Era el último café; y Abrar, casi sin saberlo, ya estaba cansado de esperar. Al paso de desconocidas aves del paraíso. A las turbulencias de origen químico sobre el roído lecho dominical. Un grito de exasperación derretida recorrió su imaginación y todo empezó a agitarse con desenfreno en el interior de la mente. Insospechado sobresalto, el de las afiladas ideas concomitadas entre sí; buscando algo de incoherente espacio vital donde el vacío reinaba con férreas directrices. Era como si un zumbido de sigilosas flechas, edificaran una sobria pero plomiza lluvia de intermitente perdición. La preguntas vertidas en el fondo del poso negro de la taza, parecían baldías para Abrar; tan estériles como el contenido de un relicario polaco.
Un viento poco halagador se incomodó rebelde y agitador entre los puestos de las plazas, zarandeando con perniciosa dulzura algunos carteles, arrancando de la monotonía a los escasos demonios errantes que cohabitaban en la estancia. Parecía la estúpida premonición de que la muerte había iniciado una certera búsqueda, que sin duda, estaba por llegar a su fin. Pocas visiones pueden llegar a albergar tan síntesis de calma y desgarro al mismo tiempo como el susurro violento de un remolino proveniente del desierto. Al igual que la brisa, Abrar, desafiando por primera vez sus propias creencias, se levantó de aquella silla de mimbre seco y decidió sin vacilar que había llegado la hora de teñir de rojo el níveo aspecto impoluto de aquel tantas veces repudiado Tetuán.
Fotografía: Schlossberg, Friburgo, Agosto 2014.
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