Todo volvió a teñirse de espeso rojo otra vez como en las cabeceras fílmicas de Ian Fleming. La escasa luz se fusionaba con el olor a cera fundida, el sudor con el ineludible benceno que me hacía sentir violentamente desorientado al no ser capaz de hallar ninguna conversación que precisase de mi interés. Llevaba una temporada volando demasiado bajo, tropezando y volviendo a levantarme sin aprender ningún aspecto en absoluto de la lección. Por lo pronto, lo único que pude sacar en claro estaba relacionado con aquel éxtasis que me había terminado por noquear completamente en la segunda acometida. De haber sabido que permanecía condimentado con somníferos sin receta, nunca hubiera hundido mis narices en él. Pero ya era tarde, una vez más, la música de los "New Order" me aburría y de nada serviría clamar para obtener un poco de Beethoven mientras las multitudinarias babas incipientes tomaban mi boca. Empecé a notar como la gente comenzaba a apartarse de mí, como un mundo de apariencias disformes y la agonizante confusión que sentía acababan por abalanzarse sobre mi posición. Postrado en la comodidad de aquel suave sillón individual, tan solo menté a la virgen para no vomitarme sobre las rodillas antes de caer inconsciente y para que al despertar, todos mis órganos permaneciesen en su sitio originario. Completamente alejados, libres, de extirpaciones; como cada mañana frente al espejo. Cabía la posibilidad que mis mejores amigos me dieran una fraternal palmada la espalda como diciendo: -¡Ánimo, todos hemos tocado fondo alguna vez! Te recuperarás.-
Pero todos mis buenos amigos habían muerto o consumían sus últimos días en alguna institución psiquiátrica. A veces, más allá de lo que la gente pueda pensar sobre lo básico de dicho objetivo...lo más duro es sobrevivir. El Hagakure no mentía, entonces acabé por entenderlo, aquel pasaje y diversos otros del Tao... No se puede enseñar, tan solo se puede aprender. Aquello me hacía enfocar cada momento desde una óptica distinta, nada propia de mi. Empecé a comer cual enjuto pastor de la pampa argentina, muy poco y crudo. A contraer enfermedades venéreas de as cuales desconocía su existencia, a sentirme huraño sin remilgos y a apartarme de las masas que tanto me habían decepcionado. Perdí el apego por la higiene, vestía con harapos antiguos y descoloridos. Dejé fluir libremente todo mi vello superfluo sin aplicarle restricciones. Nada atraía mi atención en aquella pequeña ciudad del Este. Toda genialidad se formalizaba como prácticamente tan innecesaria, que el abuso contínuo del bostezo eran imprescindible. No lo soportaba. Y tampoco parecía con miras a mejorar. Las cajeras de los supermercados me miraban por encima del hombro por ser incapaz de pronunciar correctamente las palabras de su inexpugnable idioma. Aquello era pagarme de vuelta con mi propia moneda: chauvinismo. En aquellas condiciones nadie estaba dispuesto a contratarme, excepto hasta que conseguí una prestación por desempeñar labores sociales para el ayuntamiento. Tuve que limpiar durante seis mese toda la mierda que los cagones alemanes dejaban en los baños públicos antes de entender una sola sola canción completa de aquel rudo lenguaje teutón. Era como hacer el servicio militar pero en dominios del territorio histórico enemigo. Sonreía al saber que una duda me acompañaría hasta la tumba. Nunca pude saber donde hubieran sido más crueles conmigo, entre compatriotas de la marina o krauts filo nazis caga salchichas. Lo cierto es que la radio me hacía compañía mientras me desgañitaba por hacer desaparecer las manchas resecas de vómito y pasaba la fregona de lado a lado. Me veía como Irvine Welsh en "Acid house" o Billy Bob Thorton, encerrado en aquella peluquería barriendo montañas de pelo en el más absoluto silencio. Pero la radio citaba "Let it be". Un ritmo del todo caduco en el que nadie confiaba ya. Esta imagen me hizo saltar del sillón. Me derrumbé por el suelo, desgañitándome por intentar gatear hasta mi casa. Al llegar a las escaleras engullido por las risas de terceros, me dejé desplomar por las mismas. Las siguientes tres semanas que pasé en el hospital fueron unas de las más tranquilas que he vivido nunca. Tiempo para leer, escribir cartas al extranjero y poder fumar en la ventana de la habitación. A veces necesitas un buen puñetazo en la cara y el consiguiente cardenal para llegar a conclusiones importantes.
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