Ella llevaba demasiado carmín en los labios. Yo, demasiadas pocas ganas de follar encima. Todas las mujeres parecían la misma. Carmín sobre los labios. La caza y la noche. Mientras se contoneaba lentamente frente a mí moviéndose al son de la música, me preguntó por qué nunca osaba a mirarla a los ojos. Le dije que se debía al efecto de que mi mirada andaba al acecho de la huidiza estela de los camellos, que pululaban secretamente por el bar. Añadí con tímida sinceridad el hecho de que en el hipotético caso de estar completamente colocado, sin duda, ya la hubiera sacado a bailar. Sonó patético. Sonó cobarde. Tal vez. Pero ese era yo. En aquel momento, dos opciones debieron de desfilar por su mente. Una, era dejarme solo allí donde me había encontrado. La segunda era quererme tal y como yo era.
Hoy día, no lamento en absoluto la decisión que tomó.
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