viernes, 19 de julio de 2013

Kepa Landa, bourbon de rebajas y volutas de cocaína calcinada escapando de mi garganta.

Mientras no paraba de sudar y sudar toda mi desesperanza en aquella sala de espera, y lamentarme por el escaso tiempo que me quedaba, el hombre orondo y zangolotino, el hombre con los ojos de pájaro y la verborrea más incoherente del mundo hablaba por teléfono con Nicaragua y me hacía esperar y esperar sentado. El podía sacudir sus alas, alzar el vuelo y creerse capaz de escapar a través de la ventana de un salto. Vertiginarse con autoridad hacia su propia destrucción incontestable, en caso de así desearlo. Yo en cambio moriría allí sentado, ahogado en el mar sin permanecer más tiempo despierto. Me decía que aquello, la espera y su fatuidad, tampoco me importaban. Pero no era cierto. La inmediatez pueril sin falta de silencio, en aquello y diversos despropósitos más, me había transformado. Soñaba con explotar al fin, sublimarme y pasar a la historia. Encontrarte, quienquiera que seas, y que me encuentres. Desafiarme y acabar venciendo. No desaproveché la complicidad de viajar en autobús aquella tarde. El lugar idóneo donde poder llorar en cada trayecto de manera anónima mientras todo está en constante cambio al otro lado del cristal. -Otro día de suerte- me susurra desde atrás una voz inexistente- Al igual que el resto.

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