jueves, 7 de marzo de 2013

Un pulso solitario a media tarde.

No me importa, ni un jodido carajo, esa impoluta urna metálica que almacena las cenizas de tus antepasados murcianos sobre la chimenea, mientras follamos. Que se quede allí, observando... si! Solo vine a correrme. Una vez tras otra. Y después, cuando me importaba, nunca más.

Tampoco me asombra, mucho, que cada madera clavada en mis hombros de este polvoriento diván, lleve el nombre de alguna virgen de Guadalupe. Con mi amado México al sur, con la mierda lamiéndome la garganta, doce horas bajo el sol esperando una buena paliza en la parada del autobús. Me es indiferente, el rechazo, los delfines sin inteligencia y su puta bohemia, sangre, rojo que tiñe mi pasiva mirada, sangre, coagulada que te llevas a la boca sin remilgos cada Martes.

No la soporto.

Rutina? De ella vives, y te engañas, te necesita como una frágil polvareda sobre la acera a las obras del metro. Sin tumbos pero con el sabor de la violencia, golpeo el suelo con las manos abiertas. No me quedan lágrimas, busco una moneda y tacho de la lista: romperme los huesos, comer harina. Lo supe mucho antes del vertiginoso salto: me niego a creer en la salud imperecedera de esa savia infecta en mi árbol genealógico. Vagabundos del alma que calzan tan solo un par de veces, botas de carísimo cuero.


"Subes y después a la derecha", como la primera vez, como en esos sueños que ya no se te repiten; en todos tus grabados cotidianos imposibles de Escher. Puedo saltar y convencerme de que he volado fugazmente, delimitar tu desinencia en el teletexto, dejar de cagar sentado y aburrirme con arte. Creerme las tonterías de Kerouac y seguir escribiendo sin pensar para curarme, maravillarme con los rizos de una cabellera cana. Puedo intentarlo, podría intentarlo, me dicen, he de intentarlo...

como antes.

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