jueves, 21 de marzo de 2013

Hay cosas que no necesitan título.


(Gracias al recuerdo de Asier Luzarraga, móvil de este conglomerado petulante de estornudos y alergias de una primavera propia del hemisferio norte)


Eran tiempos en los que el aburrimiento y la miseria habían abandonado el interior de la gente para adueñarse de las calles, para poblar los tablones, para hacer cola en los supermercados o en la oficina de empleo. La auténtica felicidad había sido inventada trece años atrás tras arduas investigaciones y experimentos con gusanos de seda en un laboratorio canadiense, pero no era rentable comercializarla. Al menos no todavía. Una visión nos dominaba al fomentar contacto con el exterior. Esas bocas sangrantes en busca de la nada que colme su apetito, inconmensurables; apenas sin un discurso convincente y con contadas pepitas de pirita peleando sin razón entre si dentro de sus bolsillos. ¿No lo sabían? Todavía los perros sin collar eran pasto de las autopistas. ¿Qué culpa tenían ellos? ¿Qué culpa tenían las autopistas? ¿Quién estaría dispuesto a cambiar algo de todo esto? A cada segundo que pasaba, los mártires perdían de más puntos en un partido estancado en una farragosa a la par que beneficiosa prórroga. El público abandonaba la fe en la humanidad, en los efectos rejuvenecedores de la Coca-Cola, en la mal instituida justicia. Ginsberg seguiría satisfecho leyendo cabalísticamente "El libro tibetano de los muertos" bajo el albergue de una sucia cantina de ese Infierno ideado por El Bosco. En cambio los ecos de la diáspora platicaban en torno a un romanticismo muy tardío, panteísta y bucólico que no nos convencía, que sabía a vano artificio, a artimaña de fatídica ralea del antiguo testamento: a un renqueante e insuficiente William Blake sometido por la nostalgia de la lejanía. Todos nos encontrábamos en un pernicioso corredor de la muerte preferentemente cohibidos, acongojados, aterrados por el hecho de no saber. De no entender la confusa jerga de los absurdos tecnócratas dueños de nuestras vidas. Ni la naturaleza del  pecado que nos había recluído allí, ni cuando la desesperante espera se convertiría en liberadora ejecución. Unos pocos albergábamos el estúpido orgullo demente de haber heredado el medio corazón de nuestros abuelos recién fallecidos, pero ni eso compensaría el barbecho. Había llegado un momento en el que no hacía falta retornar a algún libro sagrado en busca de versículos escatológicos ejemplarizantes. Los McDonald's, la televisión, las casas de empeños y también de apuestas, mimetizaban un onírico escaparate de caprichosos infortunios. "El teatro al fin, había tomado el escenario de la vida". Al despertar el viento transportaba un olor fecundo a primavera, a recuerdos inconscientes y mi radio regurgitaba un blues sombrío, casi sureño, como apagado; que me invitaba a emborracharme de whiskey. Un whiskey que dificilmente podría llegar a pagar al contado. No importaba, obtener éxito o sucumbir a la tragedia, allí habitaba el encanto efímero del blues: en la posibilidad de mirar frente a frente a todas mis penas con fugaz valentía. Hacer que desfilaran lentamente ante mis desfallecidos ojos, con pausa y poder dominar su influjo sin la imperiosa necesidad de perder los papeles. En observar su voluptuosidad y sentirme ajeno por un tiempo a ella, saber que seguía ahí zancallideando mis titubeantes pasos, pero percibirme a salvo de manera ilusoria por estar borracho. Bien borracho. En cambio para ti, el problema y la solución habrían sido otras. Tan solo por eso, me digo, que te envidio.

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