miércoles, 13 de mayo de 2020

22-21

Pasan vívidos
los fotogramas,
casi a la misma velocidad
de un ICE
como en el que viajo.
Exudando
algo de culpa,
algo de nada,
olor a aceite usado
y zapatos desgastados.

En la distancia,
abrazo mis dominios.
Imposibles,
egoístas;
desmembrados:
una encina que escapa
de ella misma
inmóvil,
sobre el silencio
del campo en bruma.
Un viejo tejo quejumbroso
que atraviesa el tiempo.
No tolera ya quizá,
ninguna clase de galimatías.

Los vitrales de la catedral de Friburgo
Me hacen sentir insignificante.
Infantilizado.
Lactante.

Allí,
sí,
mendigar a la puerta del supermercado
caricias violentas,
con 42 grados bajo el sol.
Labios agrietados
por la disnea de
la puta sed.
Insomnio, alucinaciones y frío
al raso gélido de los cartones,
en la hueca estación.

Fue precisamente allí,
sí,
hace algunos años
haciendo autoestop.
En Friburgo.

Compartí una cerveza
con un vagabundo.
Me dijo
a modo de consejo,
que no usaba teléfono,
que aquellos aparatos
servían para tenernos rastreados.
Para conocer,
lo que pensábamos
antes de que nosotros mismos
supiéramos de qué
se trataba.

Contuve la sonrisa.

No me lo merecía.
Y
tampoco él a mi.

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