viernes, 26 de abril de 2013

Del laboratorio a la cama.

Supe que seguía vivo, pero no estaba completamente seguro de en donde. Un tragaluz inclinado sobre la verticalidad del techo dejaba fluir con tesón toda la luz del exterior. Me era imposible seguir dormido si los rayos del sol acababan sobre mis ojos, incluso si la noche había sido larga e incomprensible. Y aquella, a juzgar por mi propia desnudez y la de la tibia figura que respiraba con sosiego boca abajo sobre la cama, lo había sido. Miré de nuevo al techo y suspiré intentando hacer memoria, el sueño había sido extraño y el acto de amanecer en un lecho que no era el mío propio, descolocaba mis entendederas por completo. Sentí el frío del alba y pude constatar que las sábanas eran dominio intransferible de "ella". Levanté la cobija con el tiento propio de un profesional en busca de ese calor expelido del que tanto requería. Su cuerpo era pálido y ardiente. Proporcionado, esbelto y muy sexy. Pasé la palma de mi mano con suavidad acariciando el dorso de su cintura desde la cadera hasta la axila sin dar crédito a la suavidad de su piel. Ella, absorta en sus ensoñaciones, parecía sentirlo. Su piel se contrajo evidenciando todo el deseo que mis manos transmitían. Oí después un suspiro a medias, entrecortado por no poder discernir quizá entre la entidad del sueño y el estímulo de la caricia. Ella no parecía dispuesta a decidirse por cual de los dos dejarse seducir finalmente. Aparté el fino pelo que recaía sobre la parte trasera de su cabeza con lentitud, colocando su sedosa melena blanca a un lado, dejando inaugurada así una impoluta autopista hacia la suavidad de su nuca. Tan tierna y nívea como el resto de su tez, hizo que mis tímidos besos se derritieran por momentos. Uno tras otro. Por siempre había sido para mi la nuca, la localización no sexual más erótica del cuerpo; una zona rebosante de terminaciones nerviosas hasta la que la vista no puede alcanzar. Sus orejas parecieron mostrarse receptivas al tintinear con gracia como en alguno de todos esos personajes de los dibujos animados. Su cara descansaba sobre la almohada con un gesto amable y tierno, despreocupado. Era una expresión de sosiego indescriptible, la expresión del que se sabe dominado por el sueño y parece satisfecho con la posible prolongación interminable del mismo. Hacer de la cama, nuestra propia fortaleza inquebrantable ante los ataques dañinos de la rutina, el paso del tiempo o el desamor. Donde los abrazos sean por siempre sinceros y el último nunca pueda tener más significado que el siguiente. Con sus párpados brillantes entornados y los labios ténues montados uno encima del otro, se me hizo completamente inevitable besarla. La deshidratación había hecho mella en ellos durante la noche, el sudor rezumado parecía haber bañado toda la lujuria que habíamos compartido, pero sus labios no mentían. Eso era cierto. Deslicé mi mano de nuevo en busca de nuevos destinos, parajes inexpugnables o aún inexplorados que sin duda merecían ser descritos. Toqué su cuello sin violencia para descansar tan solo un poco después en sus pechos. Perfectos y bien torneados parecían receptivos al contacto con las yemas de mis dedos, al frío aliento del invierno de mis pulmones, a toda la sal que mi lengua podría portar en forma de saliva. Sus aureolas comenzaron a empequeñecerse, adquirieron una dureza inusitada y los pezones decidieron señalarme como único culpable de toda aquella revolución de escalofriantes sensaciones. Besé su abdomen con delicadeza, la graciosa oquedad de su ombligo y decidí dar descanso a mi boca junto a su pubis. Junto a este, pude cerciorarme de toda la humedad emitida debido a mi "rallye" por las dunas de su cuerpo, como una ciudad en decadencia a la espera insoportable de ser tomada por la fuerza y sucumbir al placer. A pesar de ello, pasé de largo y manoseé con decisión sus muslos. Tersos y perfectamente cincelados por un escultor, no parecían resistir las caricias con igual empaque que el resto de su anatomía. Cedieron pronto al tembleque y pude observar como su mano acabó por desistir ante la principal resistencia, agarrándose a la sábana con violencia en señal de placer. Sus exquisitos tobillos me llevaron hasta sus pies, no tan pequeños como esperaba y de graciosos dedos femeninos más finos y sofisticados que la tosquedad evidente de la de los hombres. Las plantas de sus pies parecían revestidas de una dura capa de piel muerta, que me indujo a pensar la cantidad de horas que aquella pobre joven invertía de pies en su trabajo. Al parecer no pudo más. Dejada de lado la somnolencia, me asió por los brazos con energía y dispuso mi boca sobre la suya, besándome con decisión y lujuria. Sin dejar de juguetear con su húmeda lengua en busca de la mía. Ambas parecían entenderse con asombrosa facilidad, meditando como dar jaque mate a la otra en tan erógeno duelo de altura. La relación de dominancia estaba en juego y ninguno de los dos estábamos dispuestos a entregarnos con pasmosa comodidad. Mi mano se detuvo entonces sobre su vulva, incomodando los diminutos vellos que por allí aún habitaban. Una fluctuante humedad invadió entonces mi mano y pude comprobar que esta circulaba densamente también hasta escurrirse entre sus nalgas y dar a parar sobre las sábanas, empapándolas por completo. Entonces escuché el segundo suspiro, más agónico y placentero este, que fue a parar casi susurrado hasta las inmediaciones de mi oído. Sabía que su abdicación acababa de hacerse efectiva, su cuerpo yacía en mis manos y sin duda no iba a arrepentirse de confiármelo. Mis dedos ansiaban degustar su interior y ya tenían el salvoconducto para hacerlo. Nada más introducirlos lentamente, sus uñas se clavaron con fiereza en mi espalda y su boca se abrió de par en par en señal de gozo. Solo después, me susurró entre ruegos que la follase de una vez por todas. Tendría que esperar. Tendría que deleitarse un poco más con la espera. Su clítoris comenzó a henchirse, arrogante y excitado, reclamaba la atención que todo ególatra reclama para si mismo, como un niño pequeño que desea con energía y pulsión ser satisfecho de manera inmediata y a cualquier coste. Fui condescendiente con él, hasta que ella me suplicó que cesara por favor abatida por los temblores. Sus frágiles manos ya habían indagado en busca de mi polla, asiéndola con vigor debido a toda la satisfacción sensorial allí llevada a cabo y degustando la dureza excitada de la misma. No paraba de imaginar con los ojos cerrados, como sería sentir el calor de mi miembro en su interior, atravesando su empapada vagina una y otra vez. Con delicadeza al principio y con salvaje bestialidad tal vez después, tan solo cerca del final. Así, me apartó de un golpe y me tumbó boca arriba. De un salto la note sobre mi cuerpo, invirtiendo en un principio los papeles de dominación. Su peso, liviano y manejable, era sostenido por mis brazos. Su espalda desaparecía cuando era absorbida por mis articulaciones, que abarcaban tanto sus hombros como la base de sus caderas. Sus manos en cambio comenzaron posadas sobre mi pecho, el cual era arañado con asiduidad invitándome a pensar que no querían desprenderse de mi tacto continuado. Todo aquello parecía tener sentido: sus subidas y bajadas sobre mi polla ayudadas por mis brazos y ver como se mordía el labio inferior con los dientes en señal de gozo. Alcancé su cuello con ambas manos sin llegar a asfixiarla y aquello pareció excitarla más aún. Se liberó de mi pecho y sujetándose la melena con las manos, comenzó a brincar sin más sujeción que la que yo le proporcionaba. Comencé a experimentar como mi polla se veía sitiada por su vagina, que debido al juego, se venía contrayendo paulatinamente como advirtiendo de todo lo que allí estaba ocurriendo. Sus caderas comenzaron a agitarse adelante y hacia atrás con frenetísmo oprimiendo por completo mis huevos, haciéndome sentir dominado por el baile de su cintura... Excitándome. Y mucho. La pasión parecía dispararse, empezaba a sorprendernos por momentos y el ascenso a aquella cumbre no nos dejaba impasibles a ninguno de los dos.  En un arrebato animal, hice sus piernas sobre mi y me vi frente a su exhausto cuerpo, encima de ella; sin dejar de entrar y salir con ritmo y monopolizando la mirada de sus ojos. Su clítoris estaba a punto de estallar y las sábanas eran un cieno de fluidos entre el que nos abrazábamos con serena complicidad. Los jadeos se sucedían. Mentaban mi nombre cada vez en voz más alta. Opté por voltearla y observar su perfecto cuerpo desde atrás. Sujeté sus brazos sin remisión, pero pronto me pidió que la aferrara de la melena y así lo hice sin dudarlo ni un segundo. La cama comenzó a centrifugar y dicho alboroto se fundió con nuestros jadeos y resuellos. La piel impactaba contra la piel con dureza, ejercitando el característico y constante sonido del fragor mientras mis manos se aposentaban en sus nalgas con virulencia o se abrazaban con ansia a su cadera. No pude evitar acercarme hasta su ciega nuca, lamer su oreja con lascivia y pedirle que me mirara mientras se lo hacia desde atrás. Accedió casi extenuada y pidió tregua, una última concesión para poder corrernos ambos dos al mismo tiempo. Y tan solo un poco después, ella se apartó con rapidez, rodeó con ganas mi cuerpo con sus piernas y pudimos contaminarnos mutuamente con el aliento de cada uno. Frente a frente, abrazados sin rémora estallando en éxtasis mientras nuestras lenguas mimetizaban con poco disimulo la pasión que nos invadía y llegaba a su punto culmen. Apreté su boca con mi mano y sujeté su cabeza antes de besarla. Pensé que nunca llegaría a olvidarlo. Pero no sería así.

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