domingo, 24 de febrero de 2013

Piensa en un buen final.

"Las calles se abarrotan de personas y me es imposible ver vida en el interior de sus ojos. Estoy al margen. ¿Quiero estar al margen? Quiero explotar y que nadie en absoluto reivindique mi inmolación. Deseo con energías y encuentro altos muros frente a este deseo. Lucharé por desligarme para siempre de la Tragedia. Puede que haya llegado la hora, pero nadie en la Antártida recordará nuestro nombre."

La sangré comenzó a brotar de mis orificios nasales lentamente, tímida y con una tonalidad más aclarada, más pálida de lo habitual. Con la cabeza sostenida por un alambre invisible, me permití observar la insípida vacuidad del techo... Generando por momentos un estúpido auto convencimiento innecesario de que incluso allí podría residir algún tipo de belleza. ¿Me encontraba atrapado en un mundo horrendo, animal y salvaje donde los hombres se las ingeniaban para encontrar belleza allí donde no había nada más que rala enfermedad y sucia evolución genética? ¿O por el contrario todas mis octavillas, esa colección de irreverentes notas ebrias tomadas con irreductible ortografía demente estaban en lo cierto... Y este era un mundo bello, abrigador, sublime; pero eternamente lleno de muerte? Extendí los brazos, sin prisa y sin que la sangre dejara de acariciar mis labios, sobre el reposacabezas del sofá. Me dije estar emulando al característico tipo duro de todas las películas de mafiosos, que cumpliendo una amalgama inclasificable de clichés protoculturales prefabricados, se satisfacía de su espídica buena fortuna y abrazaba a un par de señoritas con escaso disimulo. Yo me redimí por completo a al saber estar abrazando mi propia ruina; ese taciturno trompetista de jazz que hace uso de gafas oscuras y pocas palabras; pero que cumple a la perfección como ninguno su consciente cometido orquestal. Un paradigma cuasi divino de las palabras: sobrellevada amargura. De nada servía, al menos para mí, seguir esnifando por etapas todo aquel desasosiego en polvo que se preocupaba con cinismo por convertir mis narices en una perfecta receta médica medieval: proteíca en efectos y obstinada en sangrías. Recosté la cabeza hacia un lado, en cuanto la música hubo cedido, en busca de un jovial sueño que ni el alba me procuraría con su cíclica y constante irrupción... Solo me quedaba esperar, sentado sobre un estulta roca del Tíbet o palpando inmóvil el rugiente oleaje en mi cara en una salada proa de aguas sin nombre... Esperar a que alguien me obnubilara con su capacidad para generar belleza y dar muerte a partes iguales. Alguien que me demostrase el control que ejerce aquel que obtiene todo lo que se propone. Que es capaz de infringir placer sobre mi piel y castrar toda mi virilidad de un plumazo, casi en un mismo acto. Alguien que me embadurnara las pelotas con mantequilla tibia y me las lamiera, para acto seguido pasar a cortármelas con el recóndito objeto de congelarlas y poder servirse así con ellas, un buen y simbólico whiskey "on the rocks".

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