Llevaba unos cuantos días custodiando mi constipado a base de botellas del vodka más barato y los painkillers caducados que mi desequilibrado compañero de piso me suministraba. Todo se nublaba de nuevo, como en aquellas partidas de cartas donde perder el dinero en juego se erige como obligación y acababas vomitando a la salida del local para terminar limpiándote los restos del arrojo en tus comisuras con la manga de aquel traje de segunda mano al que nunca habías encontrado utilidad ninguna. De esta manera al menos, alguna pregunta quedaba replicada. Aquella tarde el frío resultó ser paradójicamente infernal; como cierto adagio latino "apresurado a la vez que con calma", atribuido al "viejo" Augusto. Las viejas se congregaban cuales cucarachas de cafetera junto al cobijo de las esquinas del mercado para cuchichear acerca de la primera ola de frío norteño. Al parecer se llevaría a unos cuantos por delante. Sonreí con gesto torcido al descifrar sus vaticinios y recé por que así fuera. Solo sabía que desde que vivía en aquella sucia habitación del Este de la ciudad, había perdido tres muelas y algún que otro diente. En ese caso, incluso el frío me hubiera hecho un favor. Me hubiera liberado sin duda de la contínua agonía y pasajera imposibilidad Hamletiana de quitarme la vida. Nada me salía del todo bien. Si cierta noche intentaba cortarme en los brazos haciendo uso de una cuchilla oxidada frente al espejo de algún oscuro bar, una jovencita aparecía tras mi espalda y me lo impedía mediante lacónicos ruegos. Me ataba a la cama de su habitación y me hacía el amor durante toda la noche. La llamaba semanas después ansioso por acariciar su clítoris con mis dedos amarillentos por la nicotina, y me rechazaba jurando que era lesbiana. Alegaba que únicamente la lástima la había movido a salvarme. Si decidía cabalmente dejar de usar drogas de una vez por todas, alguien me las obsequiaba sin compromiso a la puerta de la oficina de Correos. Me despertaba a media mañana dominado por la ansiedad y acababa por no dar con un alma que estuviera dispuesta a abastecerme ni un ápice de polvo adulterado al final de la tarde. Si me decidía por emborracharme a conciencia y entrar e interactuar de manera desinhibida con el resto de mis congéneres, las tabernas permanecían cerradas debido a cierto aviso de bomba en la ciudad. Después me hallaba sometido por la extraña vileza de mi insólita y aborrecible existencia pateando latas vacías por calles solitarias, y alguien me invitaba a cierta fiesta multitudinaria. Eso tampoco sería diferente.
La reunión daba comienzo a las ocho de la tarde en un remilgado y caro salón de la ciudad. Nada más entrar por la puerta un empleado chaparro peinado impecablemente con la raya en medio me pidió que dejara mi gabán en el guardarropa. Sonrió ligeramente y pude ver como tenía los dientes incisivos sospechosamente separados uno del otro. Aquello solo podía significar dos cosas: satiriasis nociva o la acromegalia. En cualquiera de los casos, me repugnaba. Me negué rotundamente. Nunca abandono mis botellines de refrescante pippermint y mi 38 especial. Además, estaba completamente acatarrado y aquello pareció servir al fin de resolutiva excusa para no tener que pagar el maldito guardarropa. Fui directo a la barra pero una mano endeble me sostuvo el antebrazo impidiéndomelo. Giré y una camarera me preguntó con dulzura por mi procedencia en aras de que era extranjero. Supuse que no era el momento ni el lugar idóneo para aleccionar a aquella bondadosa empleada con mi ideario propio sobre las nacionalidades, la identidad política y el cosmopolitismo. Me decanté por Finlandia. La camarera, sonriendo, me obsequió con una bandera griega en la solapa izquierda evidenciando sus manifiestos y culminantes logros académicos en Geografía. La mesa correspondiente a Grecia colindaba con el aseo de caballeros. Los alemanes nunca han apreciado del todo a Grecia, es un hecho; si exceptuamos a Heidegger o Hölderlin. Pero desgraciadamente el encanto artificial del sueño americano y la ávida prole de la filosofía analítica, han terminado por tomar las universidades de la vieja Europa. Me sentaron entre una pareja de enjutos, pálidos y rubicundos alemanes que portaban consigo idénticas gafas de época. No de esta, desde luego. Parecían infelices como nadie. El cogía la mano de ella y la acariciaba con delicadeza lejos de las miradas del resto mientras su mirada se fijaba en la pantalla de un lejano televisor. Aún son jóvenes, pensé. Pueden llegar a darse cuenta de que malgastan su tiempo sin follar con terceros. Creen en el amor cuando son incapaces de quererse a sí mismos y se entrelazan incomprensiblemente en vomitivas lecturas de duermevela tales como Dan Brown o Isabel Allende. Consumen soja y fingen tener gustos o hobbies afines cuando toda su magnífica relación podía sintetizarse en escasas palabras: un polvo salvaje que duró demasiado tiempo. Y eso tiene un valor inaudito para ellos, porque ambos son frágiles, tienen miedo a la soledad. A que sus cuerpos dejen de estar en apático contacto para pasar a estar en comunión con otros cuerpos que a priori son desconocidos. Un verdadero sinvivir del que yo me desembarazaría sin escrúpulos. No podría convivir con ello. Le doy demasiadas vueltas a la cabeza.
domingo, 29 de julio de 2012
He estado demasiado tiempo borracho. Hasta el cerebro de Poe cedió podrido al brandy.
Tengo astillas clavadas en los dedos y no soporto las colas para comprar lotería, ni las hordas de asaltadores callejeros bajo el cobijo de cualquier ONG que aún no ha entendido el sentido egoísta del altruismo. Será la resaca, la música de Mozart en la calle o el sabor de este navideño cigarro puro. ¿Como escapar de algo que te persigue eternamente? Tan solo me siento dichoso y maravillado, pues mi chica y mi amor nunca fueron la misma persona. De camino a casa doy con un transeúnte que escarba en la escoria de un contenedor. Me detengo, clavo con interés mis ojos en él y deduzco que busca metales para la reventa. Es la única explicación que lo puede legitimar a destrozar en infinitas porciones aquella lavadora vieja. Junto a él, diviso una silla con un estampado que se me hace familiar. Unas flores rosas serpentean con escasa gracia por todo el estampado de la silla, denotando el escaso gusto del que sin duda la tapizó largo tiempo atrás. Reposabrazos angostos y poco mullidos descoloridos por el paso del tiempo y contados brillos en el desgastado barniz. La examino con mayor detenimiento al acercarme y adquiero conciencia de que algunas manchas de grasa persisten sobre la tela. Me siento y chirría con lentitud la madera. El chatarrero gira sobre si, y me interroga sobre la silla. Le digo que pienso quedármela, a lo que no parece oponer objeción. Pensará que estoy chalado o que simplemente tengo un gusto lamentable para la decoración. Puede que ambas opiniones sean correctas, pero aquella silla desafía incomprensiblemente mis sentidos, los prescribe ejerciendo una extraña provocación, envite, al que no parezco poder resistirme. Cargo con ella a la espalda y me despido del olor a basura en cuanto me voy alejando paulatinamente de aquel basurero indecente. Subo por las escaleras de mi edificio y el piso me espera completamente helado, debí de amamantar algún brasero antes de aventurarme en otro paseo matutino por las venas de la ciudad. Enciendo la calefacción a base de insistir con el carbón más barato que pude hallar y hago descansar a la silla en la mitad de la cocina. El cisco comienza a chillar y a coger fuego mientras lo soplo para poder calentarme las manos. Enciendo un cigarrillo y me siento a contemplarla. Desde luego esa maldita silla tiene algo que yo no alcanzo a capturar de buenas a primeras, a interiorizar o categorizar. Me seduce. Como un perfume fino pero intenso en el cuello de la mujer besada, su sexo comenzando a caldearse lentamente cual antiguo chubesqui lacado, al roce con tu entrepierna. Como unas buenas piernas, fuertes y recias acompañadas de unos pies bonitos o en cambio unas canillas finas, enjutas con sus respectivos pies huesudos y malcarados. Como las uñas bien pintadas de color negro o rojo y una lengua acariciando tu oreja con la delicadeza de la mejor de las caricias. Como todas esa pequeñas cosas que excitan nuestra libido sin razón aparente y hacen que la temperatura corporal comience a medrar. Su estampa es la de una mujer delicada a pesar del paso del tiempo y el lamentable uso que se le ha dado. Hiede a palomar. A encierro. A irracionalidad animal. Me recuerda a todas mis novias del pasado sintetizadas bajo el influjo de un objeto abrupto que me hipnotiza cual opio afgano. Mando a la mierda a mi psicoanalista y sus coloridas teorías sobre el fetichismo. Freud consumía cocaína, no se despertaba con las noticias de las tres y la única imagen que venía a su mente era la de demasiados gintonics, dos o tres barbitúricos y una paja que no te pudiste hacer por tener la polla completamente fuera de órbita. El tuvo noches mejores. El caso es que desabroché mi cinturón y los pantalones se deslizaron hasta el suelo. Me tiré aquella mugrienta silla. La luz no era del todo tenue en la cocina, pero no pude frenar aquel exceso de persuasión que aquella butaca desempeñaba sobre mi. Y creo que incluso llegué a amarla.
lunes, 16 de julio de 2012
Había llegado al límite. No soportaba aquello por más tiempo.
En que angosto y recto laberinto me he visto abandonado,
donde el sol no se pone y la noche es utópica?
Que ha sido de mis ebrios bandazos sin poesía, me pregunto;
las narices sangrantes de placer, los obcecados amores imposibles?
Donde quedan las calles de asfalto mojado y las ganas de sublimarme?
En que olvido desfiguré los acertijos escondidos tras el velo de la más reciente nocturnidad?
La desgana solitaria de contar y contar las horas, ver a la gente,
automutilada y errante, desfilar ante mi propia ceguera...
A cada paso se multiplican las encerronas mentales,
amancebadas por el miedo raquítico a otro vacío amanecer.
El pavor desatado por demasiadas novelas completamente en blanco
sin metáforas sobre Edipo no se decide a dormitar, lo se.
Lo sabes.
Un terror me domina. Un terror por otros anónimos labios
leporinos que degustan con igual indiferencia sangre y bilis, sal y azúcar, destierro y enfermedad.
Se acabó hablar del futuro. Es sombrío, es lúgubre, está maldito; es el tuyo también.
Y si no lo es, te niegas a verlo así, vuelve tras mis pasos en la arena.
Alcánzame en pleno desierto, donde la sed nunca descansa y mi fatigada estupidez carece de encierro.
Ríe junto a mi, convierte mi desgraciado pesimismo en la soga que ahorque tu obtusa jovialidad.
Sabrás entonces lo que deseé. Entenderás a divisar a quien persigo sin aliento.
Quiero volver a ser yo. Si es que alguna vez realmente lo fui.
automutilada y errante, desfilar ante mi propia ceguera...
A cada paso se multiplican las encerronas mentales,
amancebadas por el miedo raquítico a otro vacío amanecer.
El pavor desatado por demasiadas novelas completamente en blanco
sin metáforas sobre Edipo no se decide a dormitar, lo se.
Lo sabes.
Un terror me domina. Un terror por otros anónimos labios
leporinos que degustan con igual indiferencia sangre y bilis, sal y azúcar, destierro y enfermedad.
Se acabó hablar del futuro. Es sombrío, es lúgubre, está maldito; es el tuyo también.
Y si no lo es, te niegas a verlo así, vuelve tras mis pasos en la arena.
Alcánzame en pleno desierto, donde la sed nunca descansa y mi fatigada estupidez carece de encierro.
Ríe junto a mi, convierte mi desgraciado pesimismo en la soga que ahorque tu obtusa jovialidad.
Sabrás entonces lo que deseé. Entenderás a divisar a quien persigo sin aliento.
Quiero volver a ser yo. Si es que alguna vez realmente lo fui.
miércoles, 11 de julio de 2012
Dos cogniciones, un solo signo. Ockham y mi garganta.
Tuve la certeza intuitiva de estar atravesando a solas el fuego, de ser abrigado por las susurrantes sombras, de ahogarme lentamente en reticente silencio tras la espesa niebla...
La desesperanza trágica de despertar nuevamente de un sueño macabro, agitado por la violencia y no volver a encontrar nunca más mi sitio en el cosmos. Hablo de esa dignidad escapista del que se sabe moribundo, desarmado por la angustia frente al último acantilado. Un fastuoso hombre o un sencillo Dios. Un temible monstruo desfigurado y asustadizo, que golpeado por el olvido no recuerda ya cual era su sustento. Son demasiadas las miradas acechantes que chasquean con funestitud a tu paso por el mismo bosque bajo el amenazante embrujo de una cálida noche.
Ninguna visión en la distancia se tornaba halagüeña, incluso a todos los relojes parecía haberles llegado su propia hora. Todas las melodías eran la misma: crudeza, desidia... yermitud desoladora.
Acallé la definitiva colilla, quedó arrugada y desorientada mi alma, huérfana, como olvidada en una anónima esquina de otra urbe sometida a la ciega vorágine del caos. Solo entonces pensé al igual que Shakespeare en que, El resto era Silencio.
viernes, 6 de julio de 2012
¡Es para mi un verdadero honor presentarles al señor Hanningan!
"Nunca quise creer aquellas palabras de mi padre. Para él un hombre era tan solo aquel que dedicaba con inusitada convicción su vida a dejarse barba, emborracharse y tratar de manera deleznable a las mujeres. Fue una lástima que nadie acudiera a su entierro. Ahora lo echo de menos. Lo recuerdo en Mannheim con los codos apoyados sobre su mesa de adobe de la terraza en pleno verano. Algunos copos de polen amarillo descansaban sobre su apenas argenta y parcheada cabellera y la mirada le permanecía extraviada, como siendo la única capaz de presenciar un hecho sobrenatural surgido del vacío al que nadie más prestaba atención. Entre silencio y silencio, sonreía o se carcajeaba frente a sus propias visiones y murmuraba después algún versículo desfigurado de la biblia, mal recitado sin duda. Todo le había parecido paradójico desde muy joven. Allí donde había sinsentido, allí donde los polos opuestos se contradecían, el encontraba, harmonía, sentido; el verdadero orden que regía toda vida. Aquello fue tal vez, para desgracia de muchos, lo que lo llevo a vivir tanto tiempo. Era evidente que durante los últimos años, su deseo de existir se había desintegrado, pero él mismo forzó su sufrimiento físico y moral hasta el último aliento. Sabía que era la única manera de sentirse digno, convivir con sus afrentas y fantasmas con el suficiente valor de no llegar a sentirse nunca derrotado por ellos. Y así atravesaba las tardes, a la sombra de aquel recio árbol que se elevaba junto al edificio en el que consumíamos el verano, acompañado de la botella y de su propia vergüenza. Muchas veces yo lo intentaba rescatar de su nociva abstracción poniendo sobre la mesa un tablero de ajedrez. Los misterios de la estrategia y las posibilidades de desarrollo matemático dentro de los conjuntos cerrados lo había apasionado en su madurez, llegándose a convertir en un jugador experto reconocido por todas sus amistades. Organizaba de seguido reuniones en el salón de casa en las que se bebía, fumaba, se hablaba sobre temas triviales o de índole intelectual y se jugaba al ajedrez hasta horas innombrables de la madrugada bajo la atenta mirada ígnea de la chimenea. Grandes personalidades del noble arte de la guerra que permanecían de paso, acudían a dichos encuentros sometidos por la persuasión y el tenaz poder de convicción con el que mi padre los torturaba desde el primer día en el que sabía de su visita a la ciudad. Mamá evitaba hablar al respecto y censuraba todo tipo de alusión a dichas reuniones omitiendo cualquier referencia a las mismas. Nunca lo aprobó, el simple juego suponía una distracción innecesaria para ella, un pasatiempo mundano del que nada cristiano podía obtenerse debido a su riesgo de resultar adictivo. A pesar de mis esfuerzos por rescatarlo de sus narcosis seniles y alucinatorias, era siempre en vano. El avejentado jugador siquiera era capaz de elevar su mirada y prestar atención a mis intentos por devolver algo de humanidad a su despreciable catatonia. Seis días antes de sufrir la primera insuficiencia cardíaca y entrar en estado casi vegetativo, me levanté del diván del salón y atravesé las cortinas de satin blanco que bailaban al son de la suave brisa para ver como se encontraba Padre. Vi como una mueca persistente de complicidad se adueñaba de su cara. Había efectuado una apertura cerrada adelantando dos casillas su peón en aquel tablero de ajedrez que permanecía a la espera desde hacía semanas. Me senté frente a él entre confundido y excitado e intenté buscar su mirada. Seguía adormecida por la demencia, pero la mueca de conchabanza no había desaparecido. Solo después encallé mi peón en contra del suyo con la esperanza de que la partida, el hecho de desviar su atención del influjo de su maltrecha mente, se desarrollase. No obtuve respuesta hasta que regrese de la cocina con algo de té. Padre estaba jugando de nuevo al ajedrez. Estaba sorprendido, no todo estaba perdido al parecer. El gran maestro estaba jugando de nuevo. Sus movimientos eran lentos debido a su escasa capacidad motriz, pero algo me decía que aquella partida permanecía resuelta en su favor desde hacía varios movimientos. Justo antes de dar caza a mi rey gracias a una celada doble donde él sacrificaba una torre, su mirada se encendió inflamada por el deseo de expresar algo y se posó en la mía propia. Sus labios articularon con dificultad y lentitud las siguiente palabras:
-Hijo, aprecio tu osadía en el juego. Eres una bella persona, digna del amor de cada uno de todos los habitantes de esta Tierra; pero eres un pésimo jugador de ajedrez. Espero que esto nunca sea al revés y te parezcas a mí-
Tenía razón. O al menos eso quise creer.
Cuando acepté la invitación de la federación regional de ajedrecistas de Baden para celebrar este homenaje en nombre de mi padre, intenté preparar un discurso loable que ensalzara sus virtudes en vida, algo parecido a lo desarrollado por todos los ponentes anteriores. Pero solo después me di cuenta de cual era la verdadera cara de la realidad. Es por lo que treinta años después de su muerte me hallo aquí, en este inmaculado club de ajedrez que lleva su nombre con el intento de que su recuerdo se mantenga impoluto con el paso del tiempo. Propongo un brindis por él. Gracias."
Los aplausos hipócritas y extrañados se sucedieron. Yo continuaba sudando cuando bajé del estrado. Me bebí una copa de champán de trago para repeler los nervios antes de que los aplausos se apagaran por fin y comenzaran las presentaciones. Personalidades de todo tipo desfilaban sonrientes frente a mi portando un trozo de tarta sobre sus platos. Pensé que necesitaban endulzar a cada momento sus amargas existencias.Eran personas a las que no deseaba conocer y cuyas caras no recordaría nunca sin duda. Una tal señora Neuenfeld, cuyo marido era un reputado juez que había fallecido recientemente como me informó, se propuso hacer de Cicerone hasta que me diese por vomitar o parapetarme en el servicio esperando que aquella recepción de snobs insufribles terminara. Entonces podría salir y fumar algún cigarrillo con los tipos del servicio de limpieza, escuchar jazz al son al que se movían las fregonas y contar chistes sobre las desquiciadas costumbres y abruptas personalidades alemanas. Pero la señora Neuenfeld al parecer estaba decidida a desquiciar la poca paciencia con la que yo constaba, coqueteando conmigo y haciéndose pasar por la persona mejor conectada y más popular del lugar:
-Me fascina la oportunidad que se me brinda de presentar entre si a todos mis buenos amigos y dar pie a una posible relacion entre ambos si acaban por congeniar, por supuesto. Puede que yo misma por casualidad les presente a la futura "mujer u hombre de su vida", y ese hecho siempre será recordado por ambos hasta el mismo día de su muerte. Puede que un buen día se casen y me inviten a su excepcional boda en cuyo brindis me mencionaran sin lugar a dudas. ¡Sería ilusionante! Puede que una de sus hijas incluso llevé mi nombre en señal de agradecimiento, quien sabe. Envejeceré con el tiempo y me recordaran cada vez que nos bronceémos bajo el caluroso sol de California, el día en que los uní para devoción de su propia felicidad. ¿Es fantástico, no cree señor Hanningan?-
-Con todo el respeto del mundo señora Neuenfeld, le diré que yo ya tuve antes cinco "mujeres de mi vida", a las cuales ni siquiera puedo volver a acercarme sin recordar quien fue el maldito hijo de perra engreído que se creia mi mejor amigo y tuvo el fatal tino de presentármelas en su día.En cuanto al "hombre de mi vida", siento advertirla de que soy el único en ella por el momento, y algo me invita a pensar que así será hasta que tome la decisión de acabar con mi tiempo. Respondiendo a su siguiente pregunta, tomaré un poco de "Southern Comfort", gracias. Estaré allí, sentado en aquella mesa cercana al baño toda la noche, por si finalmente se decide a mantener la peligrosa pero exótica esperanza de empezar a discutir sobre algo realmente interesante por una maldita vez en toda su pérfida vida.-
martes, 3 de julio de 2012
Me dio por llorar. Otros se hubieran cortado las venas.
Faltaba poco menos de un día para el cuarto de Julio. Dos científicos especializados en pruebas de carbono catorce en Baltimore (Maryland), habían determinado que aquel fósil inservible databa de hacía cuatro millones de años. Estaban extasiados, atónitos y embadurnados en júbilo bajo sus impolutos e inmaculados batines blancos. Toda la comunidad científica había de conocer dicho descubrimiento. Era una noticia que merecía una celebración. Aquella misma noche cenarían en un restaurante de buena crítica culinaria con sus respectivas esposas y se emborracharían como hacía tiempo que no lo hacían a base de insípida y acuosa cerveza tibia de barril. Al mismo tiempo, miles de kilómetros lejos de toda aquella aunada estupidez incomible, tres hamburguesas de pescado se calcinaban en una sartén mientras la calle parecía dotada de un aspecto tan pacífico que su sola contemplación resultaba embriagadora. Yo seguía sin poder dormir. Sí. Lo se perfectamente. Todos los matices parecen sacados de cualquier otra narración radiofónica plagada de sinsentidos y tópicos existencialistas. No pude evitarlo. No pude evitar escribirlo. Inevitable. Como despejar toda duda que te rondaba sobre si realmente la querías instantes después de correrte en el interior de su matriz. Pero alguien debía de ser sincero por una puta vez en la vida. No preveía tener que hacer los honores, pero como he dicho, no pude evitarlo. Sincero. Mucho más sincero que en todas y cada una de esas rapsodias punk, pero dejando de lado la hipocresía postrera del "a posteriori". No es importante entenderlo. Incluso a mi me cuesta ordenar las piezas del puzzle a veces, solucionar la ecuación, acordarme de todos esos iracundos mandriles de nalgas rosadas y los pobres buitres de coronilla despellejada que aún permanecen protegidos. ¿Quien puede negar que incluso las cosas más aborrecibles son necesarias y han de ser preservadas al igual que la propia idiotez humana? Sin ella, las facetas más saciantes de la existencia perderían todo atisbo de significado. Aquel era un mundo sublime siempre lleno de muerte, pero en ciertas ocasiones la boca no cesaba de saberte a sal y deseabas poder disfrutar de su belleza antes de que todo volviese a retornar una y otra vez sin poder recordarlo. Deseabas el deleite del mismo mundo que yacía bajo tus pies sin el bullicio general con lo que lo mancillaban el resto de seres humanos. Llevaba tiempo pensándolo detenidamente, pero se trataba de una guerra demasiado agotadora de llevar a cabo. Digna de librar sin duda, pero infinitamente costosa y prolongada. Al menos ya tenía definido uno de mis tres deseos para el maldito genio de la lámpara. Tenía malas ideas. Hablaba sin pavor ninguno vomitando batracios y culebras. Actuaba de manera ilícita infringiendo más profundo dolor por allí donde pasaba. Tan solo intentaba refutar empíricamente las enseñanzas del Islam. Era un hombre malo. El insomnio hacía que las articulaciones me dolieran sobremanera, y el dolor me impedía conciliar el sueño. Era como escuchar graznar a un cuervo sordo durante largas y largas horas de manera ininterrumpida: paradójico para ambos, tanto irritante como preferiblemente eludible. Pensé que quizá se tratara del ayuno. Cuando ayuno me cuesta conciliar el sueño. Incluso si convivo atiborrado de somníferos y he bebido sin freno, veo como el amanecer atraviesa las ventanas con extremada pronteza. Solo entonces los tranvías vuelven a ponerse en funcionamiento dispuestos a devorar a alguna víctima más y los diminutos insectos arremeten contra mi colchón poblándolo mientras leo a toda velocidad, con pavor sempiterno, las dementes narraciones cortas de Bernhard. El día comenzaba a fluir, era todo lo que sabía. Bajé a la calle y esperé a que alguien me hablara. Leí un periodico atrasado y escuché la música que fluía por una ventana hasta la calle. Era Carlos Gardel. Subí a la casa persiguiendo aquel melancólico tango y vi como la puerta permanecía abierta. Todo empezó con una cándida cerveza. El resto aún permanece, más claro a momentos tal vez difuso por lo general, en mi memoria. Algún cabrón cumplía años. "Enhorabuena, uno menos en tu cuenta particular" pensé yo. Pero ni siquiera eso era algo nuevo. Ha de ser asumido o sacar más tierra de esa tumba a medio cavar que se afinca, profunda, entre tus entrañas. Fui de los primeros en llegar, y las nubes aún respetaban en silencio el insobornable bochorno húmedo que asolaba la ciudad. Era un buen día para ceder al sudor, pero aún no estaba lo suficiente borracho como para querer suicidarme. Las luz de las velas aguardaba en la cocina, cobijando a la sombra los anhelos de sexo de todas las mujeres estúpidas que malgastaban sus amargas almas bebiendo un dulce licor de huevo en vasitos opacos y diminutos. Entonces encontré el vino tinto. Era gratis, la sangre de Cristo, y me senté a su lado intentando dejar por resuelto que aquel sería mi puesto de combate en las próximas horas. Napoleón asediaba el Oeste de Europa, inflamado y rabioso, cegado por poseer todo lo que no le pertenecía; pero Hegel respondía con sinceridad a cada carta de su editor, que tan solo los envíos de cerveza bávara le ayudaban más que el sonido de los cañonazos franceses a acabar de escribir al fin el último tomo de su Fenomenología del Espíritu. Goethe en efecto, tenía razón: "Todos los editores son hijos del diablo" Era fácil de comprender. Aquella era mi posición y estaba dispuesto a defenderla con ahínco. Solo entonces sentí lástima por la desamparada Josefina. Todo comenzó a torcerse. El papel de las paredes parecía derretirse del calor, mientras afuera una tormenta de mil demonios empapaba las calles. Fueron muchos los que se desprendieron de sus ropajes y bajaron las escaleras dominados por el deseo insano de bailar bajo la lluvia. Yo también estaba borracho para cuando eso, pero no apreciaba tanto las pneumonías como ellos. Un grupo de mujeres sin sostén me hipnotizaron con el bamboleo de sus pechos dejándome absorto mientras me despojaban de mi camisa. Nunca volví a saber de ella. Era un camisa vieja a cuadros de la que nunca había encontrado la manera de desprenderme de ella. Aquello me pareció justo a cambio de las tetas. Supuse que era el momento de dinamitar las expectativas de aquella fiesta. Me arrastré hasta el servicio con ganas de refrescarme y allí encontré a dos tipos esnifando un polvo cristalino sobre la cubierta del bidé. Mi cara les debió de parecer simpática y me ofrecieron unirme a sus banquete. Pensé que nada podía empeorar aquella situación, ni siquiera una caduca y repentina charla de alcohólicos anónimos sería capaz de sumergirme en un barril de mierda peor que aquel. El aliento de aquellos eunucos apestaba a rayos. Quizá era por el hecho de que solo hablaban mierda. En cambio el polvo que me ofertaron era tan amargo como los Domingos sin sexo ni cigarrillos. No le presté atención, ni siquiera sonreí a aquellos pasmarotes en señal de agradecimiento. Volví a la cocina en busca de más tetas gratis y un clítoris inflamado con algo de suerte. Seguí bebiendo hasta sentirme definitivamente derrotado. No había lugar para mí. Ya estaba desnudo recitando a Pope omitiendo los signos de puntuación cuando el agua de la bañera empezaba a estar a tibia. No encontraba las cuchillas por ninguna parte. No podría ahogarme por voluntad propia en aquella tina, era demasiado cobarde para eso. Lo pasaba fatal incluso cuando la espuma de la cerveza trepaba por mi garganta hasta salir por la nariz obligándome a generar esa patética expresión de desagrado. Salí del baño desnudo y con las lágrimas poblando mis ojos para el asombro de todos los allí presentes. Era la cuarta vez que lo intentaba y fracasaba. Alguien preguntó quien me había invitado. Retorné a casa entre sollozos intentando escurrir el agua de mi pelo. Me prometí ser más sincero la próxima vez. Me prometí alcanzar las tetas sin miedo al abismo la próxima vez. Débil, desechado me comí las malditas y calcinadas hamburguesas de pescado. Tu hubieras hecho lo mismo.
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