Me detuve al final de la calle,
impasible y erguido,
congelado y estúpido,
bajo la atenta mirada de la
olvidada catedral.
Donde cesan al fin
las baldosas rojas y azules,
donde la desesperación
se pasea en busca
de otro volátil desengaño.
Flores de Mahón en las tejavanas,
sombras tenues de farol y algo más
que orín en todas las esquinas.
Las calles se convierten en
un correoso mercurio sin sabor.
Me dolían los pulmones
y a ninguna parte me llevarían
mis cansados miembros
de plástico anodino, columnas mórbidas
de fatigoso vagar lastrado.
Detenido allí,
tan solo y tan a solas,
como en el resto de todos los lugares,
supuse que aquella debía de ser al fin mi recompensa.
Otro sublime y doloroso aislamiento,
sometido a todas y cada una de sus innumerables
contradicciones.
Me dije,
retornando por el mismo camino,
que no volvería a afeitar mi barba
hasta volver a conocer de nuevo
el amor.
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