viernes, 23 de marzo de 2012

Madrugadas carentes de sentido. Eso mismo convenimos.

No pude evitar sentirme como un avejentado e impotente lisiado Elvis o Sebastian Haff, quien sabe, cuando entornaba sus párpados y relamía los labios con inusitada sensualidad ante mi. Su cuerpo transmitía esas señales concretas a cada minuto, los mensajes eurrítmicos en cada movimiento que una vez desencriptados, solo nos conducían a la cama. Sexo salvaje y sin remordimientos.
Una de todas esas pasajeras emociones irracionales ante las que caer rendidos por una vez después de navegar durante siglos en los océanos del cálculo, la mesura, el autocontrol, lo moralmente correcto y la racionalidad. Hubiera cambiado la doble apuesta ganadora de la cuarta carrera de galgos en Westmister, por ver como se abalanzaba sobre mis pantalones sin freno e introducía mi polla en su húmeda boca. Una y otra vez sin dejar de mirarme a los ojos. Desentrañando una saña exacerbada, casi digna de la voracidad de cualquier jauría de hienas tras un largo e insufrible ayuno.  Sabía del dulce misterio que sus bragas negras custodiaban para cuando se agachó en busca de nuevas bolsitas de té verde. Pero de nada iba a servir una nueva erección abrigada por los desechos adyacentes de mi patético historial sexual en los últimos meses. Demasiada verborrea sofística sin sazón para un viejo fundado en la decadencia de una generación extremadamente bisoña, hipócritamente "liberalizada". Un bistec de avestruz sangrante, crudo y frío de metro ochenta, torpe y desentrenado que cruzaba los dedos por atravesar la calidez fraternal de una joven vagina excelsa pero arduamente adiestrada para el placer. Pronto me dio por pensar que ninguno de todos mis amuletos mayas tallados en pálido hueso de cerdo, sería capaz de echarme una mano como para hacer factible el momento de fundir mi aliento con el suyo; apestoso por la ingesta de cerveza, y que sintiera de una vez todo mi peso sobre su liviano cuerpo. Sus palabras, experiencias que compartía en confidencia conmigo, se volatilizaron en el momento que imaginé como mis zarpas serían capaces de asir con energía sus perfiladas, blancuzcas nalgas al emparedarla con turbia violencia contra la pared sepia de su cocina. Nada de todo aquello iba a suceder. Me sentía lo suficientemente viejo y aburrido como para tener una maldita imaginación tan desbordante. Un casto abrazo de despedida bastó para llegar a casa y comenzar a masturbarme solitario en honor a las ocasiones perdidas y terminar abdicando a medio camino a la espera del climax más mediocre, insípido, que nunca pude tener la ocasión de experimentar. Cualquier onanista al uso comprendería de lo que hablo.

jueves, 22 de marzo de 2012

Blue Moon.

 Su continuo calor, nada intermitente, junto a los deseos desatados. Que me daba más vida que tesón, una razón sin igual para terminar toda la tinta en ese penúltimo renglón. La extrañeza que aportan sus cuantiosos aviones sin próximo retorno aparente. Otro señuelo dulce, te da por pensar, más clases de ternura sobre un edredón que permanezca arrugado por siempre, impregnado de olores familiares y misticismos en los que he aprendido a creer. ¿Que me queda? Encomiarse a la luna de nuevo para recordar su perfume, la gracia exacerbada de sus cabellos traviesos. De sus caderas, el son. Todo parece nefasto tras el paso de los días, flores marchitas en la mesa de la cocina y tras los cristales opacos de las ventanas un perro lame ansioso el helado derretido de un pequeño niño descuidado. Desolado este por las lágrimas, empatiza con los "aquellos" que no divisan ninguna esperanza en sus saltos al vacío. Descanso la mirada en un mohíno mapa que cuelga de la pared. La radio regurgita a Bob Dylan y el sol de la tarde se cuela entre la tierna complicidad de las persianas. Sabores ocre, de nuevo otra amalgama desaforada de sinestesias inservibles. Fumo boca arriba y el humo se desliza quejoso hasta la inmensidad del techo. ¿Acaso todo el dinero, tiempo y amor malgastado ha merecido la pena? El ánimo permanece hundido, denso y pesimista, casi expuesto a esa sonrisa torcida que se torna en espumarajo lapidario en boca de Arthur Scopenhauer. Sin ninguna escapatoria como en las "Letrinas" de Julien Gracq, en cada laberinto que las pesadillas te obligan a diseñar de noche en noche. Llamadas perdidas, grilletes oxidados en los tobillos, luces de neón, ganas de mear y billetes pequeños en el bolsillo... Un torrente de genialidad que se desvanece en busca de entornos más cálidos y funestos a la vez. Me digo que escribo para olvidarte. Que escribo para recordarte. Me dicen los que me escuchan aullar, que ninguna de las dos me ayudará. Hago oídos sordos y me ahogo en otro vaso, que más me da. Al menos escribo. Eso no ha de abandonarme jamás.

lunes, 12 de marzo de 2012

Morderte en el cuello y sentir que ya no me duele el hacerlo.

El chico del pelo alborotado, pendientes en las orejas y la cara enfermiza al fondo de la barra. Destinado a una ciega derrota. El que vivía continuamente en una calle perdida y oscura. Forjado a partes iguales por el miedo y la barbarie. Siempre dispuesto a entregar su vida, retornar inefablemente al desengaño, por respirar la mansedumbre posterior a una explosión atómica. Arrastrar después tal visión hasta los más profundos lodos de su sensibilidad. Polémico por devoción. Exquisito por ansiar la esencia que descansa tras la destrucción. Tan solo quería desmigar con detenimiento la belleza oculta que en ella descansa. Perdía la cabeza con facilidad y acababa dormido en el último vagón del tren. Portaba siempre el paquete de tabaco en la manga de la camisa y mantenía la mirada fija en los ojos de los demás al hablar. Bebía demasiado para pasar las noches escribiendo en su bloc de notas escoria que nadie llegaría a leer. Un verdadero incomprendido en la boca de otros. Un cabrón con suerte, demasiado interesante incluso para pisar mierda de perro. Su larga sombra tiende a flaquear.

Leben oder sterben, sondern etwas tun.

Fantasmas de rostros derretidos,
lóbrega espuma que las olas portean
por siglos, fugaces, de pecados.

En la noche, por siempre la noche.
Donde poder desvelar algunos miedos,
enterrar esas ahogadas voces.
Pasajera arrogancia del tiempo.

En los huecos vacíos del techo,
se cobija tú dolor vespertino.
Tiene nombre y faz pero
desaparece entre la niebla,
los setos, el horizonte.

Como viajero y fatiga,
el camino y un destino.
Se alejan y atraen...
unos a otros.

Muy cercano al musgo
donde el verdor descansa,
la calma tan sola reside
solo si el desánimo no se deroga.

Descansa, Reside, Deroga...
Son las marcas del vagar,
la densidad tras esos barrotes,
cicatrices estériles cuyo portador
se hastía por no conferir inmortalidad.

A mi me basta con el sudor
desnudo, bajo gasas añejas
y sucias que lucha por escapar.
Divisar otro tipo de libertad.

De nuevo. Sirenas de barco
en el seno de la oscuridad.
Canto mortuorio del que nadie
se jacta partícipe jamás.

Todo se tiende a aclarar.

El sombrío fuego de lo prohibido,
asómase de nuevo por los tragaluces
que creíamos inalcanzables.

Un vigor oculto del que nada,
nada advertían poltronas, púlpitos,
callejones sinuosos y estrechos.

Una verdad revelada, un secreto
a susurrar mientras caminemos
sobre las aguas del Hades.

Será tarde. Perdida sin duda,
la sazón de tomar aliento,
yacer sobre la barcaza de Caronte.

Y sentir al fin, que la marea abate
el pecho pusilánime ...
de otro impío.

jueves, 8 de marzo de 2012

Odio los aeropuertos. Es un hecho. El sudor avejentado de inagotables escalas bajo tu ropa interior, un sinfín de dialectos, idiomas conviviendo con los relucientes artículos de "duty free" y toda esa tecnología, más tecnología inservible allá a donde dirijas tu inquisitiva mirada. Es patético contemplar el hecho de vernos convertidos en unos auténticos imbéciles a cada paso que damos en el desenfreno de la existencia. Aunque siempre podemos hacerlo público gracias a la tecnología. Amor y odio, decía Spike Lee en su ópera prima. El universo ha de ser mucho más complicado, y si no es así, reincido en mi tesis sobre el idiotismo exacerbado del que hacemos gala frente a las cámaras de seguridad, los fotomatones, las líneas de asistencia telefónica gratuitas y las escaleras mecánicas. Somos entes inadaptados racional y físicamente al medio que nos han diseñado legiones de ingenieros adinerados, onanistas convencidos con sus novedosas propuestas de innovación científica. Hemos adaptado el medio a nuestra holgazanería en vez de adaptar nuestro ser al medio. Y esta inadaptabilidad me encanta, significa que alguien la cagó, y debe de arrepentirse de cambiar el curso de un progreso falto de sentido. Y alli estaba de nuevo, en aquella sala para fumadores de la terminal 2G en el Charles de Gaulle de Paris. Sintiendome asfixiado por el humo de aquella pecera para apestados proclives a desarrollar tanto un cáncer de pulmón como enfermedades vasculares irreversibles. Rezando de nuevo para que alguien me dirigiera la palabra y poder entablar así algun tipo de comunicación. En el fondo me daba igual, llevaba demasiado tiempo caliente para preámbulos dialécticos. Empecé a envidiar las escapadas de "La pianista" de Haneke entre los autocines austriacos con el único objetivo voyeurista de llorar de placer y mearme de un fatídico orgasmo. Consumido por unas ganas ebrias de rendir pleitesía a vuestras almas, majestuosos títeres postergados ante mis ojos, puesto que vuestros cuerpos ya no os pertenecen. Son pasto del tiempo. Tan solo imagino lo complejidad de mi propio universo interno y se torna irremediable pensar que una superconstrucción tan inabarcable para el intelecto humano sea "sencilla". Y mientras tanto, mientras al fin mi avión surcaba los cielos de un mundo tan detestable como lleno de belleza; las prostitutas se agolpaban a ambos lados de las aceras, obligadas por su escasas vestimentas a sufrir una gelidez infame con la que habían de trabajar durante todo el invierno. Abundaban en ellas los abrigos de piel, mediocres imitaciones baratas que las impermeabilizaban de los escasos uno o dos grados dominantes; pero estos tan solo desempeñaban la obligación de camuflar la lencería provocativa que portaban debajo. Inoxidable Paris.

lunes, 5 de marzo de 2012

La escalera.

Nunca me gustó el hecho de nacer para ser derrotado, ella parece saberlo... . ¿Como evitar las miradas de esa mujer al final de la barra cada vez que su hombre toma tambaleante el sendero del servicio? Tan solo disfruta su momento, todos nos lo propusimos alguna vez. No envidio nada más allá que la compañía de esas piernas tatuadas que lo abrazan a él con provocativa zalamería y su bolsillo llenode cocaína bendita. El mundo tal y como lo conocemos no fue concebido para sostenerse con justicia, ni siquiera fue proclive a torturarse con los valores impuestos a ese esquivo término. Alguien silba a Yann Tiersen y todas sus notas me recuerdan a ti. En otro siglo estaríamos hablando de un tal Chopin. Si escribía no era más que para sentirme ocupado en los insufribles intermedios tras los que esperaba a la siguiente pinta. Trascendido un tiempo, el simple hecho de escribir perdió importancia para mi. Muchas cuestiones de peso se desvanecieron a golpe de licor de una semana para otra. Tan solo la sed, la puta culpa arraigada en mi y la incapacidad de sentirme mejor persona persistían. Y ya no quedaban hombros cálidos donde poder enterrar en ellos mis lágrimas. Todo eran tumbas anónimas que sepultaban a amigos desaparecidos como Dersu. Un sabor canalla muy cercano al de la leche agria de tu nevera, la tranquilidad asediándome mientras secciono el cuello de otro cordero fiambre o escribo una sencilla impresión sobre los versos de Brecht. En todos ellos encontrarás el signo rancio de la sangre derramada, mal digerida. Me dejo empapar por lo que me rodea tan perdido de nuevo en el desierto de la reflexión como un jugador empedernido abandonado por la suerte. Una voz canalla me golpea por la espalda mientras escribo en mi bloc, ayudado por la luz de alguna vela, sobre unos cuantos posavasos: -Ya iba siendo hora de que se te arrugasen los huevos, hijo-. Sin duda está en lo cierto,

jueves, 1 de marzo de 2012

-No busco amor. -Eso es una verdadera suerte.

Torsten trabajaba de camarero en el Reilcafe, un pub ambientado con música northern soul y una infinidad de motivos que aludían al culto de la Vespa. Su padre era húngaro y su madre había vivido toda la vida en Berlín oriental. Allí fue donde Torsten abandonó la mayoría de sus más tempranos recuerdos. Sepultados bajo la atenta mirada del férreo gris de octubre, las mentiras que pululaban por la radio y todos sus silenciosos vecinos amamantados al unísono por la Stasi. Ahora la sonrisa suele acomodarse de vez cuando en su cara, siempre acompañada por una gorra plana que se desgañita por despachar con amabilidad a los últimos clientes del bar. Ahora lo tengo delante silbando una vieja canción de los "Trashmen" mientras seca un vaso largo. Le digo que tiene predilección por las propinas y me obsequia con el detalle de no enojarse. Responde alzando la mirada que adora los libros de historia, pero su hijo de ocho años aún no se ha interesado por la lectura. Cada día vuelve a la hora de la merienda desde la escuela, y nada más subir las escaleras velozmente, pregunta a su padre por que ellos no tienen un televisor como el resto de sus amigos. Entiendo lo de las propinas, los préstamos bancarios invertidos en pulgadas de tubo catódico y las penurias agridulces del capitalismo en la antigua Alemania del Este. Pago la ronda de Beck´s y me prometo que mañana cambiaré de hábitos. Torsten responde que las manchas densas de aceite seguirán desfilando pared abajo en mi cocina y los pulmones insistirán en ese molesto silbido que me aflige al respirar. Supongo que el otoño sabe un poco más amargo a cada bocanada que doy mientras el tiempo se sucede lentamente en el interior de mi prisión. Y de manera opuesta, con mortal rapidez, en el exterior. Busco algún papel extraviado en mis bolsillos para dar con la lista de aquellas causas pendientes que enarbolé nada más aterrizar en esta ciudad. Decido ni intentar ponerme al día con la primera de todas. Tengo tan mala suerte, mi torpeza es tal, que incluso el acto de intentar suicidarme bajo este frío que me atosiga, se convierte en una empresa casi imposible de llevar a cabo. Arrastro los pies hasta mi portal, meto la llave y la pesada puerta cede ante mis encantos de galán seductor. No todo es tan sencillo siempre. Como redundante tópico, ninguna carta espera mi llegada en el interior del buzón. Subo las escaleras. Siento que de nuevo retorno demasiado pronto a casa e inmoderadamente bebido. Como cada noche, orino sobre el cepillo de dientes de Löss, mi obeso compañero de piso. Escupo sobre una reliquia de calzoncillos y calcetines sucios que retozan cerca de la bañera desde que llegué y maldigo no haberme cruzado con Jada esta noche. Siempre huele tan bien... Como la postrera belleza terrenal. La única mujer que deseas contemplar cuando abandonas la comisaría sin las esposas rodeando tus muñecas y la camisa llena de sangre. Cuyo teléfono siempre comunica. Me veo reflejado en la ventana de mi habitación y me percibo cual Bandini. El metro rebosa de tipos como yo. Hombres que "Preguntan al polvo" y "esperan a la primavera".