lunes, 25 de febrero de 2013
Por huir sin alas.
"Los viejos se obcecaban
en hacerse aún más viejos,
y los jóvenes no podían sino
sentirse a cada vez menos jóvenes.
Toda la lluvia, toda, corriendo
sobre eucaliptos y densa maleza,
inundaba con sorna de un perfume insano
que atosigaba las calles frías.
Un castigo efímero, ese que hacía que
los tranvías no descansaran en sus paradas.
Escapaban raudos de la sinrazón,
luchando sin gloria por romper la aprehensión
de sus captores raíles.
Sin saber tampoco a quien obedecer
nunca el vómito nos supo tan amargo.
Madera roída me siento ya,
impecable vestida y mal abrigada de lozana apariencia.
Guerreando sin tregua por mantenerme con absurdo tino
a salvo del fuego, inquieta por permanecer para siempre
bien podrida.
Tan solo una remota pregunta, la más importante tal vez,
sondeaba nuestras mentes:
¿cuando volveríamos a sonreir?"
domingo, 24 de febrero de 2013
Piensa en un buen final.
"Las calles se abarrotan de personas y me es imposible ver vida en el interior de sus ojos. Estoy al margen. ¿Quiero estar al margen? Quiero explotar y que nadie en absoluto reivindique mi inmolación. Deseo con energías y encuentro altos muros frente a este deseo. Lucharé por desligarme para siempre de la Tragedia. Puede que haya llegado la hora, pero nadie en la Antártida recordará nuestro nombre."
La sangré comenzó a brotar de mis orificios nasales lentamente, tímida y con una tonalidad más aclarada, más pálida de lo habitual. Con la cabeza sostenida por un alambre invisible, me permití observar la insípida vacuidad del techo... Generando por momentos un estúpido auto convencimiento innecesario de que incluso allí podría residir algún tipo de belleza. ¿Me encontraba atrapado en un mundo horrendo, animal y salvaje donde los hombres se las ingeniaban para encontrar belleza allí donde no había nada más que rala enfermedad y sucia evolución genética? ¿O por el contrario todas mis octavillas, esa colección de irreverentes notas ebrias tomadas con irreductible ortografía demente estaban en lo cierto... Y este era un mundo bello, abrigador, sublime; pero eternamente lleno de muerte? Extendí los brazos, sin prisa y sin que la sangre dejara de acariciar mis labios, sobre el reposacabezas del sofá. Me dije estar emulando al característico tipo duro de todas las películas de mafiosos, que cumpliendo una amalgama inclasificable de clichés protoculturales prefabricados, se satisfacía de su espídica buena fortuna y abrazaba a un par de señoritas con escaso disimulo. Yo me redimí por completo a al saber estar abrazando mi propia ruina; ese taciturno trompetista de jazz que hace uso de gafas oscuras y pocas palabras; pero que cumple a la perfección como ninguno su consciente cometido orquestal. Un paradigma cuasi divino de las palabras: sobrellevada amargura. De nada servía, al menos para mí, seguir esnifando por etapas todo aquel desasosiego en polvo que se preocupaba con cinismo por convertir mis narices en una perfecta receta médica medieval: proteíca en efectos y obstinada en sangrías. Recosté la cabeza hacia un lado, en cuanto la música hubo cedido, en busca de un jovial sueño que ni el alba me procuraría con su cíclica y constante irrupción... Solo me quedaba esperar, sentado sobre un estulta roca del Tíbet o palpando inmóvil el rugiente oleaje en mi cara en una salada proa de aguas sin nombre... Esperar a que alguien me obnubilara con su capacidad para generar belleza y dar muerte a partes iguales. Alguien que me demostrase el control que ejerce aquel que obtiene todo lo que se propone. Que es capaz de infringir placer sobre mi piel y castrar toda mi virilidad de un plumazo, casi en un mismo acto. Alguien que me embadurnara las pelotas con mantequilla tibia y me las lamiera, para acto seguido pasar a cortármelas con el recóndito objeto de congelarlas y poder servirse así con ellas, un buen y simbólico whiskey "on the rocks".
La sangré comenzó a brotar de mis orificios nasales lentamente, tímida y con una tonalidad más aclarada, más pálida de lo habitual. Con la cabeza sostenida por un alambre invisible, me permití observar la insípida vacuidad del techo... Generando por momentos un estúpido auto convencimiento innecesario de que incluso allí podría residir algún tipo de belleza. ¿Me encontraba atrapado en un mundo horrendo, animal y salvaje donde los hombres se las ingeniaban para encontrar belleza allí donde no había nada más que rala enfermedad y sucia evolución genética? ¿O por el contrario todas mis octavillas, esa colección de irreverentes notas ebrias tomadas con irreductible ortografía demente estaban en lo cierto... Y este era un mundo bello, abrigador, sublime; pero eternamente lleno de muerte? Extendí los brazos, sin prisa y sin que la sangre dejara de acariciar mis labios, sobre el reposacabezas del sofá. Me dije estar emulando al característico tipo duro de todas las películas de mafiosos, que cumpliendo una amalgama inclasificable de clichés protoculturales prefabricados, se satisfacía de su espídica buena fortuna y abrazaba a un par de señoritas con escaso disimulo. Yo me redimí por completo a al saber estar abrazando mi propia ruina; ese taciturno trompetista de jazz que hace uso de gafas oscuras y pocas palabras; pero que cumple a la perfección como ninguno su consciente cometido orquestal. Un paradigma cuasi divino de las palabras: sobrellevada amargura. De nada servía, al menos para mí, seguir esnifando por etapas todo aquel desasosiego en polvo que se preocupaba con cinismo por convertir mis narices en una perfecta receta médica medieval: proteíca en efectos y obstinada en sangrías. Recosté la cabeza hacia un lado, en cuanto la música hubo cedido, en busca de un jovial sueño que ni el alba me procuraría con su cíclica y constante irrupción... Solo me quedaba esperar, sentado sobre un estulta roca del Tíbet o palpando inmóvil el rugiente oleaje en mi cara en una salada proa de aguas sin nombre... Esperar a que alguien me obnubilara con su capacidad para generar belleza y dar muerte a partes iguales. Alguien que me demostrase el control que ejerce aquel que obtiene todo lo que se propone. Que es capaz de infringir placer sobre mi piel y castrar toda mi virilidad de un plumazo, casi en un mismo acto. Alguien que me embadurnara las pelotas con mantequilla tibia y me las lamiera, para acto seguido pasar a cortármelas con el recóndito objeto de congelarlas y poder servirse así con ellas, un buen y simbólico whiskey "on the rocks".
viernes, 22 de febrero de 2013
Niégame un último beso.
"Imagino sin esfuerzo un camino curvilíneo
que me induce hasta tus caderas.
Baldosas grises, ceniza en el viento.
Humo añejo que sobrevive al invierno.
No importa lo que descanse a cada lado de la vereda:
constante noche, esas luces que siempre tintinean,
tal vez, un puente tambaleante que nos esputa lujuria.
Todo por poder posar mis manos al fin sobre ellas,
asirlas con fuerza, con calor y sin miedo haciéndote sentirlas... Sentirlas.
Que tan solo después me regales una sonrisa.
Tumbado en la cama, deslizo el dorso de mi mano
sobre rugosidad de la pared. Despacio, sí, y un ojo abierto.
Está fría, estoy frío... siempre amanece demasiado temprano.
Antes, necesitaba pruebas más auténticas
de que continuaba vivo. Bajas tantas veces del "ring",
y te curas con licor las heridas, que al fin no puedes sino resignarte.
El gallinero se vacía y cada es más difícil llenar ese insondable hueco que persiste entre el pecho y la espalda. Y... aún así...
Solo algunas veces, me atrevo a salir del cuadro."
que me induce hasta tus caderas.
Baldosas grises, ceniza en el viento.
Humo añejo que sobrevive al invierno.
No importa lo que descanse a cada lado de la vereda:
constante noche, esas luces que siempre tintinean,
tal vez, un puente tambaleante que nos esputa lujuria.
Todo por poder posar mis manos al fin sobre ellas,
asirlas con fuerza, con calor y sin miedo haciéndote sentirlas... Sentirlas.
Que tan solo después me regales una sonrisa.
Tumbado en la cama, deslizo el dorso de mi mano
sobre rugosidad de la pared. Despacio, sí, y un ojo abierto.
Está fría, estoy frío... siempre amanece demasiado temprano.
Antes, necesitaba pruebas más auténticas
de que continuaba vivo. Bajas tantas veces del "ring",
y te curas con licor las heridas, que al fin no puedes sino resignarte.
El gallinero se vacía y cada es más difícil llenar ese insondable hueco que persiste entre el pecho y la espalda. Y... aún así...
Solo algunas veces, me atrevo a salir del cuadro."
jueves, 21 de febrero de 2013
"Hay tiempo para amar y también hay tiempo para odiar. Elige muy bien el momento preciso y la intensidad adecuada para cada uno de ellos. Solo allí radica el verdadero éxito de la libertad de un hombre."
Tesis, antítesis...
una concatenación irreverente de palabrería,
una ilícita oportunidad más para errar,
otra postura acelerada, no premeditada e hiriente,
sentimientos que se vertiginan sin rumbo arriba y abajo,
hacia arriba y abajo.
Que están muy fuera y a la vez más dentro,
que son oscuros y también lúcidos.
Que desean a la vez que aborrecen.
Son estériles, patéticos;
pero también vigorosos y puros.
Donde las dudas son mar,
las miradas una vieja moneda devaluada,
el silencio, otra aburrida condena.
Inocentemente, con extremada candidez:
una ilícita oportunidad más para errar,
otra postura acelerada, no premeditada e hiriente,
sentimientos que se vertiginan sin rumbo arriba y abajo,
hacia arriba y abajo.
Que están muy fuera y a la vez más dentro,
que son oscuros y también lúcidos.
Que desean a la vez que aborrecen.
Son estériles, patéticos;
pero también vigorosos y puros.
Donde las dudas son mar,
las miradas una vieja moneda devaluada,
el silencio, otra aburrida condena.
Inocentemente, con extremada candidez:
¿Por que nunca nos tocó a los dos la lotería?
Quizá nunca comprámos los suficientes boletos,
pues no existe destino, no exactamente como hubimos ideado:
tan cerca cuando estábamos tan lejos;
y cuando más intensamente cerca estuvimos,
tan tristemente lejos nos hallamos.
Quizá nunca comprámos los suficientes boletos,
pues no existe destino, no exactamente como hubimos ideado:
tan cerca cuando estábamos tan lejos;
y cuando más intensamente cerca estuvimos,
tan tristemente lejos nos hallamos.
Y después, solo si queréis... la síntesis.
domingo, 17 de febrero de 2013
Perfume extinto.
Cuando la poesía ya no es suficiente,
la opacidad de la noche se nos torna eterna.
Cuando se ha extinguido ese ideal de amor,
se amontonan con amargura las colillas;
se aúllan entrecortados los sentimientos
de que nada volverá a ser igual.
Se entona entonces una melodía triste,
sin fin aparente que no conoce primavera.
Que se arrastra con lástima, con indispuesto patetísmo.
Aún puede oírse, atravesando por un tiempo más,
nuestros cuerpos; inocentes, pero reos,
de un doloroso, portentoso
recuerdo.
la opacidad de la noche se nos torna eterna.
Cuando se ha extinguido ese ideal de amor,
se amontonan con amargura las colillas;
se aúllan entrecortados los sentimientos
de que nada volverá a ser igual.
Se entona entonces una melodía triste,
sin fin aparente que no conoce primavera.
Que se arrastra con lástima, con indispuesto patetísmo.
Aún puede oírse, atravesando por un tiempo más,
nuestros cuerpos; inocentes, pero reos,
de un doloroso, portentoso
recuerdo.
martes, 12 de febrero de 2013
Era duro y nauseabundo, el oficio de promotor.
Estaba tan fuera de contexto en aquella boda judía, como un solitario vello púbico recién descubierto al mear, asomándose asfixiado, entre la opresión del glande y el prepucio de mi polla. En esta no tan ideal situación, ninguno de los dos (tanto vello como yo mismo) merecíamos un trato tan vejatorio uno por parte del otro, y contrariamente, ambos nos repugnábamos de igual manera ejerciendo un acto pleno de reciprocidad. A pesar de que mis principios no discriminan "de facto" y racionalmente ningún tipo de creencia, etnia, clase social o diferencia psico-motriz de terceros, me resulta inevitable prejuzgar. ¡Somos seres tan virtuosos como viciosos! Y los prejuicios son una insana herramienta que nos ayuda a dar forma a ese ingente caos de heterogeneidad que nos rodea y conforma el mundo. La diferencia radica en que yo, no puedo callarme. Así fue, más o menos de la forma en la que sigue, mi relación con la historia que os traigo a colación. Nada de marisco, nada de viandas sebáceas de origen porcino, nada de whiskey añejo... Supuse que al menos aquellas malditas mujeres de tez blanquecina y de pelo azabache con senos níveos, irían perfectamente depiladas tal y como las representaban en las películas pornográficas. De no serlo, estaban generando fetiches racialmente peligrosos entre los hombres adolescentes de Norteamérica, además de permitir que las eclécticas bandas sonoras de todas esas películas germinaran peligrosamente en el subconsciente de los imberbes. Aquello más que un banquete platónico, se arrastraba más bien por las veredas o los postulados del "trabajo comunitario" en aras de esquivar alguna condena casi insignificante. Era insufrible intentar llevarse algo de comida a la boca con total tranquilidad sin que alguien recitara algo en hebreo y las danzas comenzaran de nuevo. Todo eran sonrisas maquiavélicas rodeándome, invitándome enérgicamente a compartir aquella incomprensible felicidad de la que yo permanecía ajeno al no comprender ninguno de los ritos que allí acontecían. Tuve la impresión de ser el único adulto con resaca en aquel Disneyland para familias judías, la única diferencia es que no podría contratar los servicios de alguna escasamente discreta señorita junto a la piscina de bolas. Entonces saqué mi agenda y taché de la lista las palabras "conseguir una mamada". No resulta productivo a la larga marcarse cotas demasiado altas. Repasé con carácter tímido mis adentros y constaté con fugacidad que nunca estuve convencido de querer cambiar el mundo. Que el mundo no acabara por cambiarme a mi, siempre me había parecido una empresa lo suficientemente ardua ya de cumplir. Las canciones se sucedían, también los bailes, la comida susurraba que alguien acabara con ella, mis sudores se acrecentaban, y el galgo equivocado cruzaba la meta haciéndome perder unos cuantos pavos más. Me disculpé y salí a la carrera en busca del servicio. Frente al urinario, me di cuenta que hedía y esto me retrató algunos hechos que había olvidado momentáneamente. Acababa de follar aquella mañana entre algo rápido y muy mal, lo que suponía un auténtico logro. Mis dedos olían a vagina poco fértil, todo el puto autobús en el que había llegado hasta la sinagoga pudo percibirlo. Pero al menos no había llovido, y me alegré ligeramente por los novios y por mi mismo, pues aún seguía vivo, y por el maldito Django Reinhardt que no dejó que la vida le arrebatara toda su virtuosa mano izquierda. A través de las ventanas del baño observé el reloj de la plaza, cuya expresión grave y aspecto respetable eran sacrificados por el aderezo crápula de aquellos rayos de sol invernales. Tan solo eran las dos menos cuarto de la tarde, las calles rebosaban de mujeres rubias, y eso ya me transportaba de nuevo a un sentimiento interior de fortuna; como habiendo agotado todo el puto cupo mensual de buena suerte. Me subí la bragueta con tino maniatando en cierta medida el hedor a pescado añejo que escapaba por aquellas inmediaciones y mientras me mojaba las manos y la cara en oposición al espejo, una sonrisa invadió mi faz. Nunca había estado tan jodidamente orgulloso de haberme pasado toda la noche anterior despotricando para desconocidos en contra del hedonismo más exacerbado y extra sensual o materialista. Era un placer recibir tales patadas en las pelotas desde la antigua Grecia por la mañana, convirtiéndome en el anticristo de la moralidad, volviéndome a sentir vivo de nuevo pero manteniendo las uñas llenas de mierda.
Atravesé las puertas, y aquel circo semita en el que yo era el invitado de honor no había desaparecido, menguado, ni tampoco se había sublimado por el contrario en una opereta de Strauss, de lo cual me alegré taxativamente. Volví a mi mesa, exagerando mi inexistente flema e intentando no tropezar y besar el suelo como en todas mis pesadillas. Alguien propuso un brindis por los novios y me permití apadrinarlo haciendo mención a Fígaro, Don Giovanni y diversas obras musicales de las que nadie al parecer nadie tenía constancia. Se hizo el silencio y esparcí mi incomprendido cuerpo sobre la silla. Una señora se me acercó, pidió permiso para sentarse a mi lado y amargar aún más mi sinsabor. Se lo concedí, después de ser postergado, la hiel siempre sabe mucho más dulce. Se presentó ante mí como Madame Cohen, y se confesó una auténtica admiradora de todas las obras de teatro y representaciones musicales que yo había hecho posibles en la ciudad. La dejé hablar mientras acababa lentamente y con discreción con las copas de todos los que me acompañaban en la mesa. Algunas de las palabras que llegué a percibir evidenciaban que ya estaba borracho, lo suficientemente valiente para caminar sobre el alambre, y que aquella señorona necesitaba una buena inyección de sinceridad por mi parte. La miré fijamente a la cara y percibí que me hallaba frente a un saco de grasa mal almidonado, demasiado adinerada para dejarse inculcar algo de buen gusto, y demasiado poco inteligente como para decidir poner fin a su vacua existencia. Debía de tratarse de la maldición del dinero, que no facilita el acceso a los mayores dones si el alma no está presta a recibirlos. Aduló mi capacidad de verborrea y me preguntó entre grotescas risitas vergonzosas en torno a las mujeres que habían poblado mi vida. No oculté mis inclinaciones en la respuesta, ni siquiera olvidé enumerar aquella jovencita árabe que perjuraba por su virginidad, me obligaba a practicar sexo anal para preservar su integridad y que se me llevó 40.000 dólares en joyas para sobornar el arresto de uno de sus numerosos maridos en Hungría. Le dije que muchas mujeres habían intentado acabar conmigo, y que en contra de todas las apuestas de mis amigos más cercanos, había conseguido sobrevivir. Todas empezaron por castrarme y acabaron por robarme una diminuta parte de mi corazón, que previamente habían reivindicado para si. Ninguna de ellas volvió después de la sangría, el despecho y todo el rencor. Pensé que sus razones tendrían, añadí, que yo nunca había sido ni pretendido ser el amante perfecto. Unas se presentaron ante mi como las mujeres de mi vida al principio, y válgame Dios si no hicieron momentáneos méritos para que yo creyera tal cosa, pero acabaron por demostrar que tan solo eran la chica del mes que había alargado injustamente su reinado. La señorona saboreó mi tono ácido de sarcasmo e intento escapar de aquella situación preguntándome si tenía hambre. Le dí las gracias y le dije que no; pero que tenía la certeza de que esa era la única que si que volvería a mí antes o después, el hambre.
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