martes, 12 de febrero de 2013

Era duro y nauseabundo, el oficio de promotor.

Estaba tan fuera de contexto en aquella boda judía, como un solitario vello púbico recién descubierto al mear, asomándose asfixiado, entre la opresión del glande y el prepucio de mi polla. En esta no tan ideal situación, ninguno de los dos (tanto vello como yo mismo) merecíamos un trato tan vejatorio uno por parte del otro, y contrariamente, ambos nos repugnábamos de igual manera ejerciendo un acto pleno de reciprocidad. A pesar de que mis principios no discriminan "de facto" y racionalmente ningún tipo de creencia, etnia, clase social o diferencia psico-motriz de terceros, me resulta inevitable prejuzgar. ¡Somos seres tan virtuosos como viciosos! Y los prejuicios son una insana herramienta que nos ayuda a dar forma a ese ingente caos de heterogeneidad que nos rodea y conforma el mundo. La diferencia radica en que yo, no puedo callarme. Así fue, más o menos de la forma en la que sigue, mi relación con la historia que os traigo a colación. Nada de marisco, nada de viandas sebáceas de origen porcino, nada de whiskey añejo... Supuse que al menos aquellas malditas mujeres de tez blanquecina y de pelo azabache con senos níveos, irían perfectamente depiladas tal y como las representaban en las películas pornográficas. De no serlo, estaban generando fetiches racialmente peligrosos entre los hombres adolescentes de Norteamérica, además de permitir que las eclécticas bandas sonoras de todas esas películas germinaran peligrosamente en el subconsciente de los imberbes. Aquello más que un banquete platónico, se arrastraba más bien por las veredas o los postulados del "trabajo comunitario" en aras de esquivar alguna condena casi insignificante. Era insufrible intentar llevarse algo de comida a la boca con total tranquilidad sin que alguien recitara algo en hebreo y las danzas comenzaran de nuevo. Todo eran sonrisas maquiavélicas rodeándome, invitándome enérgicamente a compartir aquella incomprensible felicidad de la que yo permanecía ajeno al no comprender ninguno de los ritos que allí acontecían. Tuve la impresión de ser el único adulto con resaca en aquel Disneyland para familias judías, la única diferencia es que no podría contratar los servicios de alguna escasamente discreta señorita junto a la piscina de bolas. Entonces saqué mi agenda y taché de la lista las palabras "conseguir una mamada". No resulta productivo a la larga marcarse cotas demasiado altas. Repasé con carácter tímido mis adentros y constaté con fugacidad que nunca estuve convencido de querer cambiar el mundo. Que el mundo no acabara por cambiarme a mi, siempre me había parecido una empresa lo suficientemente ardua ya de cumplir. Las canciones se sucedían, también los bailes, la comida susurraba que alguien acabara con ella, mis sudores se acrecentaban, y el galgo equivocado cruzaba la meta haciéndome perder unos cuantos pavos más. Me disculpé y salí a la carrera en busca del servicio. Frente al urinario, me di cuenta que hedía y esto me retrató algunos hechos que había olvidado momentáneamente. Acababa de follar aquella mañana entre algo rápido y muy mal, lo que suponía un auténtico logro. Mis dedos olían a vagina poco fértil, todo el puto autobús en el que había llegado hasta la sinagoga pudo percibirlo. Pero al menos no había llovido, y me alegré ligeramente por los novios y por mi mismo, pues aún seguía vivo, y por el maldito Django Reinhardt que no dejó que la vida le arrebatara toda su virtuosa mano izquierda. A través de las ventanas del baño observé el reloj de la plaza, cuya expresión grave y aspecto respetable eran sacrificados por el aderezo crápula de aquellos rayos de sol invernales. Tan solo eran las dos menos cuarto de la tarde, las calles rebosaban de mujeres rubias, y eso ya me transportaba de nuevo a un sentimiento interior de fortuna; como habiendo agotado todo el puto cupo mensual de buena suerte. Me subí la bragueta con tino maniatando en cierta medida el hedor a pescado añejo que escapaba por aquellas inmediaciones y mientras me mojaba las manos y la cara en oposición al espejo, una sonrisa invadió mi faz. Nunca había estado tan jodidamente orgulloso de haberme pasado toda la noche anterior despotricando para desconocidos en contra del hedonismo más exacerbado y extra sensual o materialista. Era un placer recibir tales patadas en las pelotas desde la antigua Grecia por la mañana, convirtiéndome en el anticristo de la moralidad, volviéndome a sentir vivo de nuevo pero manteniendo las uñas llenas de mierda.  
Atravesé las puertas, y aquel circo semita en el que yo era el invitado de honor no había desaparecido, menguado, ni tampoco se había sublimado por el contrario en una opereta de Strauss, de lo cual me alegré taxativamente. Volví a mi mesa, exagerando mi inexistente flema e intentando no tropezar y besar el suelo como en todas mis pesadillas. Alguien propuso un brindis por los novios y me permití apadrinarlo haciendo mención a Fígaro, Don Giovanni y diversas obras musicales de las que nadie al parecer nadie tenía constancia. Se hizo el silencio y esparcí mi incomprendido cuerpo sobre la silla. Una señora se me acercó, pidió permiso para sentarse a mi lado y amargar aún más mi sinsabor. Se lo concedí, después de ser postergado, la hiel siempre sabe mucho más dulce. Se presentó ante mí como Madame Cohen, y se confesó una auténtica admiradora de todas las obras de teatro y representaciones musicales que yo había hecho posibles en la ciudad. La dejé hablar mientras acababa lentamente y con discreción con las copas de todos los que me acompañaban en la mesa. Algunas de las palabras que llegué a percibir evidenciaban que ya estaba borracho, lo suficientemente valiente para caminar sobre el alambre, y que aquella señorona necesitaba una buena inyección de sinceridad por mi parte.  La miré fijamente a la cara y percibí que me hallaba frente a un saco de grasa mal almidonado, demasiado adinerada para dejarse inculcar algo de buen gusto, y demasiado poco inteligente como para decidir poner fin a su vacua existencia. Debía de tratarse de la maldición del dinero, que no facilita el acceso a los mayores dones si el alma no está presta a recibirlos. Aduló mi capacidad de verborrea y me preguntó entre grotescas risitas vergonzosas en torno a las mujeres que habían poblado mi vida. No oculté mis inclinaciones en la respuesta, ni siquiera olvidé enumerar aquella jovencita árabe que perjuraba por su virginidad, me obligaba a practicar sexo anal para preservar su integridad y que se me llevó 40.000 dólares en joyas para sobornar el arresto de uno de sus numerosos maridos en Hungría. Le dije que muchas mujeres habían intentado acabar conmigo, y que en contra de todas las apuestas de mis amigos más cercanos, había conseguido sobrevivir. Todas empezaron por castrarme y acabaron por robarme una diminuta parte de mi corazón, que previamente habían reivindicado para si. Ninguna de ellas volvió después de la sangría, el despecho y todo el rencor. Pensé que sus razones tendrían, añadí, que yo nunca había sido ni pretendido ser el amante perfecto. Unas se presentaron ante mi como las mujeres de mi vida al principio, y válgame Dios si no hicieron momentáneos méritos para que yo creyera tal cosa, pero acabaron por demostrar que tan solo eran la chica del mes que había alargado injustamente su reinado. La señorona saboreó mi tono ácido de sarcasmo e intento escapar de aquella situación preguntándome si tenía hambre. Le dí las gracias y le dije que no; pero que tenía la certeza de que esa era la única que si que volvería a mí antes o después, el hambre. 

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