miércoles, 24 de julio de 2013

Nunca pegues a un hombre con gafas, pégale con un bate de baseball.

El calor se había apoderado de mi apartamento desde bien entrada la mañana, casi sin tocar a la puerta, había decidido colarse por de debajo de las rendijas de las puertas como quien desliza una carta amenazante y debía de estar sirviéndose un "Four Roses" bien cargado, sentado en el sofá de mi salón. No lo supe. Lo olía. Olía como comenzaba a estar borracho y desafiante, comportándose burlón con la decoración de la sala, con ganas de llevarme al altar y terminar esnifándose lo poco que me quedaba en los bolsillos. Lo llevaba claro. No me gusta perder la partida durante tres semanas seguidas. Llevaba algo más de media hora encerrado en el lavabo, alternando nauseas con vómitos y bases de cocaína con mis rutinarios ensayos de "la sonrisa perfecta" frente a espejo. Nada parecido a esos anuncios repetitivos de dentríficos en los que lo único que cambia campaña tras campaña, es la hipocresía ulcerada de sus anunciantes. Los dientes perfectos no reportan la sonrisa perfecta. He sentido sonreir a heroinómanos desdentados con mayor acertado y sincero efecto que todos esos abrumados e indecentes descendientes de la asequible ortodoncia de los tardíos años 90 y el jodido "baby boom". La bonanza económica puede convertirnos en auténticos gilipollas, yo mismo, toda mi crapulosa generación, es un genial ejemplo de lo que digo. Pero volvamos a la sonrisa, joder. Descuidamos por completo nuestra expresividad física, ese lenguaje determinante no hablado que representamos frente al resto de personas. Resulta importante. Muy importante. Jodidamente importante. Tanto como para conseguir sacar a la chica deseada e inalcanzable a bailar una noche, como para conseguir que la cajera del banco se amedrente frente al cañón nervioso de tu Beretta. Para expresar sosiego cuando estás sudando por dentro, para aparentar desvarío y demencia galopante ante el resto cuando el objetivo que te propusiste nunca dejó de ser el más cabal. Importante para convencer sin el uso de la palabra, para engañar, para vencer sin gastar saliva y erigirte con la sensación de volver a casa un poco más limpio que el resto mientras te las ingenias por buscar la fórmula mágica para que esta ciudad no acabe por engullirte en sus fauces forjadas a base de detritos. La sonrisa, en mi caso, era uno de los puntos débiles que me había propuesto a depurar. Bill Murray me lo dijo en sueños. Después... Ella me lo dijo. Que era demasiado serio. Tenía razón a pesar de que mis patéticos intentos por demostrarle lo contrario, caían en saco roto una vez tras otra. No tenía la culpa de encontrarme con cuadros de Cezanne y Macke en cada velatorio callejero al que acudía devorado por mi rutina. No alcanzo a discernir que misticismo se pretende alcanzar con tales intentos. Aquello era un despropósito. La muerte no puede ocultarse bajo un concienzudo trazo de color. Persistirá bajo todas las notas y tonalidades de los colores. Trepará hasta tu cama con una cuchilla oxidada aferrada a sus dientes en cuanto decidas acostarte desnudo. Te atosigará con frases malditas mientras luchas por no defraudar a la última desconocida que se abraza a tu cintura con sus piernas, cuando te desvives por no correrte demasiado pronto repitiendo mentalmente el nombre de Michael Schumacher. Que más da. Había sido una noche muy larga con la única mujer capaz de encender el alumbrado de toda una manzana con su propia energía, toda la que albergaba su corazón. Ninguno de los dos nos merecíamos, pero nos gustaba defraudar al contrario con decoro. Porque sabíamos que los únicos defraudados al defraudar a otros, éramos nosotros mismos. He de seguir ensayando mi sonrisa perfecta. Puede que el calor se haya cansado de esperarme. Ahora se lo que se siente.

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