo tener una buen razón para ello, pero aquel estaba siendo un mes especialmente duro. A nadie le importaba ya si la gente gritaba desesperada por las calles, si yo me estaba muriendo, cual era el verdadero color del dinero a ojos de Wilde o ese pedazo de tierra infecta cerca de Brasil que a pesar de ello, incomprensible e injustamente aún pertenecía a Europa. ¿Eran las pequeñas cosas lo que realmente merecían la pena en esta vida y alimentaban el espíritu del estadio ético de uno? ¿O simplemente eran los grandes pechos bien bronceados, la cocaína  y las inmensas fortunas? Me alejé a paso ligero hasta bajar siete calles en dirección al río. Por allí vivía Steffie. Hacía al menos dos semanas, tres días y siete horas que no hablábamos, pero estar con ella siempre me reconfortaba. Steffie padecía de anosmia, una enfermedad rara con la que vino al mundo de forma innata. Era una chica incapacitada para oler. Era un placer pederme y no ducharme hasta que la presencia de la mugre sobre mi espalda convertía nuestros polvos en impersonales tríos. El invitado sorpresa. Resultaba cómodo, increiblemente cómodo echar por tierra todas las restricciones que había de contener con el resto de mujeres. No así con Steffie. Hasta que un buen día la cocina se quemó y aparentemente yo tenía la culpa. Querer comer tortitas de queso a las cinco de la mañana y quedarse dormido, parece estar penado por el tribunal superior de las mujeres. Para mí no significaba nada, absolutamente nada. Estaba acostumbrado a tener siempre bronca para cenar, esperándome sin falta sobre la mesa de la cocina cada noche. Aquello había sido dos semanas antes. Subí las escaleras como una centella esperando poder volver a ver sus ojos azules y su piel blancuzca. Toqué el timbre, miró a través de una opaca mirilla y sorprendentemente me abrió la puerta sin ningún tipo de petición bizarra previa. Sin duda estaba colocada. Nadie me había dicho antes que no podría invitar a almorzar a todos los sapos que me acompañaban en fila india portando facturas impagadas de la luz en las ancas. Puedes sentir el abuso del PCP en la atmósfera cuando está rondando cerca. Simulé patear aquel enjambre de sapos amazónicos fuera del apartamento gritándoles que se dirigieran a mi abogado para cualquier tipo de reclamación. Pero Steffie estaba demasiado "volada" como para poder tener sexo conmigo. Sus piernas temblaban a cada paso y su mente parecía derretirse con cada pregunta mía, sus pensamientos estaban en lo alto de un rascacielos a punto de saltar valorando lo positivo de la vida. Sería mejor que le diera un una ducha fría sin jabón antes de que terminara por lamer cada mancha de mostaza seca de la alfombra, y sus pensamientos llegaran a la misma conclusión que todos los espectadores del mediocre telefilm ya conocían de antemano antes de adentrarse en aquella sala impregnada de olor a palomitas de mantequilla: O saltas o no compraré la película cuando esté disponible en el videoclub. Todos necesitamos finales trágicos. La gélida ducha fue en vano al parecer. Acababa de perder otra tarde de mi vida, esa era la sensación. Steffie ni siquiera respondía ya a mi voz, estaba sumergida en un placentero viaje químico en cuyo barco solo había espacio para uno. La tumbé en la cama y me avasallaron las ganas de metérsela. Tenía unas piernas preciosas y un coño lo suficientemente estrecho como para pensar por un momento con excesiva ignorancia o inocencia que eras el primero que merodeaba por allí. Sin duda sería en vano. Imaginé las sonrientes grasas de G. K. Chesterton postradas de manera desenfadada sobre una silla en aquel viejo grabado diciéndome no sin razón: "El silencio es la réplica más aguda". Era cierto. Ni siquiera me excitaba cuando no gritaban. ¿Que sentido tenía cuando la otra persona era incapaz de sentir nada y se limitaba a expulsar fina espuma blanca por la boca? Aquella no era una fantasía que me hiciera enloquecer. La humana era la más despreciable de las especies, entonces lo supe. Me dí la vuelta e hice girar un globo terráqueo que tenía sobre el secreter hasta que vomitara. Bajé abajo y me pregunté porque ella había aparecido en mi vida. Con lo sencilla y tranquila que estaba siendo hasta entonces... Conduje una descascarillada bicicleta hasta el final completamente acuciado por el éxtasis, siendo engullido a cada momento por las fauces de cemento de la ciudad; pero ni siquiera el amanecer del solsticio de verano parecía diferente desde allí.

jueves, 21 de junio de 2012

Solo escribo confesiones colmadas de asquerosa mediocridad.


Llevaba limpio casi seis meses. Apenas salía de mi cuarto, las bombas no paraban de llover más allá de las paredes de mi habitación y me era imposible pensar en otra cosa. Culos. Buenas nalgas, firmes y recias como las que te prometían los descoloridos carteles sepias de los burdeles junto a la carretera. El sol abrasador y el polvo del desierto se funden sobre el asfalto. Todo permanece tranquilo, vomitivo, insondable y tranquilo. Ni una sola reyerta de cantina de vez en cuando antes de que otro nuevo día apoyara sus garras sobre la repisa y asomase su cabeza por la ventana. El reloj de arena ni ralentiza ni acelera su paso, aunque siempre cabe la posibilidad de pararlo de una vez por todas. Imposibilidades, lo se. Hacía siglos que no echaba un buen polvo, décadas que no echaba un polvo a secas y la pornografía era tan impersonal como una grabación anodina en el contestador de ella evidenciando que no hay nadie en casa dispuesto a descolgar el auricular. Aquello era insoportable. Recuerdo todas las reuniones de adictos anónimos y los eticístas testimonios de los sanados. No hice demasiados amigos allí, era porque no quería escuchar, porque nunca fui los suficientemente estúpido como para estar realmente enganchado. Al fin de cuentas, no existía ningún tipo de problema, todo estaba bien claro. Tu estabas allí por el deseo de mejorar, de alejarte de las drogas; o eso creías. Pero tan solo te das cuenta de algo al abandonar aquellas reuniones, tratamientos sustitutivos, actividades que te alejaban de una posible recaída, películas en monocromo de los años 50, etc...Tú no hacías terapia, la terapia te hacía a ti. Es cierto que para mucha gente incluso ese giro, ese molde diseñado, suponía una verdadera salvación. Nunca quise verlo así para mi mismo. Me negaba a verlo así. Unos habían encontrado a Dios, otros habían muerto en el intento de desengancharse; lo que en resumidas cuentas para mi y para el Nuevo Testamento significaba finalmente lo mismo. El germen maligno del "talco" nunca llegaría relevarse en mi contra. Estaba aquí para luchar contra todo lo que decidieran lanzarme, y en caso de verme vencido... Todos obviamos cual es el bochornoso precio y la ruin obligación que llevar a cabo cuando uno está vencido. Definitivamente no era tan complicado volver la mirada hacia Kierkegaard y empezar de nuevo optando por un estadio más sobrio de la existencia humana. Ahora lo se, la vida era mucho más significativa, desenfadada y emotiva cuando no podía dormir por las noches. Y una vez aquí, capado de mis vicios de la misma manera que despojan a los gatos domésticos de sus huevos, dormía a pierna suelta siempre que me lo permitían. Me atiborraba de cuencos y cuencos de generosidad ajena a pesar de mi consabida inapetencia. Obligándome a engordar por miedo a no saber cuando el hambre se dignaría a volver hasta mi puerta o cual sería el maldito día en el que tanto mi cerebro como mi corazón aspirarían a una ración extra de fumigación química debido al distópico "control de masas". Algunos Jueves cuando salía palangana en mano en dirección al servicio, me percataba de que alguien había abandonado una botella de bourbon sin abrir junto a mi puerta. Era satisfactorio saber que alguien seguía leyendo mis cartas amenazantes, que en caso de apilarse demasiadas botellas de Four Roses en mi felpudo, no sería el único en saber que las hormigas pueblan por fin mi boca. Divina serenidad. Sabía de sus intenciones, las observaba desde la mesa peleándose en fila por rescatar alguna mancha dulce y reseca de la bebida que derramaba para después volver al hormiguero convertidas en valientes heroínas de guerra. Grandes festejos. Medio día de orgías y azúcar a raudales en honor a la exitosa expedición por los parajes destartalados de mi sucia habitación. ¿Por que no conformarse con algo así? Tendríamos muchas menos preocupaciones si nuestra sociedad fuera dominada por las hormigas y su aristócrata sistema estamental. Bien definido, sin rupturas ni margen de mejora más allá de la propia expansión de la colonia. Un pensamiento único. Un pensamiento de hormiga. Quizá ya fuera así, y los periódicos tan solo intentaran asustarnos sobre lo que hubo de pasar y nunca pasó para mantenernos ocupados desgranando los entresijos de como combatir dicho miedo a la más absoluta nada. Astutos insectos. Nunca serian dueños de mis pelotas. Había visto "Scarface" demasiadas veces como para no tenerlo suficientemente claro. Las resacas me duraban al menos siete horas, empecé a contar el tiempo, y echaba en falta mis jodidos cigarrillos dos veces a cada minuto. Tiempo. Te es inevitable pensar en tal concepto aprehensible para el intelecto humano cuando todas tus aspiraciones pasadas fueron demacradas por el paso del mismo. ¿Cuantos ríos más me quedaban por cruzar bajo la luz de la Luna, cuantos más sueños atravesar en los que mi caída por el esófago del precipicio nunca para de cesar, cuantos fardos mas de "qat" había de recolectar para el dueño de todas nuestras vidas? Me intentaba convencer de que el lapso para las preguntas había caducado, que ya había llovido demasiado sobre mojado en el interior de mi mente. Pero lejos de intentar solucionar algo, el corazón no cesaba de dolerme angustiado mientras tumbado sobre el colchón del suelo, desfiguraba con mi mirada las volutas de escayola talladas en el techo. Un abismo irresoluto entre mi posición y la suya. Las cosas no son sencillas la mayoría de las veces. Puedes hacer autoestop bajo la lluvia de Noviembre durante horas y horas, respirar la humedad y saber que es tu última bala pero que la pólvora ha acabado por mojarse. Que nada es sencillo. Ni siquiera en los ensayos de Shaw, en la matizada controversia de los principios y sus tecnicismos de los que no podemos renegar por respeto a la original esencia que caracteriza y empapa de sentido a uno mismo. Estaba asqueado de permanecer a solas y que la compañía de los pocos que se postraban a visitarme, desanudaran la encrucijada sobre si finalmente había tocado fondo o no. Con el único objetivo de sentir lástima de mí o alegrarse burlonamente de mi propia desgracia. Necesitaba oxigeno, un cambio de perspectiva antes de que todo se volviera más extraño e insólito que un concierto de Matisyahu en Sábado.

viernes, 15 de junio de 2012

Nunca llegaré. Pero no necesito que me lo recuerden.

Aún seguía preguntándome como podían continuar invitándome a aquellas fiestas. Es cierto tan solo por una parte, que yo disfrutaba a medias acudiendo a las mismas, pero de la misma manera que alguien disfruta de su trabajo, la manteca de cacahuete o de la estúpida compañía de su abogado. En un plano puramente interesado, no son nada más allá de medios para conseguir nuestros fines, y mis fines, nunca se habían alejado de sentirme vivo por una maldita vez en la vida. En la mayoría de dichas celebraciones acababa completamente desnudo revindicando con fervor el enanismo genital e infinita magnificencia estética del David de Miguel Angel. Otras veces me recordaban al de unas cuantas semanas que había permanecido durante horas con la cabeza internada en el congelador de la cocina, obligando a cada invitado a ingresar en mi orden de criogenización por la eugenesia de las testas ilustres previo pago de un insignificante tributo: la virginidad de sus oquedades umbilicales. Por no relatar un eterno etcétera de intentos de suicidio a través de ventanales, colecciones incoherentes de insultos en contra del sistema democrático y lloreras por la muerte de algún hijo de perra judío llamado Julius Henry Marx. Lo mejor de todo esto era que nunca recordaba nada en absoluto al respecto cuando amanecía rodeado de botellas vacías y asiendo la melena de alguna furcia desnuda llena de pintura verde bajo la atenta mirada de un simpático colgado de mirada perdida y escopeta engrasada, que amenazaba con dispararme en cada dedo pulgar de mis pies si osaba destrozar la escena antes de que acabara de masturbarse. A pesar de no escuchar mi nombre, me era imposible pasar inadvertido. No conozco a nadie que haya sobrevivido a tanta soledad e incluso mutismo matutino y no haya sido reconocido por ello. ¡Que demonios! ¡Ni siquiera me conozco a mi mismo! Pero ya daba igual. Había invertido todo el camino hasta aquel apartamento donde ofertaban el guateque escupiendo en el suelo con la intención de encontrar el camino de vuelta a casa como en aquellos desacreditados cuentos de los hermanos Grimm. Confiaba en que Marion aún estuviese por allí, atacado aún por los efectos del siglo XX. en su maltrecha mente, pero lo suficientemente sobrio como para soportar mis quejidos de insolente borracho. Subí las escaleras una tras otra respirando todo el azufre y el alcohol que había sido derramado por allí y deseé que L. Edeleano nunca hubiera decidido comenzar a juguetear con agentes estimulantes en busca de un premio nobel en química que nunca llegó. Lo siento amigo, creo que soy uno de los pocos que se acuerda de ti. Sin duda, sin su existencia yo mismo hubiera llegado a reputado deportista de élite con problemas de identidad o próspero vendedor de seguros cuya amante lo chantajea con desvelar el verdadero fracaso de su idílico matrimonio. Pero ya todo valía menos de lo que estaría contento d epagar por ello, no necesitaba toda esa mierda. No. En efecto Marion se tambaleaba con ineficaz encanto junto a la pegajosa baranda de la escalera. Era como un ridículo saco amarillo de carne en serio proceso de descomposición con demasiada gomina en el pelo y herpes bajo los calzoncillos. Lo odiaba, al igual que al resto, pero tan solo Marion era tan idiota como para llegar a recibir un navajazo por mí. Creía que algún día yo los haría a todos ricos. Sí. En cuando empezara a robar bancos. El había posado sus grasientas manos y su pérfida mirada en un par de jóvenes impresionables, amantes de las estadísticas y acérrimas en contra del cambio climático o incluso aquella modelo tan drogadicta como todo el elenco de Pulp Fiction, Kate Moss. Debían de estudiar segundo grado de turismo o nutrición, aunque estaban demasiado buenas como para perder el tiempo de dicha manera. Aquello no debía de ser un juicio deliberado, vomitado a la ligera. Aquellas muchachas se veían obligadas a expresar sus pensamientos y gustos portando mensajes de apoyo o imágenes de los mismos en sus camisetas. Si yo me hubiera convencido de la misma idea, estaría disfrutando de esa insípida sopa que te arrojan a la cara en el calabozo. -Subversión- diría el fiscal. -Me he follado por el culo a la puta de tu hija mientras tu mujer miraba a través de la cerradura- diría yo. Al menos a aquellas estudiantes de italiano las dichosas camisetas les hacían marcar con encanto los pezones, algo a lo que yo ya no podía ni siquiera aspirar. Dejé caer una de mis latas de cerveza haciéndola explotar a modo de presentación. La lata empapó mis deportivas llenas de barro seco y por ende, los pies amoralmente enchancletados de las dos jóvenes. Siempre he pensado que las chancletas son los tangas de los pies. Una parte anatómica tan estimada por los fetichistas como denostada por la comunidad del "buen gusto". Marion tuvo excesiva suerte, al igual que en el momento de nacer, y sus botas de cowboy permanecieron intactas.

-Joder! ¡Eres tú! ¿Que tal amigo? ¡Ten más cuidado, todos queremos seguir vivos y tú lo has dejado todo perdido!- dijo entre sonrisas falsas de complicidad.
-¿A cual de tus tres afirmaciones he de prestar atención primero?-
-Jódete! Resulta que estamos en casa de esta preciosidad llamada... ¿Como has dicho que te llamabas encanto? Ah, si Lena... Claro... ¿Te he dicho ya que tengo una tía en Baltimore llamada Lena? Sí, lo suponía. Y bueno todo este percal...! No se, te recomendaría que fueses poco a poco amigo. ¡Somos gente respetable!-

Aquello empezaba a ser tan vergonzoso y oportunista que tuve que pedir un cigarrillo y fumármelo.

-No te preocupes Marion. Ya sabes que conozco a unos cuantos perdedores que darían lo que fuera por limpiar esa cerveza de nuestros pies a lametazos. Claro que, no soy el anfitrión esta noche. Y a ti te costaría una pasta, nena. No podrías permitírtelo.-
-Claro, claro...! ¡No os toméis demasiado en serio a este tipo, angelitos! ¡Tan solo bromea! ¿Ey amigo, porque no entras y te sirves algo? ¿Eh?- Le hubiera partido la cara allí mismo, pero no tenía el dinero suficiente para pagarle el taxi hasta el hospital después.
-Sí, claro. Buscaré algo de arsénico en la nevera.-

Todo estaba repleto de ejecutivos hippies pasados de rosca, universitarias aspirantes a secretarias de empresa, tramposos y un tal Ibrahim del que nada más quise saber al de cinco minutos de cháchara sobre fondos de inversión. Me apostillé en la cocina mientras recordaba aquellos tiempos en los que comía carne y me sentía remilgadamente burgués  a pesar de estar dilapidando unos pocos miles que mi padre me había legado sin conciencia. Tiempos en los que comía tanta carne que la mierda que cagaba tintineaba dentro de la taza del water como los esputos de todos los recios e insignificantes vaqueros de las películas del oeste al escupir en las escupideras de bronce mal forjado. Aquella mierda era hedionda y muy espesa. Una mierda que daba gusto excretar y oler, nada parecido a las asépticas cagadas que me ví obligado a generar después de que el dinero volará a los bolsillos de corredores de apuestas, mujeres que no me merecía y barmans licenciados en Filosofía y Letras. Estaba aburrido, carente de estimulación y le dí al vino sin miedo ni pausa. Eran tiempos para estar borracho o estar muerto. Y ninguna de las dos te aseguraba como iba a ser el día después. Las cosas empezaron a mejorar poco a poco. Dos tipas decidieron intercambiar sus fluidos orales por amor al arte y toda la cocina decidió jalearlas. Tuve suerte y pude escapar antes de ponerme lo suficientemente cachondo como para arrancar bragas ajenas de golpe y sin miramientos. En una habitación fría y alumbrada por velas aromáticas hallé un reproductor de música. La colección de vinilos era pésima, nadie había oído hablar de los sesenta en aquella comuna arrojada al maremagnum de la ignorancia. Me dieron ganas de vomitar y lo hice en el mimbre de la ropa sucia. Sentí la presencia de alguien a tras mi nuca. Era una de las jóvenes hechas de alambre oxidado y bigote rubio que habían estado intercambiando babas en la cocina para el patético deleite de los presentes. Su expresión denotaba enfado. Quizá hubiera preferido que hubiese vomitado sobre sus decapitados principios, pero aquello se podía ver cada Lunes por la tarde en la segunda cadena de la televisión pública. No tenía interés en escucharme. Era demasiado alambre oxidado por la lluvia de medianoche en contra de un hombre borracho de tan mastuerzas intenciones como yo. Me invitó a que me fuera de SU habitación. Supuse que aquello me negaba la remota posibilidad de dormir con ella, pero al menos pregunté al respecto primero. De pronto me vi fuera, y un portazo besó mi trasero con excesiva violencia. No todo estaba perdido. Volví a la cocina intentando no quedarme pegado al suelo cuando vi como Marion estaba sentado en un sofá de fieltro verde y sangraba de la nariz a chorros.Una de las dueñas del apartamento intentaba sofocar su  incurable hemofilia con metros y metros de papel higiénico. Siempre se lo había merecido. No sangrar por la nariz, no, eso estaba a disposición de cualquier mentecato del tres al cuarto, si no la insufrible compañía de miss camisetas estúpidas-marca-pezones-en-insensato-italiano. Ella estaba pidiendo un polvo a gritos. Y Marion iba a proporcionárselo sin duda no sin antes preguntarle si tenía el periodo. En ese caso volvería a por mí y me jodería lo que quedaba de madrugada con aclaraciones ilegítimas sobre el penúltimo número de "El predicador". Recé para que aquella jovenzuela no tuviera la puta regla. La nevera rebosaba de imanes que personificaban estados de ánimo. ¿Aquello era una estupidez y yo era el único en percatarme? Abrí la nevera en busca de salsas. Ketchup, salsa barbacoa, mayonesa, mostaza, salsa César... en el fondo me daba igual, tan solo necesitaba unos gramos de algo sazonara aquella mierda de madrugada y que combinase a la perfección con el vino blanco de la botella equivocada. Me ventilé medio bote de mayonesa a las finas hierbas de dos o tres envites. Alguien me toco en el hombro por detrás pero lo ignoré, no quería que nada ni nadie me estropeara aquel hedonista momento.

-Quien se supone que eres?- dijo la voz, una voz de mujer.
-Creo que está bien claro, un tipo que ha dormido vestido.- dije sin volverme ni soltar la mayonesa.
-Yo diría que eres un animal vagabundo sin gusto ni futuro que está devorando mayonesa. Se supone que las salsas condimentan alimentos, no son el alimento en sí.-
-Te concedo la primera parte. Cualquier tuerto con un ojo de cristal que no desentonase podría aseverarlo. Pero en cuanto a la segunda... Puedes irte a la mierda sin miedo a que te dedique más atención por hoy.-
-¿Sigues creyendo que comer mayonesa de neveras ajenas te da un aire de divinidad que el resto no alcanzamos a entender?-
-No pretendo que lo entiendas. Es más, siento de verás que nunca lo entenderías. te faltan entendederas para asuntos de este calibre. Verás... Yo soy un "saucière". Un especialista en salsas, disfruto con sus variedades degustándolas y adivinando sus ingredientes. Soy el "chef" de "Apocalypse now", pero sin bigote sin fusil y con un sentido del humor mucho más plomizo y despiadado.-

Entonces me dí la vuelta y allí estaba una de esas mujeres esenciales para la demencia de los hombres. Una de tantas  a las que yo había conseguido olvidar con el paso del tiempo, borrando de mi memoria las curvas de su cuerpo palpadas a través de las translúcidas cortinas de satén , las alas que las elevaban en vuelo sobre el nivel del suelo. Crucifijo al cuello, las chispas saltaban a cada lado cuando levantaba los pies del suelo al caminar. El césped cortado rigurosamente se pegaba a su cuerpo desnudo deseando permanecer sobre tal albo cuero por siempre.

-Supongo entonces que estás perdido como el resto, que no crees en Dios; en la bondad de un ser divino superior...-

Me dieron ganas de reír entonces, pero supuse que eso echaría por tierra la inexistente posibilidad de pasar un buen rato con aquella aprendiz de monja pelirroja de mirada entre azul y azul penetrante.

-No querida. Creo en Alvin Platinga, en todo caso. Pero ya que nos hemos de sincerar, te diré que el tipo flaquea. Estuve encerrado con él en una celda angosta una buena temporada cuando me condenaron por pederastia y violación múltiple.En este país sale barato ser un pervertido, eso no es nada nuevo.  No fueron buenos tiempos, pero disfrutas de la compañía de gente tan convencidamente cristiana y laureada tanto por la iglesia católica, como por los intelectuales de la rama lingüística. Ahora he pensado en empezar escuchando heavy metal, pero no me convence esos tópicos de vestir de negro todo el año. Entiende que te digo todo esto porque me gustas.-

Se dio la vuelta enojada. Me alegré de poder ver como su perfecto culo se alejaba en la oscuridad del pasillo refunfuñando en contra del demonio y algunos adoradores partícipes de su séquito. Seguí con mi vino blanco y la mayonesa. Tuve la sensación que esa no era la última vez que nos volveríamos a encontrar aquella jovenzuela y yo. Y ninguno de los dos estaríamos en el Cielo para cuando eso ocurriera.

jueves, 7 de junio de 2012

El camello... dos. El dromedario... una.

Me enjuagué las heridas de la frente con un poco de papel higiénico marchito y me aseguré de tener intactos todos y cada uno de los dientes. Aquel vodka polaco sedaba cada célula de mi boca desinhibiendo por completo toda sensación, los anestesistas más aplomados de la vieja Europa, sucia furcia infecta, saben de lo que hablo sin duda. Nunca había tenido un aspecto más patético. Al menos trataba de convencerme a conciencia de ello. Pude observar a través de la escotilla como la noche aún era cerrada y cercaba con su embrujo el oscuro paisaje que rodeaba el vagar de aquel tren. Sin darme cuenta, me había vuelto a aventurar en una fatídica desaventura de seguros infortunios sin ni siquiera proponérmelo, sin ni siquiera valorar la magnitud de mi mala fortuna. Supuse que lo tenía merecido por haberme empleado en una vida anterior como matarife zoofílico, espía doble con tendencias homosexuales de la primera guerra mundial o un simple y angustiado gusano de seda. O llanamente debía de ser el de "ahí arriba" intentando alimentar el poco aprecio por mi propia vida que aún persistía entre mi pecho y la espalda. A fin de cuentas, no contaba con un seguro de vida cuyas cuotas han sido religiosamente pagadas y tan solo unos pocos se beneficiarían de mi muerte. Nadie me recordaría a diferencia de Ray Bradbury. Ese cabrón realmente escribió buenas historietas, narraciones dignas de ser leídas, deleitadas... y que despertaban en uno una intrigante sucesión de nuevos pensamientos, una ola de intuiciones que parecían haber persistido veladas en tu propio anonimato subconsciente durante largo tiempo. No se trataba de la corriente escoria acartonada, casi completamente aturdida, que puebla sin pudor ni tampoco apenas rubor alguno todas las estanterías de las librerías. El tipo tuvo que morirse, como tantos otros Ulises, para ser loado. Eso es mejor que pisoteen tu cadáver una multitud, zapato en mano, de islamistas furibundos y que acto seguido lo poco que quede de ti sea violado, salvajemente sodomizado por jaurías y jaurías de inagotables hienas. Supongo que si la televisión de pago exhibiera tal acontecimiento, mandaría que algún vecino me lo grabase en VHS con la idea de ver tal espectáculo acompañado de una buena cerveza al volver del trabajo. No todo se ha perdido. Alguien mencionó alguna vez, no con excesiva cordura, que no hemos de perder las buenas costumbres. Pero yo prefería ser un don nadie por las mañanas. Un interrogante esquivo que vive en el extremo de la colilla, pero al menos sigue vivo. La cobardía se suele diluir con el decepcionante paso del día, lapso de tiempo en el que no dejo nada patente digno de ser recordado en la posteridad. Solo después, al caer el sol, colecciono convencido fúnebres adagios latinos. Abrí con timidez la puerta del baño, deslizando por una rendija mi mirada.  Todo parecía estar en orden, la tripulación de aquel tren sin destino permanecía aún sosegadamente dormida ajena a toda mi estupidez. Atravesé cada vagón hasta dar con el primero y esperé tres o cuatro paradas para apearme, justamente cuando comenzaba a amanecer. Uno siempre tiene la sensación de que cada amanecer es diferente, que cada día que nos visita uno mismo es diferente. Que el mundo no cambia si uno no lo hace también. Muchas personas se desgañitan y obsesionan con dicha idea. Yo mismo necesité apartarme de todo lo que entendía como propio con el objetivo de encontrar alguna pista o rastro sobre quien era realmente a través de los días y los cambios. Aparentemente, dicho viaje siempre es entendido como positivo, con tendencia a obtener respuestas que satisfagan el candor de las preguntas. Pero a veces no es así. Ya lo creo que no. Si debiera de sincerarme, diría que sí, que me encontré conmigo mismo después de largo tiempo. Pero dicho encuentro con el espejo del alma no suponía nada más allá de otro suicidio postergado del ego. Era una mierda espesa, mercancía desechada obsoleta y repudiada, un saco de tela roída vacío e inútil. Otro tren repleto de purulencia sin fe enviado al frente de Stalingrado en pleno invierno de 1942. Era cuando prefería pensar que no era nadie, como a cada amanecer diario. Que había sido todos y cada uno de los personajes de esta demente obra sátira, y no acababa por interpretar ninguno de ellos con pasable mediocridad. Pronto sería a efectos totales otro buscavidas sin moral. Uno de esos tipos atormentados con el codo a poyado en el fondo de la barra y la mirada perdida. Demasiado solitarios por lo general incluso para estar solos.  Otro de entre tantos perdedores que tan solo escuchan la música del tango en la sombra, fuman algún apocado cigarrillo sumidos por el silencio e intentan recordar quienes dejaron de ser una vez. Anhelando el vital desastre de la mentira en la que vivían, buscan una moneda inexistente en el interior de sus ajados bolsillos. El vacío andén que me recibió en aquella nueva ciudad, era igual de frío que el maldito resto. Detecté un par de relojes parados a ambos lados de cada vía, bajo las tejavanas que cubrían el cielo de estación. Me froté las manos, escupí en el suelo y me puse a caminar cuando el tren ya se hubo ido. Los chauvinistas e ineptos lugareños debían de haber dejado para otra ocasión el champán de bienvenida, los canapés de chucrut con mayonesa fina y pepino que se ofrece a cada vagabundo nuevo que llega exhausto, sin apenas dinero y con ganas de refriega fácil a la ciudad. Culpé a mi madrugadora llegada de tal contratiempo.

lunes, 4 de junio de 2012

-Vodka mit "Ginger ale", bitte.-

No fue una buena idea beber bajo el amparo futurista de la estación central. A pesar del aire cálido, los fideos chinos de rebaja y los asientos semi cómodos de madera teca; los andenes convivían entre si repletos de gente más extraña y peligrosa que yo. Odiaba tanto dicha sensación que pronto me empujaba a sentir la inseguridad que experimenta un niño sin zapatos en bajo la tormenta. Esa atmósfera, infinitamente más crápula que en los cafés retratados por Van Gogh, me obligaría a sudar copiosamente bajo los calzoncillos si por el gélido abrazo de la noche no se tratara . A ratos me veía imbuido en una superproducción fílmica que tomaba como eje temático el "multiculturalismo", motivo que me apasionaba por lo general he de admitir, pero al que no solía prestarle ni un ápice de atención cuando borracho. Mis ojos se deleitaban: mugrientos punkies judíos , japoneses a la última en tecnología que enloquecen al perjurar prever el futuro a gritos justo después de su dosis diaria de mercurio Carrolliano, babeantes minusválidos mentales recolectando el "Pfand", ejecutivos con ambos ojos morados impecablemente trajeados de Dior de la mano de un maletín, ex matones rusos mal tatuados que venden "expressos" italianos a través de una ventanilla...  La lista parecía interminable y demencial. Siempre me caían mejor algunos pocos octogenarios jubilados que se posicionaban en contra del maltrato denigrante llevado a  acabo en la cría de pavos en cautiverio. Su sosiego pausado al hablar me serenaba y entretenía. Nunca tenían problema alguno en escuchar mis opiniones sobre lo que yo creía que era el efecto negativo del hegelianismo en las sociedades contemporáneas, y mucho menos en compartir las pequeñas botellitas de vodka y licor de maíz que viajaban siempre conmigo allá a donde fuera. La inmensa mayoría de ellos, eran casi siempre viajes fugaces en los que nunca encontraba motivos suficientes o reales para efectuarlos más allá de seguir intentando navegar por ríos yermos y besar una a una  con mis agrietados labios, las piedras del camino. Y el último de ellos, me había llevado casualmente hasta aquella estación. Sin apenas gloria y con los carrillos escamados, casi a punto de sangrar por el frío, trataba de entretener mi retorcida mente con la mencionada colección de minibar e imaginándome por otra parte, a que sabrían los pezones de miss Octubre. Debían de saber a frutos secos, salados como las almendras al principio y dulces como ciruelas pasas al despegar la lengua de ellos. Un buen revuelto de frutos secos, una selección "premium" falta de avellanas. Aún odio las avellanas. Sí, dicha lógica parecía aplastante. Pero era tarde, pues ya estaba borracho para entonces. Los focos que habitaban sobre el andén número 2 empezaron a centellear como intentando ofrecerme un espectáculo genial de luz del que no me sentía apenas digno. No me importó en absoluto. No me importó hasta que mis intestinos empezaron a retorcerse adelantando un fatídico final del que no podría escapar por mucho que intentara extirpármelos sin piedad con un cortauñas mal afilado. Dios sabe que secretos escondía bajo la falda, pero todo el mundo hablaba de ella. Berlin. Hablaban de ella con esmerada liviandad y desinterés, casi a la ligera como si de una prostituta tailandesa barata  de exotica procedencia se tratara. Sin duda lo era, pero una vez habiéndola dejado atrás, me preguntaría a mi mismo en donde residía su insólito encanto. Era una ciudad en la que estaba atrapado, surgida tras la miseria de aquellos prejuicios de los que huían los propios berlineses. Huían, sí, y buscaban refugio en otras ciudades donde la guerra fría hubiera desatado menor número de penosos recuerdos, silencios súbitos, zonas de la muerte y pinchazos telefónicos, dejando su lugar en su mayoría a turistas voraces de morbo histórico y fetichistas de la música "techno".  Una ciudad donde la lluvia era invisible pero acababa por empapar los huesos de uno. El último "resort" de una modernidad decadente, un paraíso caduco en manos de nadie del que los ignorantes proletarios del antiguo Este renegaban y los habitantes del interior más campestre y agrario aborrecían. ¿Que más pude yo hallar en Berlín? Expolios arqueológicos orgullosamente exhibidos, niños en brazos de sus madres que nunca cesan de llorar y calles demasiado oscuras repletas de "crack". No era de extrañar que el entorno me invitara a beber y a intentar mitigar las embestidas de mis intestinos. Era realmente doloroso, y ya no podía mantener sellada por mas tiempo la salida inminente de mis ponzoñosos adentros. Por desgracia, la estación solo contaba con un retrete que para ser usado por uno, debía de contribuirse con una moneda. Puede que Berlín se mereciera de vuelta tanto o más que nadie toda la mierda que me había hecho engullir con el tiempo, pero ni loco estaba dispuesto a pagar por ella. Corrí inquieto por el apresuramiento tanto como pude buscando entre otros andenes un lugar apacible y apartado, lejos del continuo acecho de los guardas de seguridad, las cámaras de vigilancia o la santa trinidad del "Gran Hermano". Pero fue en vano. Mi última alternativa fue buscar cobijo en el utilitario de un tren parado del que no pude descifrar más borrosas señas debido a mi lamentable ebriedad y presión abdominal. El vagón que abordé estaba impoluto de mirones y diáfano. Tuve serias dudas sobre la plausible existencia de los trenes fantasmas mientras echaba el pestillo de la puerta. Llevaba 4 días sin ducharme, por lo que el hedor de mis malolientes heces nada tenía que envidiar al despedido por mi nauseabundo cuerpo. Pensé mientras cagaba tranquilamente en calles soleadas a media tarde en barrios residenciales ingleses, donde las hojas secas se amontonaban a ambos lados de la carretera mal empedrada, frente a las vallas de las casas. De pronto pude sentir como caminaba por dicha calle, palpando con mi mano la humedad reciente que descansaba sobre los buzones de cada casa. En ellos se me permitía observar dibujadas estrellas de David y leer los nombres de las casi felices y mediocres familias que allí habitaban: Wittenberg, Ludwigwald, Pratau... Debía de haber ido a parar al único barrio judío de mi imaginación,  un barrio de adorables deportados nazis quizá, tal vez una comunidad mixta judio-nazi envuelta en un "reality show" para la BBC, o había leído demasiadas veces el "Cuaderno azul" de Wittgenstein. Un escalofrío me recorrió entonces las piernas. Estaban decididamente desnudas. Todo lo que necesitaba era escuchar por última vez la armónica de Dylan, pero en vez de eso me desperté de golpe al destrizar con mi cabeza el mugriento espejo de aquel baño. Me había quedado embriagado por Morfeo sobre aquel retrete móvil y la sequedad que pude examinar en los firmes restos sin limpiar de mis nalgas apuntaban a que aquel tren en marcha se hallaba ya a años luz de Berlín. Nunca fue una buena idea beber en la estación.

viernes, 1 de junio de 2012

Los niños ya no lloran. No tienen garganta.

Mientras el resto del mundo se incomodaba con escasa cautela por conseguir un asiento próximo que les permitiera asistir con garantías a la ceremonia de su propia ejecución pública, yo me hallaba en la plaza sentado y distraído entre el gentío, preguntándome donde podría encontrar el encendedor adecuado para prender la mecha. La mecha ya empapada de la paciencia. La mecha que nos diera alas. La mecha que lo hiciera saltar todo por los aires y el miedo de los avariciosos, ignorantes y fatuos se convirtiera por fin en miedo. En pavor al fin justificado ante los abusos ejercidos en el pasado aun carentes de reprimenda. En temor diseminado ante las burlas intolerables engullidas que ya no generaran más falsas carcajadas. Llevaba mucho tiempo encolerizado, pero quizá había llegado el momento de que alguien se percatara de ello. Obsolescencia.