jueves, 31 de octubre de 2013

-¡Pásame un trago de ese siglo XIX. de una maldita vez!-

No me percaté de sus aborrecible muñones hasta descorchar la tercera botella de vino. Paradójicamente, hay cosas que tan solo son plausibles de detectar con la mente embriagada, abatida por una pesadumbre espesa; por un cieno detestable que no se diferencia mucho de las ansias por desaparecer tras el paso de la propia sombra. En la gramola de la habitación contigua sonaba alguna canción agradable del siglo pasado, cierta canción sosegada y germinada a base de guitarras estridentes.
Resultaba insufrible salir a beber con un muerto. Para ellos la Historia quedaba detenida, cristalizada, hermetizada, finita; en el momento en el que fallecían. Nada existente acontecía más allá de su propio entierro. No encontraba el momento de deshacerme de Roman. Despotricaba entre trago y trago en contra de Nixon, citaba a Bertrand Russell mientras orinaba y me describía los pechos de Rachel Welch con excesivo detalle embutidos en aquel cinematográfico bikini antediluviano. No paraba de repetir aquella historia una y otra vez. Anécdota a caballo entre la chanza etílica y la verdad absoluta del borracho en la que perdido bajo el amparo de una fatídica noche  del año 1951 en La Haya, sin saber cómo había arribado desde sus Las Landas natales hasta el frío de la abyecta Holanda, cayó completamente ebrio de culo rasgando involuntariamente las cortinas de un reservado en el más chabacano burdel de la ciudad. Al parecer, allí dio con un altivo Charles de Gaulle, con quien dilapidó grandes cantidades de champaña y vino de Mistela sobre los mórbidos muslos de alguna corista bizca. La gente parecía congregarse a nuestro alrededor ensimismada por la atractiva retórica de mi convidado, pero desconfiaban al discernir la carencia de carne en la faz de mi huésped de trago del "más allá". Supuse que gracias a Bogo, aquello tan solo podría alargarse durante una noche, y que la tregua sería firme hasta el próximo año. Mayores preocupaciones. Aquello era lo que necesitaba... Si no tuviera suficiente con poder manufacturar la congregación de sensaciones que se deslizaban desde el más contestatario displacer hasta una atmósfera de comodidad no del todo efímera que parecía penetrar por los agujeros de las suelas de mis zapatos en los últimos tiempos. Entonces, desconectando por un segundo de la verborrea de inframundo que Roman parecía no atajar, entendí aquella sentencia del putero de Charles de Gaulle: "Sólo los muertos no tienen problemas". Con razón le dieron su nombre a un faraónico aeropuerto en Paris.

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