martes, 23 de abril de 2013
Espía por mí.
Llevaba horas viajando, viviendo a través de la ventanilla en apeaderos infectados por la desdicha y olvidando por momentos mi identidad al fundirla con la del resto de personas que me acompañaban en todas mis idas y venidas. Al menos esta vez, mi billete parecía en orden a los ojos de los interventores. Eso no me autorizaba del todo a masturbarme entre vagones e intentar escribir algunas frases mal deletreadas en un idioma que desconocía con mi esperma sobre los asientos, pero aún así lo hice. Tenía aún demasiado recientes las lecturas de Benjamin y Palahniuk. En la última estación de ferrocarril busqué refugio en los baños públicos, a salvo del olor a comida rápida en oferta y las flores que nunca arreglarían nada al ser regaladas. Mis lentes de sol se deshilacharon al encontrarme frente al espejo. Una mujer joven vomitaba a mis espaldas con osada dedicación encerrada en un utilitario, quise pensar que ninguna alma nueva tendría el arrojo de aventurarse en este impío mundo. Se disculpó por el estruendo al lavarse la boca antes de desaparecer. No pensé en otorgarle perdón, todo preso, por muy vomitivo que sea, merece pacer en libertad. En el reflejo, la piel me había envejecido horrores y mi cara purgaba por encontrar razones para no ser desfigurada en el conjunto de las nuevas fotografías de seguridad en las que se preciase a aparecer. El sol persistía por imponerse entre las nubes sin éxito aparente. El país del frío y los alcohólicos matutinos nunca me había parecido tan horrible a simple vista. Definitivamente, el Paraíso no iba a exhibirse ante mi primer guiño con refinada sencillez. Para eso, era más que necesario prestarse a sufrir. Y yo siempre estuve dispuesto a portar algo de odio extra en mis bolsillos, por si la cosa empezaba a ponerse demasiado dulce. Al fin y al cabo, todos huimos de algo o de alguien, de ese latente odio con sede en nuestra psique, aunque nos perjuremos de que no es así. Yo luchaba por no convertirme en uno de todos esos hombres que miran continuadamente al suelo mientras caminan, por ser incapaces de desprenderse del recuerdo de la mujer equivocada. Que dicen estar con total convicción en su último año de fumador. Que follan mal porque quieren y se enamoran con extraña frecuencia. Que enamoran con muy poco y excesiva mediocridad. Que necesitan ser engullidos y posteriormente escupidos al lodo para poder justificar su desidia. Es intrigante la cantidad de masoquismo de la que somos partícipes. Nada ni siquiera familiar a lo ejemplificado en los nauseabundos "best sellers" que tantos adictos generan año tras año. No tenemos por que enemistarnos a la ligera con Sutter Cane sin argumentos suficientes, o acabaremos bajo el hacha de sus fieles esbirros. Y en cambio, si nos decidimos a leerlo, seremos nosotros quieren blandiremos los mencionados hachas sin lugar a dudas. Pese a todo ello, algunos trileros jugaban agachados a los dados ante la pasividad generalizada mientras las calles eran brasas donde resultaba imposible no caminar descalzo sobre ellas. Paso a paso, fui identificando mis miedos. Y vencerlos pasaba por volver a inclinar el codo hasta sentir algo de claridad en torno a todas esas desordenadas palabras carentes de encanto que se amontonaban dentro de mis calzoncillos. Dicen que hay quienes no piensan con la cabeza sino con la polla. Yo entiendo que no hay nada de malo en eso, siempre y cuando dichos pensamientos sean producidos con sensatez. Nadie me impedía "hablar con la polla", ni tampoco nadie me impidió volver a aquella cantina ocho meses después de mi última visita antes de creerme sin éxito completamente sanado. Para mi asombro, la cerveza seguía siendo la misma, pero era yo el que había cambiado de franquicia. O tal vez era al revés. Lo cierto es que después de la cuarta cerveza dejé de darle vueltas y me importó una auténtica mierda.
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