lunes, 29 de septiembre de 2014

La familia no recibe. El difunto, tampoco.

¿Qué soy?
Te diré que no soy.

Un hombre que huye de si mismo,
que se quita la vida en provincias vecinas,
en ciudades desconocidas
y acude a su propio entierro casi a diario.

Un fantasma que porta gafas negras a la luz del día
e incontables máscaras al caer la perdición de la noche.
El recuerdo taciturno del adulterio cometido
por el último embajador de Capadocia.
Sobrio y esquivo aliento a licor 
de las mejores mentiras.


Una americana azul llena de caspa
andante bajo el ámbar de la ciudad,
que se desvive por encontrar casi furtivamente,
restos ajenos de polvo blanco sobre
las cisternas de los aseos de la biblioteca.
Sonaba el piano por allá,
en el Este, un poco más al Este;
o eso creíamos todos.

Un caja negra guarecida durante siglos,
bajo el terror insuflado por la calles 
de una disoluta tal llamada Pandora.
El oxido del mar y las entrañas de una lechuza
ambas conjugadas en sifilítica comunión,
en cualquier sombrío despertar
a las sudorosas cuatro de la madrugada.

Un hombre solo, que llora en el autobús,
y cuenta demasiado a menudo, 
cual rosario dominico
las hebras de una endeble soga. 

No soy nueces huecas, el aceite de colza,
tickets de descuento, una moral en quiebra
y todo el plástico quemado.

Que se enamora en cada esquina,
de las putas, los tullidos, los bárbaros,
a cada segundo segundo;
que se asoma por las ventanas más altas 
tan solo en busca de una mirada desinteresada.

Un hombre que ya no se merece, 
nada.

Todo eso, 
no soy.

Y por ello,
sigo vivo.

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